14 marzo

1.19. El castigo

La escena pasó en un salón iluminado y cubierto con tapices rojos.

Rodolfo, vestido con una gran bata de terciopelo negro que aumentaba la palidez de su rostro, estaba sentado a una espaciosa mesa cubierta con un tapete verde, sobre la cual se veía la cartera del Maestro de Escuela, la cadena de similor de la Lechuza con el agnus dei de lapislázuli, el puñal aún ensangrentado que había herido a Murph, la ganzúa con que se había forzado la puerta y los cinco billetes de mil francos que el Churiador había ido a buscar al cuarto inmediato.

El doctor estaba sentado a un lado de la mesa y el Churiador al otro. El Maestro de Escuela, agarrotado de manera que no podía hacer ningún movimiento, estaba en un gran sillón de ruedas en medio de la sala. Las personas que lo habían conducido se habían retirado.

Rodolfo no estaba irritado, en su semblante se adivinaban la calma, la tristeza y el recogimiento, propios de la misión solemne que iba a desempeñar.

El doctor permanecía pensativo.

El Churiador experimentaba un temor vago, no separaba un momento la vista de Rodolfo.

El Maestro de Escuela estaba descolorido, lívido…, lleno de terror.

Fuera de la sala reinaba un profundo silencio, sólo se oía el ruido triste y continuo de la lluvia.

Rodolfo se dirigió al Maestro de Escuela:

—Desertor del presidio de Rochefort, a donde fuisteis condenado de por vida…, por falsario, ladrón y asesino… Vos sois Anselmo Duresnel.

—¡Eso no es verdad! —dijo el Maestro de Escuela con voz alterada y echando alrededor de sí una mirada feroz e inquieta.

—Sois Anselmo Duresnel… Vos habéis robado y asesinado a un ganadero en el camino de Poissy.

—¡Es falso!

—Más tarde lo confesaréis.

El bandido miró a Rodolfo con terror y sorpresa.

—Esta noche habéis venido aquí para robar, y habéis herido con un puñal al dueño de esta casa…

—Vos sois quien me había propuesto ese robo —dijo el Maestro de Escuela recobrando alguna firmeza—. Me han acometido… y tuve que defenderme.

—El hombre a quien habéis herido no os atacó, pues estaba desarmado. Es cierto que os había propuesto este robo…, pero luego os diré con qué objeto. La víspera, después de haber robado en la Cité a un hombre y a una mujer, les habíais prometido matarme por mil francos…

—Yo soy testigo —dijo el Churiador.

El Maestro de Escuela le dirigió una mirada feroz.

Rodolfo continuó:

—Ya veis que para hacer daño no necesitabais que yo os sedujese…

—No sois mi juez…, no volveré a responderos…

—Ahora os diré por qué os había propuesto este robo. Sabía que erais desertor de presidio y que conocíais a los padres de una joven, cuya desventura había causado vuestra cómplice, la Lechuza… Quería atraeros aquí con el estímulo del robo, único capaz de seduciros; y una vez en mi poder elegiríais, o bien el ser entregado a la justicia, que os haría pagar con la cabeza el asesinato del ganadero…

—¡Es falso!… Yo no he cometido ese crimen.

—O bien el ser expatriado de Francia por cuenta mía, y reducido en otro país a una reclusión perpetua en donde vuestra suerte sería más llevadera que en presidio. Pero sólo os concedería esta conmutación de castigo en el caso de revelarme el secreto que deseaba adquirir. Condenado a presidio perpetuo, habéis quebrantado vuestra prisión; y apoderándome de vos e impidiendo que volvieseis a hacer daño, servía a la sociedad, al paso que conseguía restituir a su familia una pobre criatura, más infeliz que culpable. Éste había sido mi primer designio: no era legal, pero vuestra evasión y vuestros crímenes os ponen fuera de la ley… Ayer, por una revelación providencial, he sabido que erais Anselmo Duresnel.

—¡Es falso! No me llamo Duresnel.

Rodolfo cogió de la mesa la cadena de la Lechuza, y enseñando al Maestro de Escuela el pequeño agnus dei de lapislázuli, dijo con voz amenazadora:

—¡Sacrílego!… Habéis prostituido, dándola a una criatura infame, esta reliquia santa…, ¡tres veces santa!…, porque vuestro hijo había recibido este piadoso don de su madre y de su abuela.

Atónito al oír esto el Maestro de Escuela, bajó sin responder la cabeza.

—Hace quince años que habéis robado vuestro hijo a su madre, y como debéis poseer el secreto de su existencia, tenía un motivo más para asegurarme de vuestra persona desde el momento en que supe quién erais. No quiero vengarme de ofensas personales… Esta misma noche habéis derramado la sangre de quien no os provocaba, pues el hombre a quien habéis asesinado se había acercado a vos sin la menor sospecha de vuestro furor sanguinario. Os preguntó qué le queríais, y vuestra respuesta fue: «¡La bolsa o la vida!…», y le propinasteis una puñalada.

—Así lo refirió el señor Murph cuando le presté los primeros auxilios —dijo el doctor.

—Es falso…, ha mentido.

—Murph no miente jamás —dijo con frialdad Rodolfo—. Vuestros crímenes piden una reparación ruidosa. Os habéis introducido aquí por asalto y escalamiento y habéis dado de puñaladas a un hombre para robarle… Habéis cometido un asesinato… Vais a morir en ese sitio… Por compasión, por respeto a vuestra mujer y a vuestro hijo, no sufriréis la ignominia del patíbulo… Se dirá que habéis sido muerto combatiendo a mano armada… Disponeos, las armas están preparadas.

—¡Misericordia… Piedad!

—No hay piedad para vos —dijo Rodolfo—. Si no morís aquí, moriréis en el cadalso.

—Prefiero el cadalso… Viviré por lo menos dos o tres meses más… Al fin seré pronto castigado, y a vos os da lo mismo… ¡Piedad…, misericordia!…

—Pero vuestra mujer y vuestro hijo…, que llevan vuestro apellido…

—Mi apellido ya está deshonrado… Aunque no deba vivir más que ocho días, ¡piedad!…

—¡Ni aun ese desprecio a la vida que profesan algunos criminales! —dijo con desdén Rodolfo.

—Además, la LEY prohíbe que uno se haga justicia por su mano —repuso el Maestro de Escuela con más firmeza.

—¡La ley! —exclamó Rodolfo— ¡La ley!… ¿Y osáis invocar la ley después de haber vivido siempre en guerra a muerte con la sociedad?…

Bajó la cabeza el bandido sin responder, y luego dijo en tono más humilde:

—A lo menos dejadme vivir por compasión.

—¿Me diréis dónde está vuestro hijo?

—Sí…, sí… Os diré todo lo que sé…

—¿Me diréis quiénes son los padres de esa niña, cuya infancia ha atormentado la Lechuza?

—En mi cartera hallaréis papeles que os revelarán quiénes son las personas que la entregaron a la Lechuza…

—¿Dónde está vuestro hijo?

—¿Me concederéis la vida?

—Confesad primero…

—Sí; pero cuando sepáis… —dijo el Maestro de Escuela, receloso.

—¡Lo has matado!

—No…, no… Lo he entregado a uno de mis cómplices, que logró salvarse cuando me prendieron.

—¿Qué ha hecho de él ese hombre?

—Le ha enseñado lo necesario para entrar en la casa de un banquero de Nantes…; con el fin de darnos buenas noticias, inspirar confianza al banquero y facilitar así nuestros planes. Esperando siempre escaparme de Rochefort, dirigía desde allí el plan de esta empresa y seguía una correspondencia por cifras con mi amigo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Su hijo! ¡Su hijo!... Este hombre me horroriza —exclamó Rodolfo asombrado y cubriéndose el rostro con las manos.

—¡Pero sólo se trataba de falsificación! —gritó el bandido—; y aun así cuando mi hijo supo lo que de él se pretendía, se indignó de tal manera que todo lo dijo a su principal y desapareció de Nantes… Hallaréis en mi cartera una indicación de los pasos que se han dado para encontrar a mi hijo… La última noticia suya es que habitó una casa en la calle del Templo con el nombre supuesto de Francisco Germán. Ya veis que todo lo he declarado…, todo… Ahora cumplid vuestra palabra y haced que se me prenda tan sólo por el robo de esta noche.

—¿Y el ganadero de Poissy?

—No es posible que llegue a descubrirse, porque no hay pruebas. A vos os lo confieso para probaros mi buena voluntad; pero delante del juez, negaré…

—¡Luego lo confiesas!

—Estaba lleno de miseria y no tenía con qué vivir… La Lechuza me lo aconsejó… Ahora me arrepiento… Ya veis que lo confieso… ¡Ah!, si no me entregaseis a la justicia os daría mi palabra de honor de no volver…

—Vivirás… Y no te entregaré a la justicia.

—¿Me perdonáis? —gritó el Maestro de Escuela, no creyendo lo que escuchaba—. ¿Me perdonáis?

—¡Te juzgo y te castigo! —exclamó Rodolfo con voz solemne—. No te entregaré a la justicia porque irías al cadalso o a presidio; y esto no debe ser… En el presidio dominarías aún a esa turba de malvados con tu fuerza y tu iniquidad, y satisfarías tu instinto de opresión brutal… Serías odiado y temido de todos. El crimen también tiene su orgullo, y tú te gozarías con tu propia monstruosidad… A presidio no: tu cuerpo de hierro se burlaría del trabajo forzado y del rebenque del mayoral. Las cadenas se rompen, los muros se minan y se escalan; el día menos pensado romperías tu prisión y volverías a arrojarte en la sociedad como una bestia feroz, señalando tu paso con la rapiña y el asesinato…, porque nada está a salvo de tu fuerza hercúlea y de tu puñal. ¡No, no irás a presidio! Pero ya que en la prisión romperías tus cadenas…, ¿qué se hará para librar a la sociedad de tu furor de tigre?; ¿entregarte al verdugo?

—¡Luego, es mi muerte lo que queréis! —exclamó el bandido.

—No…, porque con tu empeño encarnizado de vivir esperarías evadirte de las angustias del suplicio hasta el último momento, y esta esperanza insensata te ocultaría los horrores del castigo hasta que estuvieses en poder del verdugo… Y entonces, embrutecido por el terror, no serías más que una masa inerte ofrecida en holocausto a los manes de tus víctimas. No morirás, te repito, porque esperarías salvarte hasta el último segundo… Y tú, monstruo, no debes esperar… No…, si no te arrepientes no quiero que tengas esperanza alguna en esta vida…

—¿Pero, qué tiene conmigo este hombre?… ¿Quién es?… ¿Qué quiere?… ¿Dónde estoy?… —gritó el Maestro de Escuela, casi delirando.

