04 abril

La aventura del sabor en la alimentación viva

Sin ningún género de duda, podemos afirmar que la adopción de la dieta crudivegana (más que una dieta, un estilo de vida) supone el principio de una aventura sin retorno posible, un viaje colmado de sorpresas y emociones. El crudiveganismo es en realidad una escuela que nos enseña a vivir en equilibrio con nosotros mismos, donde caben en su justa medida el antojo, la necesidad y las buenas proporciones.

Una dieta de la medida y de la aceptación; también de la renuncia; tres elementos valiosos con los que adquirimos una formación humana, dentro de la cual se tienen en cuenta a la vez la fragilidad y la potencia de nuestro organismo, así como las atenciones y cuidados que requiere el medio en el que nos desenvolvemos.

Muchas personas consideran este desafío gastronómico como un cúmulo de renuncias, a cuál más intolerable. ¿Renunciar a comer carne, huevos, pescado y patatas fritas, sin olvidar la paella de todos los domingos? ¡Imposible!

Sin embargo, esta «aventura» en la que nos metemos oculta más de una sorpresa; entre ellas, la de la «potenciación» y «revalorización» de los sabores. Para ello, contamos con dos estrategias o trucos perfectamente válidos, sanos y asequibles a cualquier bolsillo. En efecto, un kilo de «carne sustituta» es diez veces más barato que un kilo de «carne auténtica».

¿A la soja me refiero? No, no me estoy refiriendo a la soja en tanto que sustituto de la carne. Tampoco guardo en la chistera harinas o mejunjes bizarros que dan como resultado un sabor ahumado, especiado, picante y salado.

De lo que se trata es de hacer uso de la fermentación en tanto que proceso natural y de la deshidratación, sea por exposición directa al sol de los alimentos, sea por el empleo y manejo de la máquina deshidratadora.

¿Qué se puede hacer con la técnica de la fermentación? Con ella se obtienen yogures y quesos. También se elaboran caldos especiales, bebidas revitalizantes y un chucrut al que no le falta sino hincarle el diente.

Precisamente, gracias al chucrut he obtenido yo el reemplazo ideal de la carne. Tanto en textura como en sabor, el parecido es asombroso. Pareciera que estoy comiendo beicon, y no es más que un filete de col lombarda.

El procedimiento es muy sencillo: se corta el repollo en tiras finas con la ayuda de la mandolina; se introduce en un frasco de vidrio con cuello ancho y tapón de rosca; se comprime bien con un bastoncillo de madera que sirve para estos menesteres; se añade la salmuera (agua con sal), cuidando siempre que el alimento esté sumergido; se vigila cada día, se desenrosca, se añade agua, se vuelve a tapar; al cabo de una semana o de diez días, ¡listo! Utilizamos un colador para extraer el jugo y para exprimir al máximo la carne de repollo. Luego sólo nos queda agregar una salsa apropiada, conforme a nuestros gustos, y estarán probando un sabroso plato de carne en el que ningún animal ha sido sacrificado para ello.

Pero, vayamos con la siguiente astucia, ¡la elaboración de yogures y quesos! ¿Recuerdan el líquido sobrante en nuestra preparación de «carne vegetal»? Antes lo habíamos llamado «salmuera»; ahora lo llamaremos «rejuvelac». Se trata del famoso agente fermentador, puesto que de no haber fermentación no obtendríamos ni quesos ni yogures.

Dentro de la alimentación viva o cruda, el proceso es básicamente el mismo: un agente fermentador fermenta los frutos secos previamente activados, es decir, puestos en remojo durante unas ocho horas. Después desechamos esa agua y licuamos los granos con el rejuvelac. Por último, introducimos la mezcla en una gasa que cerraremos y colgaremos de un gancho durante por lo menos 24 horas (depende de la temperatura). Dos requisitos para esto: que haya una buena ventilación y que no reciba directamente la luz del sol.

Pasado este tiempo, podemos meterlo en la nevera. Existen dos opciones:

  1. Crear un queso: añadimos entonces sal y especias apropiadas (tomillo, romero, comino, curry, cúrcuma, pimienta).
  2. Crear un yogur: si deseamos endulzar, agregamos tres dátiles en remojo con su sirope. Batimos bien y lo colocamos en un frasco, dentro del frigorífico.

Es decir, la base es la misma, sólo ha cambiado la intención dulce o salada de nuestra preparación. Otro detalle que tiene su importancia: para la elaboración de quesos sólo hay dos ingredientes básicos: la semilla activada y el rejuvelac, mientras que para el yogur se añade a esta combinación un tercer elemento: cualquier fruta o una porción de remolacha, que habremos batido junto con los otros dos ingredientes antes de colgar la masa en el pañuelo.

He oído decir a este respecto que la «imitación» está bastante lograda. El paladar más exigente recupera los sabores perdidos del queso de vaca, el yogur de cabra y la carne de ternera.

Por mi parte, diré que no hay imitación alguna. ¡Un trozo de repollo fermentado no sólo no sabe a carne, sino que sabe mejor que la carne! Su gusto es personalísimo, y nada tiene que envidiar a los otros más expandidos en el mercado.

Lo mismo cabe decir con relación a los quesos y yogures vegetales. ¡Su gusto es auténtico, original y personalísimo! Aquí no hay copias ni imitaciones de segunda fila. En cuanto a mí, me quedo con los de elaboración propia.

