31 enero

1.7. La bolsa o la vida

Volvieron en sí Tomás y Sara de la distracción en que se hallaban, pues la puerta sonó al cerrarse. Levantáronse dando gracias al Churiador por las noticias que les había comunicado, y éste salió de la taberna en el momento en que el viento redoblaba su furia y la lluvia caía a torrentes.

El Maestro de Escuela y la Lechuza, emboscados en un portal situado frente a la taberna del Conejo Blanco, vieron que el Churiador se alejaba por el lado de la calle en donde había una casa demolida. El ruido de sus pasos, algo entorpecidos por las frecuentes libaciones de la cena, se confundieron con los bramidos del viento y con el estrépito de la lluvia que azotaba las paredes.

Tomás y Sara salieron también de la taberna y tomaron una dirección opuesta a la del Churiador.

—Van perdidos —dijo el Maestro de Escuela—. Prepara el vitriolo.

—Descalcémonos para que no nos sientan —repuso la Lechuza.

—Tienes razón.

Descalzóse la odiosa pareja, y pegados a la pared se fueron deslizando por la obscuridad. Favorecidos por este ardid, los siguieron tan de cerca que casi los tocaban.

—Afortunadamente, nos aguarda el coche en esa esquina —dijo Tomás Seyton—. La lluvia arrecia. ¿Tenéis frío, Sara?

—Puede ser que averigüemos algo por medio del contrabandista; ese Brazo Rojo —dijo Sara sin responder a la pregunta de su hermano.

Éste se detuvo de repente y replicó:

—No es ésta la calle. Debimos tomar a la izquierda al salir de la taberna. Para llegar al coche hemos de pasar por delante de una casa demolida. Retrocedamos.

El Maestro de Escuela y la Lechuza se escondieron en el hueco de una puerta, mientras que la otra pareja casi pasó tocándoles con el codo.

—Prefiero que vayan por el lado de los escombros —susurró el Maestro de Escuela—: Si se resisten…, ya tengo hecho mi plan.

Sara y su hermano volvieron a pasar por delante del Conejo Blanco y llegaron a los escombros de una casa medio demolida, cuyos subterráneos estaban descubiertos y formaban un precipicio a lo largo de la calle.

Con la ligereza de un tigre que se lanza sobre su presa, dio de repente un salto el Maestro de Escuela, y asiendo a Tomás por el pescuezo con una mano, le dijo:

—El dinero, o te echo en esa cueva.

Y empujando a Seyton hacia atrás le hizo perder el equilibrio y lo suspendió con una mano sobre la profunda excavación, mientras que con la otra agarró de un brazo a Sara, que se sintió apretar como con un torno.

Antes que Tomás hiciese el menor movimiento, la Lechuza le registró los bolsillos con maravillosa destreza.

Sara no gritó ni opuso resistencia alguna, y dijo a su hermano con serenidad:

—Dales el bolsillo, Tomás. —Y dirigiéndose al bandido, añadió—: No nos hagáis mal, pues no ponemos resistencia.

La Lechuza, después de haber registrado escrupulosamente los bolsillos de las dos víctimas, dijo a Sara:

—A ver esas manos; veamos si tienes sortijas. No… Ni siquiera un anillo… ¡Qué miseria!

Tomás Seyton no perdió su sangre fría mientras duró esta escena tan rápida como imprevista; dijo al Maestro de Escuela, cuya mano le apretaba con menos violencia:

—¿Queréis hacer un cambio? Mi cartera contiene papeles que no os servirán. Devolvédmela y mañana os daré veinticinco luises de oro.

—Ya…, para cogernos en el garlito —repuso el bandido—. Vamos, lárgate y no mires atrás. Bien librado has salido a poca costa.

—Aguarda —dijo la Lechuza—. Si es hombre de bien, podrá recobrar su cartera. —Y dirigiéndose luego a Seyton, añadió—: ¿Conocéis el llano de San Dionisio?

—Sí.

—¿Sabéis dónde está San Ouen?

—Sí.

—Enfrente de San Ouen, al final del camino de la Revolte, el campo es llano y la vista alcanza lejos. Salid allí mañana solo y con el dinero. Llevaré la cartera: si me dais os daré.

—¡Mira que te va a coger, Lechuza!

—¿Soy yo alguna tonta...? El campo es descubierto y se ve desde larga distancia. No tengo más que un ojo, pero es bueno. Y si va acompañado el gerifalte, ya pondré pies en polvorosa y se quedará sin la cartera.

Ocurriósele de repente a Sara una idea, y dijo al bandido:

—¿Queréis ganar dinero?

—Sí.

—¿Habéis visto en la taberna de donde venimos todos, porque ahora os reconozco, a un hombre a quien ha ido a buscar un carbonero?