Rodolfo continuó:

—Si por el contrario despreciases la muerte, tampoco deberías ser condenado al último suplicio… El cadalso sería para ti un teatro sangriento como otros muchos, en donde harías ostentación de tu ferocidad…, en donde mirando la vida con bestial indiferencia, condenarías tu alma y darías el último aliento con una horrenda blasfemia… No será, te lo digo, porque el pueblo no debe ver a un criminal burlarse con estúpida indiferencia de la cuchilla de la ley, insultar al verdugo y mofarse en la agonía del soplo divino con que el Todopoderoso anima nuestro ser. Nada hay más sagrado que la salvación de una alma. «Todo crimen se expía y se redime», ha dicho el Salvador; pero como del Tribunal al cadalso no hay más que un paso, es necesario dar más tiempo a la expiación y al arrepentimiento. Este plazo…, lo tendrás… Y quiera el cielo que sepas aprovecharlo.

El Maestro de Escuela, confundido y anonadado, temió por primera vez en su vida y sintió que había algo más horrible que la muerte. Este vago temor lo llenó de un horror indecible.

Rodolfo continuó:

—Anselmo Duresnel, no irás a presidio…, no subirás al patíbulo…

—¿Qué queréis entonces de mí?… ¿Sois algún demonio salido del infierno para atormentarme?

—Oye… —dijo Rodolfo levantándose con aire de autoridad severa y amenazadora—: tú has abusado criminalmente de tu fuerza… Yo paralizaré tu fuerza… Los más vigorosos temblaban delante de ti… Tú temblarás delante de los más cobardes y débiles… ¡Asesino!… Tú has sepultado en una noche eterna a criaturas del Señor… Las tinieblas de la eternidad empezarán para ti en esta vida… Hoy… Ahora mismo… Tu castigo será igual a tus crímenes… Pero este horrible castigo —añadió Rodolfo con un aire de compasión dolorosa— dejará por lo menos un porvenir sin límites a la expiación de tus crímenes… Yo sería tan delincuente como tú si al castigarte quisiese únicamente satisfacer una venganza, por legítima que fuese… Tu castigo, lejos de ser estéril como la muerte, será fecundo… Lejos de condenarte, te redimirá… Para que no causes más daño, te privo de que puedas contemplar los esplendores de la creación… Te sepulto en una oscuridad impenetrable para que, solo y envuelto en el temeroso recuerdo de tus crímenes, contemples incesantemente su deformidad… Sí…, aislado para siempre del mundo exterior, tendrás que contemplarte a ti mismo…, y entonces tu horrible rostro envilecido por la infamia se cubrirá de rubor…, tu alma corrompida por el crimen sentirá la conmiseración… Todas tus palabras son blasfemias… Y todas tus palabras se convertirán en plegarias que dirigirás al Omnipotente… Eres osado y cruel porque eres fuerte… Y serás manso y humilde porque serás débil… Tu corazón, que jamás ha sentido el arrepentimiento, llorará un día las víctimas de tu ferocidad… Degradaste la inteligencia con que el Señor te había dotado, prostituyéndote al robo y al homicidio y convirtiéndote en bestia salvaje. Pero vendrá un día en que la expiación y los remordimientos hagan recobrar a esa inteligencia su dignidad… Ni aun has respetado lo que respetan las bestias salvajes: ni a la hembra ni a los hijuelos… Después de una larga vida consagrada a la expiación de tus crímenes, tu última plegaria será para pedir a Dios que te conceda la felicidad de morir en los brazos de tu mujer e hijo…

La voz de Rodolfo se conmovió al decir estas palabras.

El Maestro de Escuela no manifestó miedo alguno, porque creyó que su juez había querido aterrarlo antes de llegar a esta última lección moral; y animado por la dulzura del acento de Rodolfo, dijo con una risa grosera e insolente:

—Seamos claros… ¿Estamos aquí adivinando charadas… o dando lección de catecismo…, o qué hacemos?…

Rodolfo no respondió, y dijo al doctor:

—David…, lo que se ha resuelto… ¡Que caiga sobre mí solo el castigo de Dios si no obro con acierto!…

El negro tocó la campanilla.

Entraron dos hombres en la sala.

David les señaló la puerta de un gabinete lateral, a donde hicieron rodar la silla en que el Maestro de Escuela estaba agarrotado, de manera que no podía moverse.

—¡Oh!, ¡queréis matarme ahora!… ¡Piedad!… ¡Piedad!… ¡Misericordia!… —gritó cuando lo llevaban.

—Sujetadle la cabeza y ponedle una mordaza —dijo el negro al entrar en el gabinete.

El Churiador y Rodolfo quedaron solos.

—Señor Rodolfo —dijo el Churiador con voz trémula—, señor Rodolfo, habladme de una vez… Yo tengo miedo… ¿Estoy soñando?… ¿Qué le hacen al Maestro de Escuela? No se oye nada… Y esto me da aún más miedo…

David salió del gabinete, pálido como lo están los negros… Sus labios estaban blancos como el papel.

Los dos hombres sacaron de nuevo a la sala la silla en que estaba atado el Maestro de Escuela.

—Quitadle la mordaza y desatadlo —dijo David.

Siguió a esta orden un momento de espantoso silencio.

Los dos hombres desataron al Maestro de Escuela y le quitaron la mordaza.

Levantóse de repente el bandido: en su cara abominable estaban pintados la rabia, el horror y el espanto. Dio un paso con los brazos tendidos hacia delante, y dejándose caer de nuevo en el sillón, tendió los brazos al cielo y gritó con un acento de indecible angustia y de furor:

—¡Ciego!…

—David, dadle esa cartera —dijo Rodolfo.

El doctor puso una cartera en las manos trémulas del bandido.

—En esa cartera hay bastante dinero para asegurarte un albergue y pan en cualquier sitio retirado, hasta el fin de tus días… Ahora estás libre… Vete… Arrepiéntete…, que el Señor es misericordioso.

—¡Ciego! —repitió el Maestro de Escuela tomando maquinalmente la cartera.

—Abrid las puertas… Que salga —dijo Rodolfo. Y las puertas se abrieron de par en par.

—¡Oh, ciego!…, ¡ciego!… —repitió el bandido fuera de sí.

—Estas libre… Tienes dinero… Márchate.

—¡Marcharme!… Pero… ¿Cómo?… ¡Si no veo! —exclamó el bandido con furor—. Es un crimen espantoso el abusar así de la fuerza…

—¡Es un crimen el abusar de la fuerza! —repitió Rodolfo con voz solemne—. Y tú, ¿qué has hecho de tu fuerza?

—¡Oh!, ¡la muerte!… Sí; ¡hubiera preferido la muerte! —gritó el Maestro de Escuela—. Ahora estoy a la merced de todo el mundo…, de todo tengo miedo… ¡Un niño me vencería en este momento!… ¡Dios mío!…, ¿qué será de mí?

—Tienes dinero…

—Me lo robarán —dijo el bandido.

—¡Te lo robarán!… ¿Entiendes esas palabras que profieres ahora con temor…, tú, consumado ladrón?… Márchate… Vete…

—Por el amor de Dios —dijo con humildad el bandido—, ¡que me acompañe alguno! ¿Qué va a ser de mí por esas calles?… ¡Ah, matadme por piedad!… ¡Matadme!

—No… Un día te arrepentirás.

—¡Jamás!… ¡Nunca me arrepentiré!… —gritó lleno de rabia y desesperación—. ¡Oh, yo me vengaré!… Sí…, ¡me vengaré!…

Y se levantó del sillón con los puños cerrados.

Al primer paso se estremeció.

—¡No…, no…, no podré vengarme…, a pesar de ser tan fuerte!… ¡Ah, qué digno de lástima soy!… ¡Nadie se apiada de mí…, nadie!…

Sería imposible pintar el estupor y el asombro del Churiador durante esta escena terrible. Se vio una expresión de lástima en su rudo semblante, y acercándose a Rodolfo le dijo en voz baja:

—Señor Rodolfo, no llevó más que su merecido…, era un facineroso terrible… También quiso matarme hace poco; pero ahora está ciego y no sabe por dónde ha de ir… Pueden estropearlo por esas calles… ¿Queréis que le lleve a algún sitio en donde pueda estarse quieto por lo menos?

—Sí… —dijo Rodolfo conmovido por este rasgo de generosidad; y tomando la mano del Churiador—: Sí…, acompáñale…

El Churiador se acercó al Maestro de Escuela y le dio una palmada en el hombro.

El bandido se estremeció y dijo con voz sorda:

—¿Quién me toca?

—Yo.

—¿Quién eres tú?

—El Churiador.

—¡Vienes también a vengarte!…

—No sabes cómo has de salir de aquí… Toma mi brazo…, voy a acompañarte.

—¡Quién!…, ¿tú?

—Sí, yo… Ahora me das lástima… Vamos, vente…

—Quieres hacerme una treta, ¿eh?

—No soy cobarde, ya lo sabes…; no me valdré de tu desgracia para ofenderte… Anda, vamos que ya es de día.

—¡De día!… ¡Ah!, ¡ya no veré jamás el día! —exclamó el bandido.

Rodolfo no pudo presenciar por más tiempo esta escena; salió precipitadamente de la sala, seguido de David, e hizo una señal a los criados para que se retirasen.

El Churiador y el Maestro de Escuela quedaron solos.

—¿Es verdad que hay dinero en esta cartera? —dijo el bandido después de un rato de silencio.

—Sí… Yo mismo he puesto en ella cinco mil francos. Con ese dinero ya puedes encontrar posada y vivir el resto de tus días en cualquier sitio… En una aldea, por ejemplo… ¿Quieres que te lleve a casa de la Pelona?

—No, que me robará.

—¿A casa de Brazo Rojo?

—¡Me asesinaría para robarme!

—Entonces, ¿a dónde quieres que te lleve?

—No lo sé… Por fortuna, tú no eres ladrón, Churiador. Toma, escóndeme bien la cartera en el chaleco, porque si la ve la Lechuza me la limpia.

—¿La Lechuza? Allá está en el hospital… Cuando estaba agarrado contigo esta noche, le disloqué una cadera.

—¿Qué ha de ser de mí, Dios mío, con esta cortina negra que tengo delante de los ojos?… Y si en esta cortina negra se me presentan los semblantes pálidos y moribundos de los que…

Estremecióse el bandido y dijo con voz alterada al Churiador:

—¿Murió el hombre de esta noche?

—No.

—Tanto mejor.

