08 febrero

La doble penalización

Ya de por sí, las personas afectadas por una de esas extrañas dolencias, que sin embargo se oyen cada vez más, como es el caso de la celiaquía, han de cargar con una buena batería de privaciones e inconvenientes. Obligadas a consultar las etiquetas de los envases, allí donde aparece la palabra «trigo», o bien «gluten», el producto queda automáticamente descartado, pese a que tal vez el paladar hubiera dictaminado otra cosa. Y en las cenas familiares y en las reuniones de amigos, o en los eventos sociales donde hay comilona de por medio, se autodiscriminan por mor de una enfermedad que no admite concesiones.

En esto consiste la primera penalización.

Vayamos con la segunda. En los supermercados y tiendas de comestibles venden «sustitutos» de los productos prohibidos. Allí donde debería figurar «harina de trigo» colocan en su lugar «harina de maíz o de arroz», que están exentos de la peligrosa proteína, causa de todos los males.

El consumidor afectado debería celebrarlo; pero no lo celebra. ¿Por qué? Consulta los precios y enseguida comprueba que, en comparación con los habituales para productos equivalentes, se han duplicado, y a veces hasta triplicado.

Ahí tienen el doble castigo. Las empresas se justifican diciendo que los precios finales aumentan porque los costes de producción también habían aumentado, al tratarse de productos «raros».

Esto último es una falacia, los fabricantes lo saben bien. En realidad, opera un mero cálculo económico: «Al ser celíaco, el paciente necesita de ése y no de otro producto. La palabra «necesidad» permite, pues, elevar los precios, con lo cual consiguen de paso estabilizar la oferta y la demanda. Si no hubiera diferencias de precios, muchos consumidores abandonarían los productos tradicionales, aunque sólo fuese por comprar aquello que se considera más sano. Esto, por supuesto, no interesa a ninguno de los industriales. En la mayoría de los casos, los productores de alimentos para celíacos son los mismos que los que se encargan de la producción tradicional».

01 febrero

El atrofiado sentido del gusto

Uno se pregunta, tan perfecta como es la naturaleza, por qué no avisa mediante el sabor (desagradable o insípido) de que determinado alimento no le conviene al metabolismo humano. En realidad sí que lo hace, como lo demuestra el hecho de que la cerveza nos sabe amarga la primera vez que la probamos; o la leche de vaca, insípida. Nos provoca incluso retortijones en el estómago, aunque ya los hayamos olvidado. Lo que ocurre es que nuestro sentido del gusto ha quedado atrofiado por el exceso diario en el consumo de sal y azúcar. Hemos abocado a los extremos: para que una comida nos sepa buena tiene que estar sobre todo salada, o, en el caso de los postres, tan endulzada que se asemeja a la miel. Para recuperar el sentido del gusto, con el que poder apreciar los sabores originales, tendríamos que prescindir completamente de la sal y del azúcar durante un mes entero, como mínimo. Y si el cuerpo no puede prevenirnos de la inconveniencia de ingerir determinada sustancia a través del paladar, sí que emplea otros recursos: inflamaciones, diarreas, sinusitis, caries y pérdida del cabello. Por desgracia, a estos fenómenos tampoco les prestamos la debida atención. Continuamos la ingesta de alimentos prohibidos (carnes, lácteos y cereales, principalmente), hasta que sobreviene la enfermedad y entonces acudimos a los medicamentos para disimular los síntomas, en lugar de aplicar el verdadero remedio, que consiste en atenerse a una dieta que respete nuestra naturaleza fisiológica, que es frugívora, como la del chimpancé, con quien compartimos el 99% del código genético. Entonces sólo comeríamos frutas, hortalizas y semillas, éstas últimas, tras un remojo de ocho horas para activarlas y eliminar los potenciales antinutrientes. También emplearíamos el recurso de la fermentación, gracias al cual conseguiríamos que los valores nutritivos de cada alimento se disparen, llegando a duplicarse o incluso a triplicarse.