—¿Uno delgado con bigotes? Sí; me iba a comer un pedazo de aquel espárrago, pero no me dio tiempo… Me aturdió con dos puñetazos y me hizo caer sobre un banco… Es la primera vez en mi vida… ¡Pero me vengaré!

—Bueno, pues de ése es de quien hablo —dijo Sara.

—¿De él...? —gritó el Maestro de Escuela—. Venga, 1000 francos y lo mato…

—¡Miserable! ¿Quién habla de matar?… —dijo Sara al Maestro de Escuela.

—¿Qué queréis entonces?

—Salid mañana al llano de San Dionisio y hallaréis allí a mi compañero —continuó Sara—. Ya veréis como está solo, y os dirá lo que habéis de hacer. Si cumplís, no sólo os dará 1000 francos, sino 2000.

—Mira, palomito —dijo en voz baja la Lechuza—, es negocio de dinero. Ésta es gente adinerada que quiere deshacerse de algún enemigo. Sin duda, el gayón que te querías tragar… Es preciso ir. yo iré en tu lugar… Dos mil francos, querido, valen la molestia de andar un poco de camino.

—Bien está, irá mi mujer —dijo el Maestro de Escuela—. Le diréis lo que se ha de hacer, y veremos…

—Mañana a la una.

—A la una.

—En el llano de San Dionisio.

—En el llano de San Dionisio.

—Entre San Ouen y el camino de la Revolte, al final del camino.

—Está dicho.

—Os llevaré vuestra cartera.

—Y yo os daré los 500 francos prometidos, y si sois razonable arreglaremos el otro negocio.

—Bueno; ahora coged a la derecha, que nosotros nos iremos por la izquierda. Y cuidado con seguirnos, porque si no…

Alejáronse precipitadamente el Maestro de Escuela y la Lechuza, y Tomás Seyton y Sara se dirigieron hacia el atrio de Nuestra Señora.

Un testigo invisible había presenciado esta escena… El Churiador se había metido en los escombros de la casa para abrigarse de la lluvia. Interesóle vivamente la proposición que acerca de Rodolfo hizo Sara al bandido, y alarmado por el peligro que creyó le amenazaba, sintió no tener en su mano el medio de salvarlo. El odio que experimentaba por el Maestro de Escuela y la Lechuza pudo haber contribuido a ello.

Determinó advertir a Rodolfo del peligro en ciernes. Pero no sabía cómo hacerlo, pues había olvidado las señas de la casa del titulado pintor de abanicos. ¿Cómo, pues, hablar a Rodolfo si por ventura no regresaba a la taberna del Conejo Blanco? Entregado a estas reflexiones, el Churiador había seguido maquinalmente a Tomás y Sara; los vio subir al coche que los aguardaba en el atrio de Nuestra Señora.

Al partir éste saltó a la zaga el Churiador, y a la una de la noche se detuvo en el baluarte del Observatorio, donde se apeó la pareja y desapareció por una callejuela que empieza en aquel sitio. Como la noche era muy obscura, el Churiador sacó de la faltriquera una navaja grande y realizó una profunda incisión en el tronco de uno de esos árboles, a fin de reconocer al día siguiente el lugar en que se hallaba. Dirigióse luego a su habitación, de la cual se hallaba muy distante.

Largo tiempo hacía que no había disfrutado de un sueño tan profundo y tranquilo como el de esa noche; no le aterraría la horrible visión del sargento y de los soldados moribundos.

29 enero

1.6. Tomás Seyton y la condesa Sara

Las dos personas que acababan de entrar en el Conejo Blanco no pertenecían a la clase de los parroquianos de la taberna. Uno de ellos era alto y delgado, tenía el pelo blanco, cejas y patillas negras, la tez morena y el aspecto grave. Llevaba una levita larga abotonada militarmente hasta el cuello. Su nombre era Tomás Seyton.

Su compañero era de buena presencia y parecía tener treinta y tres o treinta y cuatro años; el cabello, las cejas y los ojos negros realzaban la pálida blancura de su semblante; y en su ademán, en lo bajo de su estatura y en lo delicado de sus facciones era fácil reconocer a una mujer disfrazada de hombre.

Se trataba de la condesa Sara Mac-Gregor. El lector sabrá más adelante los motivos que llevaron a la Condesa y a su hermano a la taberna de la Cité.

—Tomás, pide de beber y pregunta por él a esas gentes, que acaso nos dirán algo —dijo Sara en buen inglés.

El hombre cano y de cejas negras se sentó a una mesa mientras que Sara se enjugaba la frente, y dijo a la Pelona en buen francés:

—Señora, haced que nos sirvan algo de beber.