Permaneció algunos momentos en silencio, y dando luego un impetuoso salto exclamó enfurecido:

—¡Tú tienes la culpa de todo esto…, tú, Churiador! ¡Ladrón!… A no ser por ti, hubiera despachado a ese hombre y le hubiera robado el dinero… ¡Estoy ciego por causa tuya!… ¡Sí, tú tienes la culpa!…

—Vamos, déjate de eso que no es bueno para la salud… ¿Vienes o no?… Estoy trasnochado y quiero dormir… Mañana tengo que ir al muelle a pelear con mis palos. Si te vienes te llevaré adonde quieras, y después me iré a dormir.

—¡Pero si no sé a dónde ir!… A mi cuarto no me atrevo…, porque sería preciso decir…

—Pues entonces escucha: ¿quieres venirte a mi agujero por uno o dos días?… Tengo unos huéspedes que te gustarán, y como no saben quién eres te darán posada y te cuidarán como a un enfermo… Mira, hay justamente un hombre de San Nicolás, que yo conozco y cuya madre vive en San Amadeo: es mujer bondadosa, pero no está muy sobrada y puede ser que se encargue de cuidarte… ¿Te vienes o no?

—Puedo fiarme de ti, Churiador… No temo que me robes el dinero, porque afortunadamente no eres ladrón.

—¿Y cuando me echabas en cara el no serlo como tú?

—Entonces…, ¿quién podía adivinar?…

—Si entonces te hubiera dado crédito…, a estas horas ya no tendrías dinero.

—Es verdad; pero tú no guardas odio ni rencor… —dijo con mansedumbre el bandido; tú vales mucho más que yo.

—¡Caramba! ¡Ya lo creo! El señor Rodolfo me dijo que tenía corazón y honor.

—Pero, ¿quién es ése?… ¡No es un hombre! —gritó el bandido con furiosa desesperación—. ¡Es un monstruo!…

El Churiador alzó los hombros y dijo:

—Ya vuelves a incomodarte. ¿Nos vamos o no?

—A tu casa, ¿no es verdad, Churiador?

—Sí.

—No me guardas ningún rencor por lo de esta noche… ¿Me lo linas, Churiador?

—Te lo juro.

—¿Y estás seguro de que no murió… ese hombre?

—Estoy seguro.

—Siempre será uno menos —dijo el bandido—. Si se supiera cuántos… ¡Ah!, el viejecito de la calle de Roule…, y la mujer… del canal de San Martín… ¡Sí; ahora no pienso más que en esto!… ¡Ciego, Dios mío!… ¡Ciego! —exclamó en voz alta; y apoyado en el brazo del Churiador, salió de la casa de la calle de las Viudas.

11 marzo

1.18. El enfermero

Rodolfo, salvado de las garras de la muerte por el Churiador, y conducido a la casa de la calle de las Viudas, la cual había explorado la Lechuza antes del asalto del Maestro de Escuela, se hallaba acostado en una habitación bien amueblada. En la chimenea resplandecía un vivísimo fuego, y un quinqué puesto sobre una cómoda derramaba su luz por todo el aposento. Sólo el lecho de Rodolfo estaba en la obscuridad, rodeado de densas cortinas de damasco verde.

Un negro de mediana estatura, de cabello y cejas blancas y con una cinta verde en el ojal del frac azul, tenía en la mano izquierda un reloj de segundos, en el cual fijaba la vista mientras contaba con la derecha los latidos del pulso de Rodolfo.

Miraba el negro a Rodolfo, que estaba dormido, con la expresión más compasiva y afectuosa.

El Churiador, cubierto de harapos y de lodo, e inmóvil al pie de la cama, tenía las manos cruzadas sobre la boca: su barba roja y el pelo color de lino estaban revueltos y empapados en agua, y en sus facciones color de bronce se leía la tierna compasión que le inspiraba la grave situación del enfermo. Apenas se atrevía a respirar y contenía el fatigado aliento. Mas lleno de impaciencia al ver la actitud reflexiva del médico y temiendo un pronóstico funesto, se atrevió a hacer en voz baja esta reflexión sin apartar la vista de Rodolfo:

—¿Quién diría, al verlo tan postrado, que es el mismo que me solfeó tan bien las mandíbulas con aquellos puñetazos de despedida? ¡Ojalá sane pronto, aunque para estirar los miembros y ponerse fuerte tenga que hacer ejercicios sobre mi persona! De este modo, sacudiría los malos humores… ¿No es verdad, señor doctor?

Una ligera seña con la mano fue la única respuesta del negro.

El Churiador volvió a guardar silencio.

—¡La bebida! —dijo el doctor.

Dirigióse al momento de puntillas a la cómoda el Churiador, el cual estaba descalzo, pues había dejado sus zapatos herrados a la puerta del aposento; pero al andar sacaba la rodilla de un modo tan extraño, y eran tales sus contorsiones y piruetas, el arqueo de sus brazos y el alternativo subir y bajar de los hombros, que sólo en tan seria ocasión podía dejar de ser objeto de risa. El infeliz pretendía atraer todo su peso a la parte del cuerpo que no tocaba el suelo. Pero las tablas del piso rechinaban, a pesar del tapiz, a cada paso que daba. Anhelando salir airoso de su servicio y temiendo que se le escapase el frágil frasquillo, lo apretó de tal modo en la mano callosa que lo rompió en pedazos, y la poción se derramó por el suelo.

Quedó inmóvil el Churiador ante tal desastre, con una pierna en el aire, los dedos del pie encogidos, lleno de confusión y mirando alternativamente al doctor y al cuello del frasco que conservaba aún en la mano.

—¡Torpe! —exclamó el negro con impaciencia.

—¡Qué bruto soy! —añadió el Churiador apostrofándose a sí mismo.

—Felizmente te has equivocado —dijo el galeno mirando a la cómoda—: había pedido el otro frasco.

—¿Aquel pequeñito, colorado?

—¿Pues cuál ha de ser, si no hay otro?

Giró el Churiador sobre los talones, conforme a su antigua usanza militar, y deshizo con ellos los pedazos de vidrio que estaban en el suelo. Otros pies más delicados se hubieran llenado de heridas; pero el ex-descargador tenía un par de sandalias naturales tan duras como el casco de un caballo.

—Mira cómo andas, que vas a lastimarte —dijo el médico.

El Churiador no hizo el menor caso de esta amonestación. Absorto en el cumplimiento de su nueva misión, que quería desempeñar airosamente para borrar el efecto de la primera, cogió el frágil pomito entre dos dedos, con un escrúpulo y una delicadeza admirables… Una mariposa no hubiera dejado el menor átomo de sus alas entre el pulgar y el índice del Churiador.

El doctor tembló al pensar que un exceso de precaución podía traer consigo una nueva catástrofe; pero felizmente se salvó el frasquillo. Al volver hacia el lecho, rompió otra vez con los pies los vidrios que había en el suelo.

—Mira que te estropeas, ¡desdichado! —dijo en voz baja el doctor.

El Churiador le miró con sorpresa y repuso:

—¿Me estropeo, señor médico?

—Has pisado ya dos veces esos vidrios.

—No os dé cuidado, señor médico: Tengo las plantas de los pinreles tan duras como una tabla.

—¡Una cucharilla! —dijo el doctor.

Volvió a empezar el Churiador sus evoluciones y llevó al médico lo que le había pedido… Luego que Rodolfo hubo tomado algunas cucharadas de la poción, hizo un ligero movimiento con la cabeza y con las manos.

—¡Bien! —dijo el médico—, salió del letargo. La sangría le ha sacado de peligro.

—¿Está fuera de peligro? ¡Bravo, viva la Constitución! —gritó el Churiador en un acceso de alegría.

—¡Callad, hombre, por Dios; no hagáis ruido! —le dijo el negro.

—Bien está, señor médico; me callaré.

—El pulso se va ordenando… ¡Muy bien!

—¿Y el pobre amigo del señor Rodolfo? ¡Ah!, cuando sepa… Pero por fortuna ya…

—¡Silencio!

—Es verdad, señor médico.

—Vamos, sentaos y callad.

—Pero señor, el…

—Sentaos, os digo. Me incomodáis y distraéis mi atención con andar alrededor de mí. ¡Vamos, sentaos!

—Señor médico, estoy más sucio que un lechón, y mancharía los muebles.

—Entonces sentaos en el suelo.

—Mancharé la alfombra.

—Pues haced lo que os dé la gana; pero os ruego que no os mováis de un sitio —dijo con impaciencia el doctor, y sentándose otra vez en la silla de brazos, apoyó la cabeza en ambas manos.

El Churiador, después de haber discurrido un momento, menos por necesidad que tuviese de descanso que por obedecer al médico, cogió una silla con indecible precaución, la tendió en el suelo con el respaldo sobre la alfombra, muy satisfecho de su invención y con el modesto fin de sentarse en los palos delanteros para no mancharla. Hizo toda esta operación con el esmero más delicado; pero ignoraba por desgracia las leyes de la palanca y de la gravedad; y así es que la silla se rompió, y tendiendo el desventurado los brazos por un movimiento involuntario se llevó tras sí un velador en el cual había un plato, una taza y una tetera.

Dio un salto en la silla el doctor y se levantó de repente al oír el estrepitoso ruido, al paso que Rodolfo despertó sobresaltado, se incorporó en la cama, miró alrededor de sí y dijo con inquietud en voz alta:

—¡Murph!, ¿dónde está Murph?

—Sosiéguese V. A. R. —dijo respetuosamente el negro—. Da muchas esperanzas de vida.

—¿Está herido? —gritó Rodolfo.

—¡Ah!, sí, señor.

—¿Dónde está?… Quiero verlo…

Intentó levantarse; pero volvió a caer postrado y vencido por el agudo dolor de las contusiones, agravado por el esfuerzo que hizo en ese momento.

—Deseo ver a Murph. Llevadme junto a él, ya que no puedo moverme —volvió a gritar Rodolfo.

—Señor, está reposando, y no sería prudente causarle una emoción violenta.

—¡Ah, me engañáis! ¡Ha muerto!… ¡Ha muerto asesinado!… ¡Santo Dios!… ¡Y he sido yo la causa de su muerte! —gritó con acerbo dolor, levantando las manos al cielo.

—S. A. R. sabe que no soy capaz de mentir… Aseguro a V. A. por mi honor que el señor Murph vive… Y aunque está gravemente herido, hay casi una certeza de poder salvarlo.

—Queréis prepararme para alguna noticia funesta… Su situación es sin duda desesperada.