Para concluir, dos recetas que apoyan lo dicho.

Yogur amargo de manzana y naranja:

Ingredientes:

1 manzana; 1 naranja; una pizca de: canela, cúrcuma, anís y aceite de coco; 1/2 T de rejuvelac; 2 C de pipas crudas; 1 C de lino crudo; el contenido de un sobre de manzanilla.

Preparación: Batir todos los ingredientes. Envolver en una gasa o pañuelo y dejarlo colgado durante 24 h; prever un recipiente para recoger el líquido goteante.

Pasado este día, y si deseamos un sabor más dulce, batir con el sirope de tres dátiles y guardar en la nevera.

Queso palmesano de cacahuetes:

Ingredientes:

1/2 T de cacahuetes crudos activados; 1 T de rejuvelac.

Preparación: Batir y colgar del pañuelo durante 24 h. Al cabo de las cuales agregamos las especias al gusto: sal, curry, tomillo. El resultado es un queso granuloso que puede servir para poner encima de nuestros espaguetis crudos de calabacín, o sobre la base de nuestras pizzas elaborada con almendras y lino deshidratados.

¿Quién habló, entonces, de «renuncias»? No las hay, en realidad, sino sorprendente hallazgo de nuevos sabores y combinaciones.

08 febrero

La doble penalización

Ya de por sí, las personas afectadas por una de esas extrañas dolencias, que sin embargo se oyen cada vez más, como es el caso de la celiaquía, han de cargar con una buena batería de privaciones e inconvenientes. Obligadas a consultar las etiquetas de los envases, allí donde aparece la palabra «trigo», o bien «gluten», el producto queda automáticamente descartado, pese a que tal vez el paladar hubiera dictaminado otra cosa. Y en las cenas familiares y en las reuniones de amigos, o en los eventos sociales donde hay comilona de por medio, se autodiscriminan por mor de una enfermedad que no admite concesiones.

En esto consiste la primera penalización.

Vayamos con la segunda. En los supermercados y tiendas de comestibles venden «sustitutos» de los productos prohibidos. Allí donde debería figurar «harina de trigo» colocan en su lugar «harina de maíz o de arroz», que están exentos de la peligrosa proteína, causa de todos los males.

El consumidor afectado debería celebrarlo; pero no lo celebra. ¿Por qué? Consulta los precios y enseguida comprueba que, en comparación con los habituales para productos equivalentes, se han duplicado, y a veces hasta triplicado.

Ahí tienen el doble castigo. Las empresas se justifican diciendo que los precios finales aumentan porque los costes de producción también habían aumentado, al tratarse de productos «raros».

Esto último es una falacia, los fabricantes lo saben bien. En realidad, opera un mero cálculo económico: «Al ser celíaco, el paciente necesita de ése y no de otro producto. La palabra «necesidad» permite, pues, elevar los precios, con lo cual consiguen de paso estabilizar la oferta y la demanda. Si no hubiera diferencias de precios, muchos consumidores abandonarían los productos tradicionales, aunque sólo fuese por comprar aquello que se considera más sano. Esto, por supuesto, no interesa a ninguno de los industriales. En la mayoría de los casos, los productores de alimentos para celíacos son los mismos que los que se encargan de la producción tradicional».

01 febrero

El atrofiado sentido del gusto

Uno se pregunta, tan perfecta como es la naturaleza, por qué no avisa mediante el sabor (desagradable o insípido) de que determinado alimento no le conviene al metabolismo humano. En realidad sí que lo hace, como lo demuestra el hecho de que la cerveza nos sabe amarga la primera vez que la probamos; o la leche de vaca, insípida. Nos provoca incluso retortijones en el estómago, aunque ya los hayamos olvidado. Lo que ocurre es que nuestro sentido del gusto ha quedado atrofiado por el exceso diario en el consumo de sal y azúcar. Hemos abocado a los extremos: para que una comida nos sepa buena tiene que estar sobre todo salada, o, en el caso de los postres, tan endulzada que se asemeja a la miel. Para recuperar el sentido del gusto, con el que poder apreciar los sabores originales, tendríamos que prescindir completamente de la sal y del azúcar durante un mes entero, como mínimo. Y si el cuerpo no puede prevenirnos de la inconveniencia de ingerir determinada sustancia a través del paladar, sí que emplea otros recursos: inflamaciones, diarreas, sinusitis, caries y pérdida del cabello. Por desgracia, a estos fenómenos tampoco les prestamos la debida atención. Continuamos la ingesta de alimentos prohibidos (carnes, lácteos y cereales, principalmente), hasta que sobreviene la enfermedad y entonces acudimos a los medicamentos para disimular los síntomas, en lugar de aplicar el verdadero remedio, que consiste en atenerse a una dieta que respete nuestra naturaleza fisiológica, que es frugívora, como la del chimpancé, con quien compartimos el 99% del código genético. Entonces sólo comeríamos frutas, hortalizas y semillas, éstas últimas, tras un remojo de ocho horas para activarlas y eliminar los potenciales antinutrientes. También emplearíamos el recurso de la fermentación, gracias al cual conseguiríamos que los valores nutritivos de cada alimento se disparen, llegando a duplicarse o incluso a triplicarse.