La entrada de estas dos personas había excitado la curiosidad de todos: traje y modales indicaban que eran del todo extraños en ese sitio, y por su fisonomía inquieta y turbada se veía que algún motivo importante les había conducido allí.

El Churiador, el Maestro de Escuela y la Lechuza los observaban con extraordinaria curiosidad.

Tomás Seyton dijo por segunda vez y con impaciencia a la Pelona, quien, llena de sorpresa, participaba también en la admiración general:

—Señora, hemos pedido algo de beber; tened la bondad de servirnos.

Muy hueca la tabernera al oír tan cortés y para ella desusado lenguaje, salió del mostrador, y apoyándose con afabilidad en la mesa de sus nuevos parroquianos, les preguntó:

—¿Queréis un azumbre de vino o una botella lacrada?

—Traednos una botella de vino, vasos y agua.

Sirvió al punto lo que le habían pedido. Tomás Seyton le dio un napoleón, y, rehusando tomar el cambio que le devolvía, le dijo:

—Guardadlo, buena amiga, y echad con nosotros un trago.

—Muchas gracias, caballero —respondió la tía Pelona mirando al hermano de la Condesa con un aire lleno de gratitud y admiración.

—Habíamos citado a un amigo —dijo Seyton— para una taberna de esta misma calle; creo que nos hemos engañado.

—Éste es el Conejo Blanco para lo que gustéis mandar, caballero.

—Pues no hay duda de que es aquí —dijo Seyton haciendo a Sara una seña de inteligencia—. Sí, en el Conejo Blanco es donde debía esperarnos…

—Y, por cierto, que no hay dos Conejos Blancos —dijo con orgullo la Pelona—. Pero decidme, ¿qué señas tiene vuestro camarada?

—Alto y delgado, cabello y bigote castaño claro.

—Ya, ya caigo: es el mismo que estaba aquí hace un momento… Un carbonero muy alto entró a decirle no sé qué, y se marcharon juntos.

—Pues a los dos buscamos precisamente.

—¿Estaban solos? —preguntó Sara.

—Distingo; el carbonero sólo estuvo aquí un instante; pero el otro amigo vuestro ha cenado con la Cantaora y el Churiador —y señaló con una mirada al convidado de Rodolfo, que permanecía aún en la taberna.

Tomás y Sara se volvieron hacia él, y después de algunos momentos de examen dijo Sara en inglés a su compañero:

—¿Conoces a ese hombre?

—No. Carlos había perdido la pista de Rodolfo al entrar en estas calles del infierno; y viendo a Murph rondar la taberna disfrazado de carbonero y mirar a cada paso por los vidrios, creyó que había alguna novedad y fue enseguida a avisarnos… Pero Murph lo echó de ver sin duda.

Mientras pasaba esta conversación en voz baja y lengua extranjera, el Maestro de Escuela dijo a la Lechuza:

—El simple ha dado una moneda de plata. Llueve y el viento sopla que rabia. Cuando se marchen les echaremos el guante. Yo robaré al rufián velis nolis, que como va con su manceba seguro que no dará un grito.

Aun cuando Tomás y Sara hubiesen oído este odioso lenguaje, nada hubieran comprendido de él.

—Bien pensado, tienes unos vientos como un perdiguero —repuso la Lechuza—. No tengas cuidado, porque si el mandria bramase, ya sabes que llevo en la faltriquera el vitriolo, y le rompería el frasquillo en la boca… Es preciso dar de beber a los niños para que no lloren… Dime, palomo, cuando hallemos a la Chillona nos la hemos de llevar, ¿verdad? Me parece que la tengo entre las uñas… Ya le untaremos el hocico con vitriolo para que no ande tan soberbia con su linda cara.

—Mira, Lechuza, tanto me vas prendando que al final voy a casarme contigo. En valor y destreza no hay quien te ponga el pie delante… Bien te he marcado la noche del boyero. Entonces dije para mi coleto: «Esta mujer es capaz de trabajar mejor que un hombre».

—Por cierto que sí, palomito. Si el Esqueleto hubiera tenido una mujer como yo para observar no le habrían cogido el puñal en la gargante del muerto.

—Buena china le tocó: no saldrá de la trena hasta que no vaya a la horca. Un bulto menos y un claro más.

—¿Qué lenguaje extraño hablan esos dos? —dijo Sara, que había oído involuntariamente las últimas palabras del Maestro de Escuela. Y luego añadió señalando al Churiador:

—Acaso sabremos algo de Rodolfo preguntando a este hombre.

—Vamos a ver —dijo Seyton; y dirigiéndose al Churiador—: Buenas noches, camarada. Debíamos hallar aquí a un amigo con quien habéis cenado; y puesto que le conocéis, ¿podríais decirnos adónde ha ido?