—Señor…

—Sí, estoy seguro… Me engañáis… Quiero verle ahora mismo… La presencia de un amigo es siempre saludable…

—Os ruego que me creáis, señor: os afirmo por mi honor que el señor Murph estará pronto sano; a menos que no sobrevenga algún accidente inesperado.

—¿Podré creeros...? ¿Es cierto lo que decís, mi querido David?

—Sí, creedme, señor.

—Pues bien: sabéis la consideración en que os tengo y la confianza que os he dispensado desde que estáis en mi casa… Pero, escuchad: si fuese necesaria una junta, una consulta…

—Ése ha sido mi primer pensamiento; mas ahora estoy seguro de que sería del todo inútil… Y además no he querido introducir en la casa gente extraña antes de saber si vuestras órdenes de ayer…

—Pero, ¿cómo ha sido todo esto? —dijo Rodolfo interrumpiendo al negro—. ¿Quién me ha sacado del subterráneo en donde me estaba ahogando ayer?… Tengo una idea confusa de haber oído la voz del Churiador. ¿Me habré engañado?

—No, monseñor; ese mozo puede informaros de todo, porque fue el autor de vuestra salvación.

—¿Dónde está?

El doctor miró a uno y otro lado para llamar al improvisado enfermero, que confuso y avergonzado de su caída se había escondido detrás de las colgaduras de la cama.

—Aquí está —dijo el médico—; no se atreve a presentarse.

—Acércate; ven acá sin recelo, amigo mío —dijo Rodolfo alargando la mano a su salvador.

La confusión del pasmado Churiador era tanto mayor, porque acababa de oír que el médico daba a Rodolfo los tratamientos de Monseñor y de V. A.

—Vamos, acércate; ¡dame la mano! —repitió Rodolfo.

—Perdonad, señor…, no; señor, no; yo quería decir monseñor…, su alteza…, pero…

—Llámame señor Rodolfo, como siempre… Quiero más bien que me trates así.

—También a mí me gustaría más, porque se me va la boca para… Pero mi mano, perdonad…; he hecho hoy tantas cosas con ella…

—¡Qué importa! Venga la mano.

Vencido por las instancias del enfermo, alargó con timidez la mano, y Rodolfo se la apretó cordialmente.

—Vamos a ver; siéntate y cuéntame todo… ¿Cómo has dado con la cueva?… ¿Y el Maestro de Escuela?

—Está aquí, bien amarrado —dijo el negro.

—Bien amarrados, por cierto, así él como la Lechuza. ¡Qué muecas harán! Vaya, a estas horas deben de haberse puesto de ropa de pascuas el uno al otro.

—¿Y Murph? ¡Ah!, cuánto me acuerdo de él… ¿David, en dónde recibió la herida?

—En el lado derecho, señor, y por fortuna sobre una costilla falsa.

—¡Oh, es preciso tomar una venganza terrible!… ¡David, cuento con vos!…

—Ya lo sabéis, señor; os tengo consagrada mi existencia —repuso el negro con fría calma.

—Pero tú, querido mío, ¿cómo has llegado aquí tan oportunamente? —dijo Rodolfo al Churiador.

—Si gustáis monseñ… no, señor…, alteza Rodolfo…, empezaré por el principio.

—Que me place: empieza ya; pero cuidado, llámame señor Rodolfo no más.

—Bien está… Pues, señor Rodolfo, como digo, ya os acordáis de que ayer tarde, volviendo del campo a donde habíais ido con la Cantaora, me dijisteis: «Procura ver al Maestro de Escuela en la Cité y decirle que sabes dónde se puede dar un buen golpe, pero que no quieres tomar parte en él. Bríndale con tu lugar, y si lo toma, que se presente mañana (esta mañana) en la barrera de Bercy, junto al Canastillo Florido, que allí se encontrará con la persona que ha preparado el negocio».

—¿Y luego?

—Y luego, nada más dejaros me fui a la Cité… Entré en casa de la Pelona y no estaba allí el Maestro de Escuela. Subí por la calle de San Eloy, pasé por la de Fèves, por la de la Ropería Vieja… Ni por pienso… Por fin, al llegar al atrio de Nuestra Señora lo vi con la bruja de la Lechuza en la tienda de un sastrezuelo revendedor, alcahuete y ladrón, todo en una pieza. Estaban comprando algunas cosas de lance, sin duda con el dinero que habían robado al señor alto que os andaba buscando. La Lechuza ajustaba un chal encarnado… ¡Bruja del demonio!… Desembuché mi cuento al Maestro de Escuela, y me dijo que le tenía cuenta y que no faltaría a la cita. «¡Hecho!», dije para mí… Esta mañana he venido aquí a deciros lo que había, según me ordenasteis ayer cuando me dijisteis: «Pues bien, vuelve mañana antes del amanecer; pasarás el día en la casa; y por la noche…verás algo nuevo». Nada más añadisteis; pero yo comprendí bien, porque a buenos entendedores… Dije yo entonces para mí: «Ésta es una trampa que le arman al Maestro de Escuela… Maldito lo que me importa. Es un bribón redomado… Asesinó al boyero, y aun dicen que a otra persona en la calle de Roule… Redomado».

—Mi falta estuvo en no decírtelo todo… Acaso no hubiera sucedido este desastre.

—Ésa es cuenta vuestra, señor Rodolfo. Lo que a mí me importaba era serviros… porque, en una palabra, yo no sé cómo es, pero os tengo un aquél, una inclinación tan grande, que… Hablemos de otra cosa. Pues, señor, como iba contando, dije acá para mí: «El señor Rodolfo me paga el tiempo; luego, mi tiempo le pertenece y debo emplearlo en su servicio…» Esta reflexión dio pie a otra idea, y me volví a decir: «El Maestro de Escuela es muy lagarto, va a sospechar que le arman una zancadilla… Es verdad que el señor Rodolfo le propondrá mañana el negocio; pero el bribón es capaz de venir hoy por aquí a reconocer el sitio, y si desconfía del señor Rodolfo traerá otro consigo y dará hoy mismo el golpe por su cuenta. Por si acaso me esconderé por ahí en algún sitio, desde donde pueda ver los muros y la puerta del jardín, que otra no tiene… Si hubiera un rincón donde meterme… Aunque llueve, pasaría en él todo el día; y sobre todo la noche; y mañana de madrugada, iría a ver al señor Rodolfo». Volví pues a la calle de las Viudas para agazaparme por allí. Pero, ¿qué es lo que veo? Nada menos que una tabernilla a diez pasos de vuestra puerta… Me instalo en la buena de la taberna, cerca de una ventana, pido un azumbre de vino y un cuarterón de nueces, y digo que estoy esperando a un amigo jorobado y a una mujer alta, con lo cual me pareció que nadie maliciaría. En seguida me puse a mirar hacia vuestra puerta… ¡Santa Bárbara, cómo caía el agua!, parecía un diluvio. No pasaba un alma y la noche se venía encima.

—Pero, ¿cómo has entrado en mi casa? —preguntó Rodolfo interrumpiéndole.

—Me habíais dicho, señor Rodolfo, que volviese al día siguiente por la mañana, y no quise venir antes por no parecer entrometido… Pues como iba diciendo, estaba a la ventana echando mis tragos y comiendo mis nueces, cuando allá por entre la niebla veo aparecer a la Lechuza con el mono de Brazo Rojo, es decir, con el Cojuelo por otro nombre. ¡Hola!, dije para mí… Ya viene el nublado… ¡Ahora sí que aprieta! En efecto, el Cojuelo se metió como un topo en una de las zanjas que hay enfrente de vuestra casa, como para abrigarse del aguacero… La Lechuza se quitó la marmota, la metió en la faltriquera y llamó a la puerta. ¿Quién os parece que vino a abrirla? Vuestro amigo Murph en persona, señor Rodolfo. En esto, la tuerta empezó a estirar los brazos y a hacer aspavientos, y entró corriendo en el jardín. Yo estaba en ascuas y me daba al diablo porque no podía adivinar lo que quería hacer la Lechuza… Por último volvió a salir, se puso el gorrete, dijo dos palabras al Cojuelo, que se quedó en el agujero, y tomó las de Villadiego… ¡Alto aquí!, me dije: «Vamos echando cuentas… El Cojuelo ha venido con la Lechuza; luego, el Maestro de Escuela y el señor Rodolfo se quedaron en la taberna de Brazo Rojo. La Lechuza vino a reconocer la casa; luego, no hay duda de que dan el golpe esta misma noche. Si lo dan esta misma noche, cayó en el garlito el señor Rodolfo, que piensa que no habrá nada hasta mañana. Si el señor Rodolfo cayó en el garlito, tengo que ir a casa de Brazo Rojo para ver cómo anda el negocio… Sí, pero si mientras tanto llega el Maestro de Escuela…, no hay duda… Pues bien, entonces voy a entrar en la casa para decir al señor Murph que abra bien los ojos… Pero el diablo del Cojuelo está cerca de la puerta, y si me ve y me oye llamar avisará a la Lechuza, y entonces todo se lo lleva la trampa… Además de que puede ser que el señor Rodolfo haya arreglado de otro modo el negocio para esta noche…» ¡Rayos!, no sabía qué hacer; mi cabeza parecía un horno con tanto discurrir y no veía más que fuego. Por último, me dije: voy a salir, que estando fuera discurriré mejor. En efecto, discurrí. ¿Qué hago? Voy y me quito la blusa y la corbata, me acerco a la cueva del Cojuelo, lo agarro por el pellejo de la espalda y por más que chilla, y pernea, y me araña y me muerde, lo envuelvo en la blusa, lo ato por un lado con las mangas y con la corbata por otro, dejándole modo de respirar, y con el fardo debajo del brazo me dirijo al muro bajo de un jardín que allí cerca estaba; echo el Cojuelo a volar y va a dar consigo allá entre unas coles. ¡Cómo gruñía!, parecía un lechón; pero con el viento y la lluvia, a dos pasos de distancia no se le oía más que si estuviera muerto. Hecho esto, me escabullo como puedo y me subo a uno de los árboles altos que hay enfrente de vuestra puerta, sobre la misma zanja en que había estado el Cojuelo. Al cabo de diez minutos oí pasos. Llovía a todo llover y la noche estaba como boca de lobo… Apliqué el oído y, ¿quién pensáis que era?… La Lechuza.