—Demasiado le conozco: hace dos horas que me santiguó la cara por causa de la Cantaora.

—¿No le conocíais antes?

—Jamás… Nos encontramos en el portal de la casa de Brazo Rojo.

—¡Patrona!, otra botella de lo bueno —gritó Tomás Seyton.

Apenas habían tocado ellos el vino, pues seguían con los vasos llenos. Mas la tía Pelona, sin duda para hacer los honores de su taberna, había apurado distintas veces el suyo.

—Nos serviréis en la mesa del señor, si no lo lleva a mal —añadió Seyton dirigiéndose con Sara a donde estaba el Churiador, quien atónito y alegre al verse tratar de un modo para él tan extraño, miraba sin pestañear a los desconocidos.

La otra pareja seguía hablando en voz baja y en caló de sus proyectos siniestros.

Servida la botella, continuaron la sesión Sara y su hermano en compañía del Churiador y de la tabernera, que había creído superflua una segunda invitación.

—¿Conque habéis encontrado al amigo Rodolfo en el portal de Brazo Rojo? —dijo Tomás Seyton brindando con el Churiador.

—Sí —respondió éste; y vació el vaso con presteza admirable.

—Vaya un nombre raro ese de Brazo Rojo. ¿Quién es?

Tomaor del dos —dijo con indiferencia el Churiador; y luego añadió—: ¡Qué vino tan asombroso, tía Pelona!

—Por eso no debéis permitir que bostece el vaso, camarada —repuso Seyton llenando otra vez el del Churiador.

—A vuestra salud —dijo éste— y a la de vuestro amiguito, que no parece sino que… En fin, adelante… Si mi tío fuera hembra sería mi tía, como dice el refrán… Vaya que sois ladino, ¿eh?… Ya caigo en la cuenta…

Un color casi imperceptible se asomó a las mejillas de Sara. Su hermano continuó:

—No he entendido bien lo que me habéis dicho de ese Brazo Rojo. ¿Salía de su casa Rodolfo?

—Os he dicho que Brazo Rojo es tomaor del dos.

Tomás miró con sorpresa al Churiador.

—No entiendo. ¿Qué quiere decir tomaor al… del…?

—¡Toma! tomaor del dos quiere decir contrabandista. Parece que no echáis de la oseta.

—Amigo, no comprendo una jota.

—Quiero decir que no habláis caló como el señor Rodolfo.

—¿Caló? —dijo Tomás sorprendido y mirando a Sara.

—Vaya, está visto; sois unos mandrias… Pero el amigo señor Rodolfo, ese sí que es un buen jorgolín. Aunque pintor de abanicos, pudiera enseñarme a mí el caló… Vaya pues, ya que no entendéis el habla de la gente honrada, os diré en buen romance que Brazo Rojo es contrabandista y que tiene un jabardillo en los Campos Elíseos. Y no se crea que vendo a nadie con decir que Brazo Rojo es contrabandista. Él mismo lo dice en las barbas del resguardo…; pero el diablo que lo coja: es más ladino que un zorro.

—¿Qué tenía que hacer ese hombre con Rodolfo? —preguntó Sara.

—Por mi abuelo, señor…, o señora…, o como gustéis, que nada sé: tan cierto como este trago. Esta noche me estaba chanceando con la Cantaora, y aún me parece que tenía ganas de zurrarle. Se metió en el portal de la casa de Brazo Rojo. La seguí… La noche estaba como boca de lobo… En lugar de coger a la Cantaora, me cogió a mí el camarada Rodolfo y me sacudió el polvo. Sobre todo, los puñetazos de despedida… ¡Cáspita, qué bordados!… Tiene un brazo de hierro… Pero con algunas lecciones que me dé, también saldré maestro del arte.

—¿Qué clase de hombre es Brazo Rojo? ¿En qué se ocupa? —preguntó Tomás.

—¿Quién? ¿Brazo Rojo...? Vende todo lo que no se puede vender, y hace todo lo que no se puede hacer. Ése es su comercio. ¿Verdad, tía Pelona?

—¡Oh, sí!, la cueva donde se meta tendrá más salidas que una sola —dijo la tabernera—. También es dueño de una casa en la calle del Temple… Buen tugurio, por cierto… Pero, nada: A quien Dios se la dio… —añadió temiendo haber dicho demasiado.

—¿Qué señas tiene la casa de Brazo Rojo en esta calle? —preguntó Seyton al Churiador.

—Número 13.

—Puede ser que algo averigüemos allí. Mañana enviaré a Carlos —dijo Seyton a su hermana.

—Puesto que conocéis al señor Rodolfo —dijo el Churiador—, podéis alabaros de tener un amigo excelente…, un buen muchacho. Si el carbonero no hubiese entrado a tiempo, se hubiera roto la jeta con el Maestro de Escuela, que está allá en el rincón con la Lechuza… ¡Rayos! No sé cómo no la mato al acordarme de lo que le hizo a la Cantaora… Paciencia…, a su tiempo maduran las uvas, como dice el otro.

Se oyó dar las doce en el reloj del ayuntamiento.

La luz del quinqué de la taberna expiraba por momentos. Los huéspedes del Conejo Blanco habían desfilado uno a uno; sólo quedaban el Churiador, sus dos compañeros, el Maestro de Escuela y la Lechuza.

Éste dijo a la tuerta:

—Desde el portal de enfrente veremos salir a estos dos polluelos. Si tuercen a la izquierda les aguardaremos en la esquina de la calle de San Eloy; y si tuercen a la derecha, en los escombros de junto a la tripería. Allí hay una cueva bien a propósito, tengo arreglado mi plan.

El Maestro de Escuela y la Lechuza se dirigieron a la puerta.

—¿Conque nada bebéis ni coméis esta noche? —les dijo la tabernera.

—No, tía Pelona… Sólo hemos entrado para abrigarnos —repuso el Maestro de Escuela; y salió al momento con la otra.

26 enero

1.5. La prisión

El hombre que poco antes había salido después de haber encargado a la figonera su plato y su jarro, volvió a entrar acompañado de otro hombre de espaldas anchas y ademán enérgico, a quien dijo:

—Feliz casualidad, amigo, la de habernos encontrado. Entra y echaremos un trago.

El Churiador dijo en voz baja a Rodolfo y a la Cantaora:

—Vamos a tener jarana… Es un agente de policía. ¡Alerta!

Los dos bandidos, uno de los cuales tenía el gorro griego calado hasta las cejas y había preguntado por el Maestro de Escuela y por el Cojo Gordo, cambiaron una mirada rápida, y levantándose a un mismo tiempo de la mesa se dirigieron hacia la puerta. Pero los agentes les cortaron el paso arrojándose sobre ellos.

Abrióse de repente la puerta de la taberna, entraron con precipitación en la sala otros agentes, y relumbraron en la calle algunos fusiles.

El carbonero de quien hemos hablado se adelantó hasta el umbral del Conejo Blanco, aprovechándose del tumulto. Dirigió a Rodolfo una mirada y llevó a los labios el índice de la mano derecha.

Rodolfo le indicó con un gesto rápido e imperioso que se alejase.

El hombre del gorro griego bramaba como un león, y medio tendido sobre un banco daba tales respingos que apenas podían sujetarlo otros tres hombres.

Su compañero, aterrado, inclinada la cabeza, lívido el semblante y con la mandíbula inferior abierta, no hizo la menor resistencia y presentó las manos para que lo atasen.

La tabernera, sentada en el mostrador y acostumbrada a tales escenas, permaneció tranquila con las manos en los bolsillos del mandil.

—¿Qué han hecho esos hombres, mi querido señor Narciso? —preguntó la Pelona a uno de los agentes.

—Asesinaron ayer a una vieja para robarle en la calle de San Cristóbal. Antes de morir declaró la infeliz que había mordido la mano de uno de los agresores. Hace tiempo que seguimos la pista de estos bribones; y como mi compañero se informó cumplidamente de su identidad, hemos entrado a prenderlos.

—Gracias a que han pagado ya su azumbre, que si no… —dijo la figonera—. ¿Queréis tomar alguna cosa, señor Narciso? Una copita; vamos…

—Gracias, tía Pelona. Es preciso asegurar a estos pícaros. ¡Mira cómo se retuerce el asesino!

En efecto, el ladrón del gorro griego espumaba y retorcía los miembros con increíble furor; y cuando llegó el momento de introducirlo en un coche que aguardaba a la puerta, se defendió de tal manera que fue preciso transportarlo en brazos.

Su cómplice apenas podía sostenerse: temblaba como un azogado, y sus labios cárdenos y entreabiertos se movían como si estuviese hablando. Echaron también en el coche a esta masa inerte.

Antes de salir de la taberna miró el agente con atención a los demás huéspedes, y dijo al Churiador con un tono casi afectuoso:

—¿También estás por aquí, perillán? Hace tiempo que no se habla de ti. Te vas dejando de quimeras, ¿eh?

—Estoy hecho un santo. Ya sabéis que sólo rompo la cabeza al que lo solicita.

—Sólo faltaría que te metieses también a provocar a nadie con esos puños de hierro.