—«¡Cojuelo!… ¡Cojuelo!…» —llamó en voz baja—. «Está lloviendo a cántaros, y el demonio del escarabajo se habrá cansado de esperar» —dijo enfurecido el Maestro de Escuela—. «¡Si me cae en las uñas lo desuello vivo!». —«¡Anda con cuidado, amoroso!» —dijo la Lechuza—. «Puede ser que haya ido a darnos algún aviso. ¿Y si todo esto fuese una trampa para cogernos?… El otro no quería dar el golpe hasta las diez…». —«Pues, por eso mismo» —repuso el Maestro de Escuela—. «No son más que las siete. Tú has visto el dinero, ¿no es verdad?… —Quien no se aventura, no pasa la mar. Dame la ganzúa y la lima sorda».

—¿Llevaban esos instrumentos? —preguntó Rodolfo, admirado.

—Venían de casa de Brazo Rojo, que la tiene llena de todo lo necesario… La puerta se abrió en un instante… «Quédate ahí —dijo el Maestro de Escuela a la Lechuza—: cuidado con oír algo». «Pon el puñal en un ojal del chaleco para tenerlo más a mano» —dijo la tuerta; y el Maestro de Escuela entró en el jardín, Al ver esto me bajo del árbol, corro hacia la Lechuza, la atolondro con dos puñetazos… Me precipito al jardín; pero, ¡demonios!… Era demasiado tarde.

—¡Pobre Murph!

—Se revolcaba con el Maestro de Escuela en la escalerilla de la entrada, y aunque estaba herido se mantenía firme sin pedir socorro. Entonces me dije: «¡Qué hombre tan leal! es como los perros de casta: mucho colmillo y poco ladrar…» Y en esto, me echo sobre los dos y agarro al Maestro de Escuela por el gañote, única parte disponible por el momento. ¡Viva la Constitución! ¡Soy yo, el Churiador! ¡Somos dos, señor Murph! —«¡Ah, ladrón!, ¿de dónde sales tú?» —me gritó el Maestro de Escuela, espantado—. «¡Déjate de preguntas!» —le respondí apretándole una pierna con mis rodillas y agarrándole de firme un brazo… Era el bueno…, el del puñal… «¿Y el señor Rodolfo?» —me preguntó el señor Murph, sin dejar por eso de ayudarme en la faena.

—¡Amigo fiel, hombre valeroso! —exclamó Rodolfo.

—«Nada sé de él —le respondí—. Puede ser que lo haya matado este perillán…». Y cargué de nuevo sobre el Maestro de Escuela, que quería llegarme con el puñal; pero como yo estaba echado de pechos sobre su brazo y sólo tenía libre la muñeca, no pudo tocarme el bulto. —«¿Estáis solo?» —pregunté al señor Murph sin dejar de pelear con el Maestro de Escuela—. «Hay gente cerca, pero no me oirían gritar» —me respondió—. «¿Están lejos?». —«Diez minutos». —«Gritemos, pidamos socorro por si pasa alguno que nos oiga». —«Eso no (me replicó); ya que le tenemos aquí, no debemos consentir que nadie se lo lleve… Me siento desfallecer… Estoy herido…». —«¿Qué rayo hacemos entonces? Corred a buscar socorro, si tenéis ánimo. Yo procuraré sujetarlo». En esto, se marcha el señor Murph y yo me quedo solo con el Maestro de Escuela. ¡Cáspita! no es por alabarme, pero hubo momentos en que no estaba a mi gusto… Estábamos medio en el suelo y medio en el último paso de la escalera… Yo tenía abrazado por el pescuezo al ladrón… Y mi cara contra la suya… El bandido bufaba como un buey y rechinaba los dientes… La noche estaba como la pez… La lluvia caía a mares… La lámpara que había quedado en la entrada nos daba alguna luz. Yo le había enlazado una pierna con las mías… Pero como tiene los riñones tan fuertes, se levantaba conmigo a más de una cuarta del suelo. Quería morderme, pero no podía. Jamás he tenido tanto vigor. ¡Caramba!, me saltaba el corazón… Advertí que me hallaba en el caso del que se agarra a un perro rabioso para que no muerda a la gente… —«Si me dejas escapar no te haré daño ninguno», me dijo el Maestro de Escuela con voz sofocada—. «¡Ah, cobarde! —le repliqué—: Luego, toda tu valentía consiste en tu fuerza, y no hubieras asesinado al boyero de Poisy si hubiera sido tan fuerte como yo, por lo menos, ¿eh?». —«No. Pero te voy a matar como a él»—. Y al decir esto, dio un respingo tan violento apretando al mismo tiempo las piernas, que casi me puso por debajo… Si entonces no le hubiera sujetado bien el brazo del puñal…, adiós mundo para mí… Como en aquel momento tenía en falso el brazo izquierdo, aflojé los dedos… y todo se lo llevaba la trampa… Entonces me dije: «Yo estoy debajo y él está encima, y va a matarme. Pero no importa; no le envidio la fortuna… El señor Rodolfo me ha dicho que tenía corazón y honor… Ahora sé que es verdad…» Estando en esto, descubro a la Lechuza de pie junto a la escalera, con su ojo redondo y su chal encarnado… La bruja me parecía una pesadilla… —«Finura —gritó el Maestro de Escuela—, mira que se me cayó por ahí el puñal. Búscalo… por ahí…, debajo de él…, y dale de firme entre las paletillas… ¿Entiendes?… Dale firme». —«Bueno, bueno, palomo; aguarda un poco». Y la Lechuza empezó a buscar y buscar alrededor de nosotros: parecía un pájaro viejo de mal agüero… Por fin vio el puñal y estaba para arrojarse a él…, cuando en este medio tiempo, yo, que estaba panza abajo, le arreo una patada con el talón en el estómago y la mando a volar por el aire; pero al instante volvió sobre mí con un refunfuño que daba miedo. Aunque ya no podía más, me mantenía aún agarrado al Maestro de Escuela; pero me daba por debajo unos puñetazos tan fuertes en la cara, que iba a dejarlo todo, cuando aparecen tres o cuatro hombres armados en el descanso de la escalera, y con ellos el señor Murph, descolorido y arrimado al señor médico. Atrapan al Maestro de Escuela y a la Lechuza y los trincan con fino talento y urbanidad… «Vamos a otra cosa», me dije. ¿Y el señor Rodolfo?… Salto sobre la Lechuza y, acordándome del diente de la pobre Cantaora, la cojo por un brazo y se lo retuerzo diciéndole: —«¿Dónde está el señor Rodolfo?». No me respondía palabra, mas a la segunda vuelta que di al torno me gritó—: «En casa de Brazo Rojo, en la cueva, en el Corazón Sangriento…». Bueno, dije yo… Al paso quise recoger al Cojuelo entre las coles, porque era mi camino… Busco y rebusco y no encuentro nada más que mi blusa, que había rasgado con los dientes. Llego al Corazón Sangriento, échome al pescuezo de Brazo Rojo… «¿Dónde está el mozo que ha venido aquí esta noche con el Maestro de Escuela?». —«No me aprietes tanto, que ya te lo diré: han querido pegarle un chasco y está metido en esa bodega que voy a abrir». Bajamos a la cueva… Nada…, ni una alma. —«Puede ser que haya salido mientras estuve de espaldas a la trampa —dijo Brazo Rojo—; ya ves que no está aquí». Ya me volvía muy triste, cuando a la luz de la linterna descubro otra puerta en el fondo de la cueva. Arrójome a ella, tiro hacia mí y recibo como si dijéramos una hisopada en el hocico… Os veo con los brazos fuera del agua, os pesco, os echo sobre mis costillas y os traigo aquí después de ver que no había quien fuese a buscar un coche. Esto pasó, señor Rodolfo… Y a la verdad, no es por alabarme, pero estoy contento con la cosa hecha.

—Querido mío, te debo la vida… Es una deuda que pagaré: vive seguro. David, ¿queréis ir a ver cómo está Murph? Volved al punto a informarme —dijo Rodolfo.

El negro salió del aposento.

—¿Sabéis dónde está el Maestro de Escuela, amigo mío?

—En la sala baja con la Lechuza. ¿Queréis llamar a la guardia, señor Rodolfo?

—No.

—¿Tenéis ánimo de soltarlos?… ¡Ah, señor Rodolfo!, no os andéis con generosidades… Os digo y os repito que es un perro rabioso… Andad con cuidado…

—¡No morderá más a nadie…, pierde cuidado!

—¿Queréis encerrarlo en alguna parte?

—No… Dentro de media hora saldrá de aquí.

—¿El Maestro de Escuela?

—Sí.

—¿Sin gendarmes?

—Sí.

—¿Saldrá de aquí… libre?

—Saldrá libre.

—¿Y solo?

—Solo.

—¿Pero irá…?

—Adonde quiera… —dijo Rodolfo interrumpiendo al Churiador con una sonrisa siniestra.

El negro volvió a entrar en el aposento.

—¿Cómo está Murph, David?

—Durmiendo, monseñor —dijo con tristeza el médico—. La respiración está algo oprimida.

—Sigue estando en peligro, ¿verdad?

—Su estado es bastante grave, monseñor… Pero debemos esperar…

—¡Ah, Murph!…, ¡querido Murph!… ¡Venganza!… ¡Venganza!… —gritó Rodolfo con un furor concentrado. Y luego añadió—: David…, una palabra…

Y habló en voz baja al oído del negro.

Éste se estremeció.

—¿Tembláis? —le dijo Rodolfo—. Tiempo ha que sabéis mi intención… Ha llegado el momento de realizarla.

—No tiemblo, monseñor… Esa idea encierra una completa reforma penal digna del estudio de los mejores casuistas de derecho criminal; porque esa pena sería… terrible…, eficaz…, y produciría las más de las veces el arrepentimiento… En este caso es aplicable. Sin enumerar los crímenes que echarían a presidio perpetuo a ese bandido…; ha cometido tres asesinatos: el boyero, Murph y vos… Es de justicia.

—Y aún después le quedará un campo…, un horizonte sin límites para la expiación… —añadió Rodolfo. Después de un momento de silencio, continuó—: ¿Le bastarán cinco mil francos, David?

—Sí, monseñor.

—Querido mío —dijo Rodolfo al Churiador, que estaba asombrado—, tengo que hablar a solas con el señor. En el cuarto inmediato, sobre el escritorio, hallarás una cartera encarnada; saca de ella cinco billetes de a mil francos y tráemelos…

—¿Para quién son esos cinco mil francos? —dijo involuntariamente el Churiador.

—Para el Maestro de Escuela… Y al mismo tiempo dirás que le traigan aquí.

10 marzo

1.17. La cueva

Rodolfo quedó sin sentido ni movimiento al pie de la escalera del subterráneo: tan violenta y repentina había sido la horrible caída. El Maestro de Escuela le arrastró hasta la entrada de otra cueva mucho más profunda, le arrojó en ella y la cerró corriendo los cerrojos de una puerta maciza forrada con barras de hierro. Subió en seguida para cometer un robo, o acaso un asesinato, en la calle de las Viudas.