—Aquí está mi maestro —dijo el Churiador tocando el hombro de Rodolfo.

—¡Hola! No conozco a ése —dijo el agente mirando a Rodolfo.

—Ni creo que haya motivo para que nos conozcamos.

—Así sea para vuestro bien —dijo el agente; y dirigiéndose luego a la tabernera, continuó—: Buenas noches, tía Pelona. Es una ratonera vuestra taberna; con éste van ya tres asesinos cogidos en ella.

—Y espero que no será el último, señor Narciso. siempre estaré a vuestra disposición —dijo con toda su gracia la Pelona, haciendo una reverente cortesía.

Luego que salió el agente, volvió a cargar su pipa el joven de rostro grave que fumaba y bebía aguardiente, y dijo al Churiador en tono socarrón:

—¿No has conocido al del gorro griego? Es el tío Tenaza. Cuando vi entrar a los agentes dije para mi sayo: «Aquí hay gato encerrado». ¿No habías notado cómo escondía la mano izquierda el tío Tenaza?

—De buena se han librado el Maestro de Escuela y el Cojo Gordo con no estar aquí. El del gorro griego preguntó por ellos tres veces, y dio a entender que era para un negocio en el que tenían que ver todos… Pero yo no vendo nunca a mis parroquianos. Está bien que los prendan si hay motivo… A cada cual lo suyo… ¿Pero yo...? ¡Dios me libre! Con su pan se lo coman —dijo la tía Pelona al tiempo que entraban en la taberna un hombre y una mujer; y al verlos añadió—: Justamente, allí viene el Maestro de Escuela con su mujer. ¡Jesús! Razón tenía para no sacarla a la luz… ¡Qué hocico de bruja tiene!

Al oír el nombre del Maestro de Escuela, circuló un movimiento de terror por todos los huéspedes del Conejo Blanco.

El mismo Rodolfo, a pesar de su natural intrepidez, no pudo contener una ligera emoción al ver al terrible bandido, y le miró por algunos instantes con una curiosidad mezclada de horror.

El Churiador había dicho verdad, pues el Maestro de Escuela estaba espantosamente mutilado. Nada más horrible que el rostro de aquel hombre, surcado en todas direcciones por cicatrices lívidas y profundas. La acción corrosiva del vitriolo había abultado monstruosamente sus labios y, cortados los cartílagos de la nariz, dejaban ver dos agujeros disformes. Los ojos pardos y muy claros, pequeños y redondos, brillaban con ferocidad. La frente, chata como la de un tigre, desaparecía casi enteramente bajo un gorro de piel; los cabellos, largos y erizados… Parecía la melena de un monstruo.

La estatura del Maestro de Escuela no pasaba de cinco pies y dos o tres pulgadas. Su cabeza, desmesuradamente grande, salía apenas de entre dos hombros anchos y carnosos, cuya forma se distinguía bajo los pliegues de una blusa de tela cruda y grosera. Los brazos eran largos y musculosos; las manos cortas, gordas y velludas hasta el extremo de los dedos; y las piernas, algo arqueadas y con enormes pantorrillas, que indicaban fuerza atlética. Finalmente, eran las formas de este hombre una exageración del tipo corto, doble y rechoncho del Hércules Farnesio. La expresión feroz de su máscara espantosa, el mirar inquieto, variable y tan fogoso como el de una bestia salvaje, eran tales que no admiten descripción.

La mujer que lo acompañaba era vieja. Llevaba un vestido oscuro, un chal de fondo negro y cuadros encarnados, y en la cabeza una especie de papalina o cofia blanca.

Rodolfo la veía de perfil; pero el ojo verde, la nariz de gancho, los labios delgados y hundidos, la barba saliente y una fisonomía maliciosa y astuta, le recordaron involuntariamente a la horrible vieja de quien había sido víctima Flor de María.

Después de haber dicho algunas palabras en voz baja a Barbillón, el Maestro de Escuela se acercó lentamente a la mesa que ocupaban Rodolfo y el Churiador, y dirigiéndose a Flor de María le dijo con voz ronca y escabrosa:

—Oye, saladita, a ver cómo dejas a ese par de golondrinos y te vienes conmigo…

La Cantaora no respondió una sola palabra. Se estrechó contra Rodolfo, y su temblor y el sonido de los dientes indicaban el espanto que se había apoderado de ella.

—Yo prometo no tener celos de mi querido tortolillo —dijo la Lechuza soltando una carcajada.

No había conocido aún a su víctima, la Chillona de otro tiempo.

—¿Me has oído tú, palomita? —dijo el monstruo acercándose a la mesa—. Si no te meneas pronto te sacaré un ojo para que hagas pareja con la Lechuza. Y tú, el de los mostachos… —dirigiéndose a Rodolfo—, si no me echas acá ese pimpollo por encima de la mesa, te daré los postres de la cena…

—¡Dios mío! ¡Misericordia! ¡Defendedme! —gritó la Cantaora a Rodolfo, juntó las manos con movimiento de angustia y asombro. Mas, creyendo luego que lo exponía a un gran peligro, añadió en voz baja—: No, no os mováis, señor Rodolfo. Si se acerca, yo gritaré y pediré socorro; y la tía Pelona tomará también nuestro partido por temor de que acuda la policía.

—No temas, hija mía —dijo Rodolfo mirando fríamente al Maestro de Escuela—. A mi lado, estás segura. Y como te da asco la cara odiosa de ese bribón, y a mí también, verás cómo lo echo a la calle.

—¡Tú!… —dijo el Maestro de Escuela.

—¡Yo!… —respondió Rodolfo levantándose de la mesa, a pesar de los esfuerzos de la Cantaora para contenerlo.

La fisonomía de Rodolfo tomó en aquel momento un aire tan firme y amenazador que el Maestro de Escuela dio un paso atrás, desmintiendo por primera vez su audacia invencible. Hay miradas que tienen un poder mágico irresistible; y por eso cuentan que algunos duelistas célebres deben su triunfo a esta virtud fascinadora que desmoraliza y aterra a sus adversarios.

El Maestro de Escuela dio otro paso atrás, y no confiando ya en su vigor prodigioso, buscó bajo la blusa el puñal que llevaba siempre consigo.

Un homicidio hubiera ensangrentado acaso la taberna del Conejo Blanco, si la Lechuza cogiendo en aquel momento el brazo del Maestro de Escuela, no hubiera gritado:

—Aguarda…, palomo mío… Escucha una palabra: deja, que ya te comerás a esos dos palominos… No se escaparán, no…

El Maestro de Escuela miró a la tuerta con asombro.

Hacía algunos minutos que la horrible vieja observaba con atención a Flor de María, como para recordar un objeto olvidado; y no quedándole por último la menor duda, reconoció en la joven que tenía delante a su antigua víctima, la Chillona.

—¡Podré creer a mis ojos! —gritó la tuerta, asombrada—. Es la misma… La Chillona; la ladrona de mis buñuelos. Pero, ¿de dónde sales tú, mala correa? Sin duda el diablo te me pone delante —añadió enseñando el puño cerrado a la tímida criatura—. Conque siempre has de venir a caer en mis uñas, ¿eh?No tengas cuidado, que yo te arrancaré los dientes uno a uno, y no te dejaré una sola lágrima en el cuerpo. Ya sé que vas a rabiar… Pero mira; no sabes lo que hay, ¿eh? Yo conozco a los que te criaron antes de venir a mi poder. El Maestro de Escuela conoció en presidio al hombre que te llevó a mi desván cuando eras pequeñita. Tiene pruebas de que es gente rica la que te ha criado.

—¡Mis padres!… ¡Dios mío!… ¿Conocéis a mis padres? —exclamó la Cantaora.

—Nunca lo sabrás de mi boca. Es un secreto de los dos, y antes arrancaría la lengua a mi palomo que consentir que te lo revelara… Anda, llora… Llora y rabia, Chillona, que nunca lo sabrás.

—¡Dios mío! Ahora… Después de esto, no conocer a mis padres…

Mientras hablaba la Lechuza, fue recobrando alguna serenidad el Maestro de Escuela, y mirando a Rodolfo de soslayo no podía convencerse de que un hombre de estatura tan mediana y de formas tan esbeltas fuese capaz de medirse con él. Seguro, pues, de su vigor hercúleo, se acercó al defensor de la Cantaora y dijo a la Lechuza con tono y ademán severo:

—Basta de charlas. Déjame ahora despabilar a este mozalbete para que la linda rubia me tenga por mejor mozo que él.

Rodolfo saltó de un bote por encima de la mesa.

—¡Cuidado con mis platos! —gritó la Pelona.

El Maestro de Escuela se puso en defensa con las manos delante, el cuerpo inclinado hacia atrás, doblando la cintura y apuntalado en una de sus enormes piernas que parecían postes.

Abrióse con violencia la puerta de la taberna en el momento en que Rodolfo se arrojaba sobre él. El carbonero, de quien hemos hablado y que medía casi seis pies de alto, se precipitó en la sala, apartó rudamente al Maestro de Escuela y acercándose a Rodolfo le dijo al oído en alemán:

—Monseñor, la Condesa y su hermano están en la esquina.