Volvió en sí Rodolfo al cabo de una hora y se halló tendido sobre tierra y rodeado de densas tinieblas. Antes de levantarse alargó la mano para reconocer los objetos que había alrededor y tocó los peldaños de una escalera de piedra, mas habiendo sentido en los pies una viva impresión de frío, acudió también a reconocer la causa y comprobó que los tenía metidos en un charco.

Hizo un esfuerzo violento para levantarse del suelo, y consiguió sentarse en el último peldaño de la escalera. Disipóse poco a poco su aturdimiento; por fortuna, ninguno de sus miembros se había fracturado. Se puso a escuchar, pero nada oyó… Nada más que un ruido sordo y continuo, cuya causa no pudo adivinar en ese momento.

Al paso que iba recobrando los sentidos se agolpaban en su memoria las circunstancias de la sorpresa de que había sido víctima, y estaba ya para combinar todos los recuerdos de aquel accidente, cuando percibió de nuevo que tenía los pies en el agua. Inclinóse otra vez y notó que el agua le subía ya hasta el tobillo.

Entonces comprendió la causa de aquel ruido sordo que no había dejado de oír en el profundo silencio de la cueva… El agua había empezado a inundar el subterráneo. La creciente del Sena era extraordinaria y la cueva se hallaba más baja que el nivel del río.

Este peligro despertó completamente a Rodolfo de su letargo; subió como un relámpago a lo más alto de la escalera. En el último paso tropezó con una puerta cerrada que en vano intentó abrir.

En situación tan desesperada, la primera voz que articuló fue para llamar a Murph.

—Si nadie le previene, ese monstruo le asesinará… Y será por mi culpa; ¡yo seré la causa de su muerte!… ¡Pobre Murph!

Esta idea cruel llevó a su colmo la exasperación de Rodolfo. Apoyado con los pies en el segundo escalón, encorvado el cuerpo y asido a la puerta con las manos, hizo esfuerzos prodigiosos sin lograr que se moviera… Bajó otra vez a la cueva para buscar algún madero que sirviese de palanca, y en el penúltimo escalón pisó dos o tres cuerpos redondos y elásticos que se movían debajo de sus pies: ratones que el agua había expulsado de sus agujeros. Después de haber recorrido a tientas toda la caverna sin poder hallar ningún objeto que sirviese a su designio, volvió a subir lentamente la escalera, sumergido en la más profunda desesperación.

Contó los escalones, que eran trece, de los cuales tres ya estaban sumergidos.

¡Trece!… Hay ocasiones en que el ánimo más firme se deja dominar por ideas supersticiosas, y Rodolfo consideró este número como un funesto presagio. La suerte posible de Murph volvió a asaltar su imaginación. Buscó alguna abertura entre el suelo y la puerta, pero la humedad había hinchado de tal modo la madera que estaba herméticamente unida al suelo.

Rodolfo gritó con todo su aliento por ver si su voz llegaba a los huéspedes de la taberna: en seguida se puso a escuchar; pero nada oyó, más que el mismo ruido débil y continuo del agua que llenaba la cueva por momentos.

Sentóse de espaldas a la puerta, fatigado y rendido, y lloró por su amigo cuya vida peligraba acaso en aquel momento ante un puñal asesino. Se arrepintió de sus proyectos temerarios, por más generoso que hubiese sido el motivo. Desgarrábale el corazón la memoria de los servicios y de la fiel adhesión de Murph; de aquel amigo leal, que aunque rico y colmado de honores había abandonado a una esposa y a un hijo queridos para auxiliarle en la temeraria expiación que había resuelto imponerse.

De pie junto a la puerta, tocaba con la cabeza a lo alto de la bóveda. El agua crecía sin cesar… Sólo quedaban libres cinco escalones, y podía calcular el tiempo que debía durar su agonía. Era una muerte lenta, muda y espantosa. Acordándose de la pistola que llevaba consigo, determinó dispararla contra la puerta a quemarropa por ver si conseguía moverla… Buscó el arma, pero no la encontró pues la había perdido durante su breve lucha con el Maestro de Escuela. Rodolfo hubiera esperado con serenidad la muerte, a no tener fijo su pensamiento en la suerte de Murph. Si había cometido algunas acciones reprensibles, Dios era testigo del bien que había hecho y sabía también el que se proponía hacer aún. Sin quejarse del fallo supremo, veía en su destino el justo castigo de una acción criminal que aún no había expiado…

Un nuevo suplicio vino a poner a prueba su resignación. Los ratones, arrojados por el agua de sus madrigueras, fueron subiendo de escalón en escalón, porque no hallaban por dónde salir, y asaltaron las ropas de Rodolfo, quien experimentó horror al sentir por su cuerpo las patas heladas de los roedores… Quiso arrojarlos de sí, pero le mordieron y ensangrentaron las manos. Volvió a gritar; pero nadie le oyó… Dentro de pocos instantes no podría articular una sola voz. El agua le llegaba ya al pescuezo y muy pronto le cubriría la boca.

El aire empezaba a faltar y Rodolfo sintió los primeros síntomas de la asfixia: latían con violencia las arterias de sus sienes, desvanecíasele la cabeza y se acercaba el instante de morir… El agua entró en sus oídos con funeral ruido y todo empezó a girar alrededor de él. El último destello de su razón iba a oscurecerse, cuando oyó a la puerta de la cueva pasos precipitados y el sonido de una voz.

La esperanza reanimó su espíritu desfallecido, y reponiéndose con enérgica reacción del ánimo, pudo oír distintamente estas palabras:

—Ya lo ves, aquí no hay nadie.

—¡Rayos…, es verdad! —exclamó con triste voz el Churiador.

Y los pasos se alejaron.

Rodolfo, sin fuerzas ya ni sentido, no pudo sostenerse y resbaló por la escalera.

Abrióse de repente la puerta hacia fuera, y el agua del subterráneo salió por ella como por la compuerta de una esclusa. El Churiador, que había vuelto atrás (luego diremos por qué), cogió por los brazos a Rodolfo, quien tendido y medio ahogado se mecía con un movimiento convulsivo en el umbral de la puerta.

09 marzo

1.16. El corazón sangriento

Después de haber respondido el dueño de la taberna subterránea a la señal del Maestro de Escuela, salió a recibirle con urbanidad al umbral de la puerta.

Este personaje, a quien Rodolfo había buscado en la Cité y a quien no conocía aún bajo su verdadero nombre, o por mejor decir, bajo su nombre habitual, era Brazo Rojo.

Era flaco, débil y apocado, rayaba en los cincuenta, y su fisonomía tenía la expresión y la figura de la garduña y del ratón: la nariz puntiaguda, la barba saliente, los juanetes abultados y unos ojos pequeños, negros, vivos y penetrantes le conferían una expresión indescriptible de astucia, de sutileza y de inteligencia. Una vieja peluca rubia, o más bien amarilla como su tez biliosa, colocada desde lo alto del cogote hasta la frente, dejaba descubierta una nuca sucia y mugrienta. Vestía chaqueta y un delantal largo y grasiento, como los que usan los criados de figón.

Apenas habían acabado de bajar la escalera los tres huéspedes, cuando un niño de diez años a lo más, raquítico, cojo y algo jorobado se puso al lado de Brazo Rojo, a quien se parecía tanto que nadie podría dudar que era hijo suyo.

Tenía el mismo mirar penetrante y astuto, con ese aire desvergonzado e insolente que distingue al pillo de París; tipo de la depravación precoz, y verdadero ratón de gurapas, como se dice en el horrible idioma de las prisiones. Una mata de cabellos pajizos, duros y tiesos como la crin de un caballo, cubría la mitad de su frente. Un pantalón castaño y una blusa gris ceñida con una correa completaban el traje del Cojuelo, así llamado a causa de la imperfección de sus miembros. Estaba al lado de su padre sobre una pierna, como un esparaván cojo a la orilla de una laguna.

—Justamente, aquí está nuestro perdiguero —dijo el Maestro de Escuela a la tuerta—. Finurita, el tiempo corre y la noche se viene encima… Aprovechemos lo que hay de día.

—Tienes razón, palomo… Voy a pedir el cachorrillo a su padre.

—Buenas tardes, amigo —dijo Brazo Rojo con voz de falsete, áspera y aguda, dirigiéndose al Maestro de Escuela—. ¿En qué puedo servirte?

—En que vas a prestar a mi mujer tu cachorro por un cuarto de hora: ha perdido ahí cerca una cosa y quiere que le ayude a buscarla.

Guiñó el ojo Brazo Rojo, hizo una seña de inteligencia al Maestro de Escuela y dijo a su hijo:

—Cojuelo… Sigue a la señora.

El odioso niño se fue cojeando a tomar la mano de la tuerta.

—¡Amor de los amores de mi alma!… ¡Éste sí que es un niño guapo y listo como la pólvora! —exclamó la vieja—. ¡Suerte como la vuestra, Brazo Rojo!… ¡Ay! ¡Qué diferente de mi Chillona! Siempre le daba mal de corazón cuando se acercaba a mí… ¡Denguera del diablo!

—Vamos, Finura, despacha pronto… Ojo alerta…, que aquí te espero.

—No tardaré mucho… Cojuelo, anda delante.

Y la tuerta y el niño subieron la sucia escalera.

—Finura, llévate el paraguas —gritó el bandido.

—No, así voy más desembarazada —respondió la vieja, y desapareció con el Cojuelo en medio de los vapores del crepúsculo y el triste susurro del viento en los corpulentos olmos de los Campos Elíseos.

—Entremos —dijo Rodolfo.

Y tuvo que inclinarse para pasar por la puerta de la taberna. Se dividía ésta en dos salas. En una de ellas había un tablero y una mala mesa de billar, y en la otra algunas mesas y sillas que en otro tiempo habían sido pintadas de verde. Dos ventanas estrechas, con los vidrios hendidos y cubiertos de telarañas, daban a las piezas una luz opaca que apenas dejaba ver el musgo verde y húmedo de las paredes.

Mientras Rodolfo permaneció solo un minuto, Brazo Rojo y el Maestro de Escuela intercambiaron algunas palabras y se hicieron señas misteriosas.

—Beberéis un vaso de cerveza o de aguardiente mientras llega mi Lechuza… —le dijo el Maestro de Escuela.

—No…, no tengo sed.

—Cada loco con su tema… Yo tomaré una copita de aguardiente —repuso el bandido; y se sentó a una mesita verde de la segunda sala.

La obscuridad había aumentado de tal suerte, que era ya casi imposible ver en el ángulo de la segunda sala la entrada de una cueva o subterráneo, adonde se bajaba por una trampilla de dos medias puertas, una de las cuales estaba siempre abierta para la comodidad del servicio. La mesa en la que se instaló el Maestro de Escuela estaba inmediata a esta caverna negra y profunda, y como la tenía a la espalda la ocultaba enteramente de la vista de Rodolfo.

Asomado éste a una ventana procuraba disimular su inquietud, y no se creía enteramente seguro con haber visto a Murph cruzar al gran trote la calle de las Viudas; temía que el digno squire no hubiese comprendido la significación del lacónico billete, que no contenía más que estas palabras:

«Esta noche a las diez. ¡Cuidado!».

Resuelto a no ir a la calle de las Viudas antes de la hora señalada ni a separarse del Maestro de Escuela, temblaba sin embargo al considerar que podía escapársele la ocasión de poseer los secretos que anhelaba. Aunque era vigoroso y estaba bien armado, tenía que habérselas con un asesino capaz de todo, y más terrible aún por su extraordinaria sagacidad… A fin de disimular el pensamiento que le agitaba, se sentó a la mesa del Maestro de Escuela y pidió un vaso por mero cumplimiento.

Brazo Rojo, después de haber dicho al bandido algunas palabras en voz baja, se puso a mirar a Rodolfo con un aire de extraña curiosidad, sardónico y desconfiado.

—Soy de opinión, mocito —dijo el Maestro de Escuela—, que si mi mujer nos dice que están en casa las personas a quienes deseamos ver, podremos hacerles nuestra visita a eso de las ocho.

—Eso sería adelantarse dos horas —repuso Rodolfo— y lo llevarían a mal.

—¿Lo creéis así?

—Estoy bien persuadido.

—Entre amigos no debería haber esa etiqueta.

—Los conozco muy bien, y os repito que no debemos ir antes de las diez.

—Parece que sois algo terco, mozalbete.

—He dicho mi parecer y no me moveré de aquí hasta que den las diez.

—No hay inconveniente; yo cierro mi establecimiento a media noche —dijo Brazo Rojo con voz femenil y chillona—. Es precisamente cuando empiezan a concurrir mis mejores parroquianos… Jamás se quejan los vecinos del ruido en mi casa.

—Ya veo que es preciso avenirse a vuestros deseos, mozuelo —dijo el Maestro de Escuela—. Vaya, no haremos nuestra visita hasta las diez.

—¡Ah, está la Lechuza! —exclamó Brazo Rojo en ademán de escuchar y respondiendo con un grito parecido al que había dado el Maestro de Escuela antes de bajar al subterráneo.

Un momento después entró sola la Lechuza en la sala del billar.

—Todo queda listo, palomo mío… ¡Cayeron en el garlito! —dijo la Lechuza al entrar.

Brazo Rojo se retiró discretamente y sin preguntar por el Cojuelo, a quien no esperaba todavía. La tuerta se sentó enfrente de Rodolfo y del bandido.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó el Maestro de Escuela.

—Por lo visto, este mozo ha dicho verdad.

—¡Ya lo veis! —interrumpió Rodolfo.

—Dejad que se explique. Vamos, Finura, ¿qué hay?

—Llegué al número 17, dejando en acecho al Cojuelo en un hoyo de la calle… Aún era de día. Llamé a una puertecita que tenía los goznes por el lado de fuera y dos pulgadas de claro sobre el umbral. Volví a llamar y me abrieron; pero antes de llamar tuve buen cuidado de meter mi marmota en la faltriquera, a fin de que me tuviesen por una vecina de la misma calle. En cuanto vi al portero me puse a lloriquear con todas mis fuerzas, me quejaba por haber perdido mi periquito, mi animalito querido, el lorito de mi corazón… Le dije que vivía en la calle de Marbœuf; andaba buscando mi loro de jardín en jardín; le pedí que me dejase entrar para ver si podía hallarlo.

—¡Diantre! —exclamó el Maestro de Escuela con un aire de orgullosa satisfacción—: ¡Vale el mundo todo esta mujer!

—¡Por cierto que sí! —dijo Rodolfo—. Pero veamos… ¿Y después?

—¿Después...? El portero me dejó buscar el animalito, y héteme aquí recorriendo todo el jardín y gritando: «¡Periquito! ¡Periquito!», sin dejar de mirar a todas partes para informarme bien de lo que había… Dentro de los muros —prosiguió la vieja—, mucho enverjado, muy buena escalera; en una esquina, por la mano izquierda, un pino tan bien cortado a manera de escala que podría subir por él una embarazada de siete meses. La casa tiene seis ventanas en el piso bajo. No tiene otro piso: cuatro tragaluces de bodega sin barras ni reja. Las ventanas son de dos hojas con clavija por abajo y pasador por arriba. No hay más que apretar contra el marco, meter el alambre y…

—Y en un tris está abierta… —se adelantó el Maestro de Escuela.

La Lechuza continuó:

—La puerta de la entrada es de cristales, y tiene persianas por el lado de fuera.

—¡Cuidado…, acordarse bien! —dijo el bandido.

—No hay duda, es el mismo sitio —dijo Rodolfo—. Parece que lo estoy viendo.

—A mano izquierda —siguió la Lechuza—, cerca del patio, hay un pozo. La cuerda podría servir, porque en esa parte no hay enverjado cerca de la pared, en el caso de que nos cortasen la retirada por la puerta… Al entrar en la casa…

—¿Y has entrado en la casa?… Ya lo veis, camarada, ha entrado también en la casa… —dijo el Maestro de Escuela con orgullo.

—Por supuesto que he entrado. Como no hallaba a mi periquito y había gritado tanto, fingí que no podía sostenerme y pedí licencia para sentarme en el umbral de la puerta. El buen hombre me dijo que entrase y me ofreció un vaso de agua con vino. «Un vaso de agua —le dije—; un vaso de agua sola, querido señor». Entonces me hizo pasar a la antesala… Todo está cubierto de tapicería; con precaución no se sentirían los pasos, ni ruido alguno al caer el vidrio de la ventana que fuese necesario romper. A derecha e izquierda, puertas con cerraduras que no valen un comino y que saltarían con un estornudo. En el fondo hay una puerta cerrada con llave, parece el alma de la casa. ¡Aquello olía a dinero! Por supuesto, yo llevaba en el cesto mi cerillo…

—Ya lo veis, camarada, anda siempre con el cerillo —dijo el bandido.

La Lechuza continuó:

—Determinada a acercarme a la puerta que olía a dinero, fingí que me daba un golpe de tos tan fuerte que me obligaba a arrimarme a la pared. Al oírme toser el señorote, dijo: «Voy a poneros azúcar en el agua». Sin duda buscó una cuchara porque oí el sonido de la plata en la pieza de la mano derecha… No te olvides, ¿entiendes, hermoso mío? Con pocas palabras: tosiendo y gimiendo me fui acercando a la puerta del fondo, y con cera que llevaba en la palma de la mano saqué el molde del agujero de la llave, como quien no quiere la cosa… Ahí tienes el molde… Si no sirve hoy servirá otro día… Ahora nos diréis si aquélla es o no la puerta del cofre fuerte —añadió la tuerta dirigiéndose a Rodolfo.

—Justamente; allí está el dinero —repuso éste; y dijo para sí: «¡Luego, Murph se ha dejado engañar por esta bruja detestable! ¡Imposible! Hasta las diez no espera ser acometido; y entonces habría tomado las precauciones necesarias».

—Pero todo el dinero no está allí —continuó la Lechuza, echando fuego por el ojo verde—. Al acercarme a las ventanas con la excusa de que buscaba mi loro, he visto algunos talegos de escudos sobre el escritorio de uno de los cuartos que hay al lado izquierdo de la puerta… Los he visto tan claramente como te estoy viendo a ti, mi amor… Había más de una docena.

—¿Y el Cojuelo? —dijo bruscamente el Maestro de Escuela.

—Metido en su agujero…, a dos pasos de la puerta del jardín… De noche ve como un gato. Como no tiene otra entrada el número 17, cuando vayamos nos dirá si ha llegado alguna persona.

—Bien está… —dijo el Maestro de Escuela.

Y apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando se arrojó de improviso sobre Rodolfo, y asiéndolo por el cuello lo precipitó en la cueva que estaba abierta detrás de la mesa…

Fue tan súbito, tan inesperado y vigoroso este ataque, que Rodolfo no tuvo tiempo para preverlo ni evitarlo. La Lechuza dio un grito de espanto, aunque no vio el resultado de esta lucha momentánea; y luego que cesó el ruido que hizo el cuerpo de Rodolfo al caer por la escalera, el Maestro de Escuela, que conocía bien los subterráneos de la casa, bajó lentamente a la cueva, aplicando el oído con sumo cuidado.

—¡Mira cómo vas, amoroso!… ¡Cuidado! —gritó la horrenda tuerta inclinándose sobre la trampa—. ¡Saca el churi!

El bandido desapareció sin responder una palabra. Ningún ruido se oyó al principio; pero al cabo de algunos instantes resonaron en el fondo de la cueva los goznes de una puerta, y todo volvió a quedar en silencio.

La obscuridad era completa. La Lechuza sacó del cesto un fósforo, lo encendió y extendióse por la sala una lúgubre claridad.

Salía en aquel momento por la trampa el rostro monstruoso del Maestro de Escuela… La Lechuza no pudo contener una exclamación de espanto al ver aquella cabeza pálida, llena de costurones, horrible, con los ojos fosfóricos, que parecía arrastrarse por el suelo en medio de las tinieblas, alumbradas apenas por la moribunda luz del cerillo… Algo recobrada la vieja de su primera sorpresa, gritó con cierto aire de maléfica adulación:

—¡Qué espantoso tienes que ser, amor del alma, cuando me diste miedo… a mí!…

—Pronto, pronto…, a la calle de las Viudas —dijo el bandido echando una barra de hierro a la puerta de la trampa: de aquí a una hora no será ya tiempo. Si es un lazo que nos quieren tender, aún no está armado a estas horas… Si no lo es, bastamos para dar el golpe.

08 marzo

1.15. Preparativos

La tuerta volvió a entrar con el tabaco.

—Parece que no llueve ya —dijo Rodolfo encendiendo un cigarro—. ¿Vamos a buscar el coche? No sería malo para sacudir la pereza.

—¿Decís que no llueve ya? —repuso el Maestro de Escuela—. Estáis ciego sin duda. No quisiera exponer una salud tan preciosa como la de mi Finura… Ni que se estropease su hermoso chal nuevo.

—Tienes razón, alma mía: hace un tiempo de perros.

—Como queráis —dijo Rodolfo—. La criada no debe de tardar, y luego que hayamos pagado nos irá a buscar un coche.

—Es lo mejor que habéis dicho en toda la tarde. Iremos a estirarnos un rato por la calle de las Viudas.

Entró en esto la criada, y Rodolfo le dio un napoleón.

—De ningún modo, caballero… No lo permitiré… Eso es abusar… —dijo con voz estrepitosa el Maestro de Escuela.

—Hoy no me privaréis de esta honra, una vez que me he anticipado… Otro día pagaréis vos.

—Sea en buena hora; pero bajo la condición de que aceptaréis lo que os ofreciere en los Campos Elíseos… Es un jabardillo que frecuento con toda confianza.

—Desde luego… Admito vuestro convite.

Pagada la comida, salieron los tres de la taberna, y Rodolfo quiso ser el último en obsequio de la Lechuza. Pero el Maestro de Escuela no lo permitió; le hizo salir primero, y siguiéndole de cerca observaba sus menores movimientos. Entre los bebedores de la taberna se hallaba un carbonero de cara tiznada y un gran sombrero de ala ancha calado hasta los ojos; este carbonero pagaba su cuenta en el mostrador al punto que salían los tres compañeros. A pesar de la extrema vigilancia del Maestro de Escuela y de la tuerta, Rodolfo, que marchaba delante, dirigió a Murph una mirada rápida e imperceptible en el instante de subir al coche.

—¿A dónde vamos, señores? —dijo el cochero.

—Calle de las…

—De las Acacias, en el bosque de Boloña —gritó el Maestro de Escuela interrumpiéndole; y luego añadió—: ¡Se os pagará bien, cochero! —Y volviéndose a Rodolfo—: ¿Por qué diablos queréis que pasemos a la vista de tanto babieca como anda por ahí? En caso de detención, bastaría este solo indicio para perdernos. ¡Ah mocito, mocito, qué imprudente sois!

El coche empezó a rodar, y Rodolfo respondió:

—Tenéis razón; no había caído en ello… Pero con mi cigarro nos vamos a volver cecina. Abramos un cristal.

Y diciendo y haciendo, dejó caer a la calle con el mayor disimulo un papelito doblado; en el que había escrito con lápiz algunas palabras debajo de la blusa… Mas era tal la sagacidad del Maestro de Escuela que a pesar de la inalterable serenidad de Rodolfo, creyó el bandido descubrir en su fisonomía cierta expresión de triunfo, y sacando la cabeza por el cristal dijo gritando al cochero:

—¡Alto!… Detén el coche… Alguno viene detrás.

El coche se detuvo; levantóse el cochero; miró hacia atrás y dijo:

—Nadie viene, caballero.

—Quiero verlo con mis ojos —dijo el Maestro de Escuela saltando precipitadamente del carruaje.

Nada percibió, porque el coche estaba ya algo distante del sitio en que Rodolfo había dejado caer el papel.

—Ya sé que vais a reíros de mí —dijo el Maestro de Escuela subiendo al coche, amohinado—. No sé por qué, me había figurado que alguien nos seguía.

El coche torció en ese momento por una callejuela. Murph, que no lo había perdido de vista y que había observado la evolución de Rodolfo, acudió inmediatamente al sitio y recogió el billete que había caído en el hueco de dos piedras.

Al cabo de un cuarto de hora, dijo el Maestro de Escuela al cochero:

—¡Chico! Hemos cambiado de idea: a la plaza de la Magdalena.

Rodolfo le miró con asombro.

—Por allí vamos bien, amiguito. Desde la Magdalena podremos hacer rumbo a mil partes, y de nada servirá la declaración del cochero si fuésemos cogidos.

Al llegar el coche a la barrera, un hombre alto y moreno, vestido con un sobretodo gris y un sombrero calado hasta los ojos, y montado en un magnífico caballo, atravesó como un relámpago el camino a un trote larguísimo y veloz.

—¡A buen caballo, buen jinete! —dijo Rodolfo asomándose al cristal y siguiendo a Murph con la vista (era él mismo)—. ¿Habéis visto qué paso lleva aquel hombre?

—Ha cruzado tan aprisa que ni tiempo dio para mirarle —repuso el Maestro de Escuela.

Rodolfo disimuló perfectamente la alegría que sintió al ver que Murph había descifrado los caracteres casi jeroglíficos del billete. Seguro el Maestro de Escuela de que nadie seguía al coche, y queriendo imitar a la Lechuza que dormitaba, o que más bien fingía dormitar, dijo a Rodolfo:

—Disimulad, amigo, el movimiento del coche me causa siempre un efecto singular: me duermo como un niño.

El bandido se proponía observar, con pretexto del fingido sueño, si la fisonomía de Rodolfo revelaba alguna emoción secreta.

Rodolfo conoció el ardid, y repuso:

—Hoy he madrugado y también tengo sueño… Voy a haceros compañía.

Y al decir esto, cerró los ojos. La respiración sonora del Maestro de Escuela y de la Lechuza, que roncaban a dúo, engañó de tal manera a Rodolfo que éste entreabrió los ojos, creyó que los dos estaban profundamente dormidos… Pero el Maestro de Escuela y la tuerta, a pesar de sus ronquidos sonoros, se miraban el uno al otro y se hacían señas misteriosas con los dedos sobre la palma de la mano. Cesó de repente este diálogo simbólico, y percibiendo el malhechor por una seña casi imperceptible de la Lechuza que Rodolfo no dormía, soltó una risotada, gritando:

—¡Hola, hola, camarada!… Queréis experimentar a los amigos, ¿eh?

—Eso no debe sorprenderos, puesto que sabéis dormir con los ojos abiertos.

—Es claro: pero yo…, yo soy sonámbulo.

El coche paró en la plaza de la Magdalena. La lluvia había cesado por un momento; pero las nubes acumuladas por el viento eran tan negras y densas que casi anochecía ya. Rodolfo, la Lechuza y el Maestro de Escuela se dirigieron al paseo de la Reina.

—Se me ocurre una idea, camarada; y por cierto, que no es mala —dijo el bandido.

—¿Cuál es?

—Asegurarme de si es o no cierto todo lo que me habéis dicho acerca del interior de esa casa en la calle de las Viudas.

—¿Con qué pretexto os acercaríais ahora al sitio sin causar sospecha?

—No soy tan inocente… Tranquilizaos. ¿De qué me serviría tener una mujer que se llama Finura?… Es más sutil que el mismo viento.

La Lechuza estiró el pescuezo.

—¿La veis, mozalbete? Parece un caballo de batalla que oyó tocar la trompeta.

—¿Queréis acaso enviarla de ondeadora?

—Precisamente.

—Número 17, calle de las Viudas, ¿verdad, palomito? —gritó la Lechuza con impaciencia—. Pierde cuidado; no tengo más que un ojo, pero es un lucero.

—¿La oyes, camarada?… Se impacienta por salir a campaña…

—Con tal de que consiga entrar, me parece bien lo que planeáis.

—Cuidado con el paraguas… Dentro de media hora estaré de vuelta y verás lo que traigo hecho —dijo la horrible tuerta.

—Aguarda un momento, Finura. Vamos a entrar en el Corazón Sangriento, que está a dos pasos de aquí. Si no ha salido el Cojuelo te lo traes y se quedará atisbando en la calle mientras tú andas por dentro.

—Bien pensado —dijo la vieja revolviendo el ojo verde—. El Cojuelo es fino como una ardilla. Apenas tiene diez años, y el otro día ya…

Una seña del Maestro de Escuela interrumpió a la Lechuza.

—¿Qué es eso de Corazón Sangriento...? ¡Vaya un nombre raro para una taberna! —preguntó Rodolfo.

—Quejaos al tabernero.

—¿Cómo se llama?

—¿El tabernero del Corazón Sangriento?

—Sí.

—¿Qué os importa? Él no pregunta jamás por el nombre de sus parroquianos.

—Pero vamos, decidlo…

—Llamadle como os venga en gana: Pedro, Pablo, Simón, Lucas, Bernabé; os responderá de todos modos… Pero ya hemos llegado… Y a tiempo, porque la lluvia arrecia. ¡Cómo sube el río! Parece un mar. Si sigue así dos días, no bastarán los arcos del puente.

—Decís que hemos llegado… Pero, ¿dónde está la taberna?… Yo no veo aquí casa ni cosa parecida.

—Mirad con atención y la descubriréis.

—¿A dónde?

—A vuestros pies.

—¿A mis pies?

—Sí.

—Mirad… Ahí. Ved el techo, y cuidado no lo piséis.

En efecto, Rodolfo no había observado una de las tabernas subterráneas que hace pocos años había en algunos sitios de los Campos Elíseos, especialmente cerca del paseo de la Reina.

Una escalera sucia y húmeda, abierta en la misma tierra, conducía al fondo de una especie de foso o gran cueva, y arrimada a una de las paredes de este foso, cortadas a pico, se veía una choza baja, hedionda y llena de rendijas, cuyo techo cubierto de tejas mohosas apenas subía del nivel del suelo en que se hallaba Rodolfo. Dos o tres cubiles de tablas viejas y apolilladas servían de bodega, de tinglado y de conejera a esta zahúrda miserable.

Un pasillo muy estrecho conducía a lo largo del foso, desde la escalera a la puerta de la choza, y el resto del suelo desaparecía tras un enrejado de cañas y palos que ocultaba dos hileras de mesas toscas, fijas en la tierra. El viento hacía girar sobre sus goznes a uno y otro lado una plancha de hierro cubierta de hollín, en la cual se distinguía un corazón rojo atravesado por un puñal… Este rótulo estaba colocado en un palo en lo más alto de aquella cueva, verdadera sepultura de vivos…

Uníase a la lluvia una niebla espesa y húmeda, y la noche se acercaba por momentos.

—¿Qué os parece de la fonda, camarada? —dijo el Maestro de Escuela.

—Debe de estar bien fresca por la lluvia de estos quince días… Vaya, pasemos adentro.

—Esperad un momento… Quiero saber si el amo está ahí… ¡Atención!

Y pegando el bandido la lengua al paladar, hizo un ruido particular, sonoro y prolongado, el cual podría remedarse de este modo:

—¡Prrrrrrr!…

Un sonido semejante salió de lo profundo de la cueva.

—Es él —señaló el Maestro de Escuela—. Perdonad, joven… Las señoras delante… Dejad que pase la Lechuza… Yo os seguiré. Cuidado con caerse, que está esto muy resbaladizo.