Efectuó Rodolfo un movimiento de impaciencia y de cólera al oír estas palabras. Echó un luis de oro sobre el tablero de la Pelona y corrió hacia la salida.

El Maestro de Escuela intentó cerrarle el paso; pero volviéndose a él, le descargó con tal fuerza dos o tres puñetazos que el bandido perdió el equilibrio y cayó de lado sobre un banco.

—¡Viva la patria! Ahí están…, esos, esos son los puñetazos que me dio por remate de fiesta —gritó el Churiador—. Con otra lección como ésta, quedo hecho un profesor.

Volvió en sí el Maestro de Escuela al cabo de algunos instantes, y se arrojó a la calle en persecución de Rodolfo. Pero éste había desaparecido ya con el carbonero en el obscuro laberinto de las calles de la Cité.

Cuando volvió a entrar echando espumarajos por la boca, corrían dos hombres hacia la taberna por el camino opuesto al que llevaba Rodolfo, y se precipitaron en ella tan agitados como si hubiesen dado una larga carrera.

Su primer impulso fue mirar a todos los ángulos de la sala.

—¡Fuerte desgracia! —exclamó uno de ellos—. Se ha marchado. Otra vez hemos errado el golpe.

Los recién venidos hablaban en inglés.

La Cantaora, aterrada por el encuentro con la Lechuza y temiendo las amenazas del Maestro de Escuela, se aprovechó del tumulto y de la sorpresa general, y abandonó el tugurio deslizándose por la puerta entreabierta.

22 enero

El padre Milón

Hace un mes que el sol intenso arroja sobre los campos su llama ardiente. Bajo esta furia de fuego florece la vida; hasta donde alcanza la vista, la tierra es verde. Y el cielo, azul hasta los confines del horizonte. Las granjas normandas en medido de la llanura parecen, vistas desde lejos, bosquecillos, al estar rodeadas de hayas altivas. Desde cerca, cuando abrimos la barrera rojiza, nos parece contemplar un jardín gigantesco, pues los manzanos, tan fibrosos como los campesinos, permanecen en flor. Los viejos troncos negros, corvos, tortuosos, alineados en los patios, extienden bajo el cielo sus dólmenes brillantes, blancos y rosas. El dulce perfume de su esplendor se mezcla con los pesados olores de los establos abiertos y con los vapores del abono que fermenta, asaltado por las gallinas.

Es mediodía. La familia come bajo la sombra del peral que crece junto a la puerta. El padre, la madre, los cuatro hijos, las dos sirvientas y los tres criados. Apenas si hablan. Comen primero la sopa, luego traen la bandeja de estofado a base de patatas y tocino. De vez en cuando se levanta una sirvienta para llenar la jarra de sidra en la bodega.

El fornido hombre de unos cuarenta años contempla, arrimada a las paredes de su casa, un viñedo sin hojas; parece deslizarse como una serpiente bajo los postigos.

Dice por fin: «Este año brota la viña de padre muy pronto. Pued que».

La mujer vuelve la cabeza y no dice nada. La habían plantado justo en el sitio donde habían fusilado a padre.

Fue durante la guerra de 1870. Los prusianos ocupaban el país. El general Faidherbe, con el ejército del norte, resistía tan bien que mal. Y el estado mayor prusiano se había instalado en esta granja. Su propietario, el viejo Pierre Milón, les había acogido e instalado de la mejor de las maneras. La avanzadilla alemana llevaba un mes en el pueblo. A dos leguas de allí, los franceses permanecían inmóviles. Sin embargo, cada noche desaparecían ulanos.

Los exploradores que enviaban para efectuar rondas, si bien partían por parejas, no regresaban nunca.

Por la mañana los recogían muertos en pleno campo, al borde de un camino, en una fosa. Sus caballos también yacían en medio de los caminos, un tajo de sable en las gargantas. Parecía que esos asesinatos fueran cometidos por los mismos hombres, a quienes no era posible descubrir.

Aterrorizaron a la región. Por simples denuncias fusilaron a campesinos, encarcelaron a mujeres; se hizo cantar a los niños por el método del miedo. Nada descubrieron.

Pero una mañana hallaron al padre Milón extendido en el suelo del establo, la cara partida de un tajo.

A tres kilómetros de la granja aparecieron dos ulanos destripados. Uno de ellos sujetaba todavía su arma ensangrentada. Había peleado y se había defendido. Enseguida montaron un consejo de guerra al aire libre, delante de la granja. Condujeron al viejo. Tenía sesenta y ocho años, era pequeño, delgado, un poco torcido, con manos grandes que recordaban a las pinzas de los cangrejos. Sus cabellos apagados, raros, y tan ligeros como las plumas de un pato joven, no ocultaban suficientemente la piel del cráneo. La del cuello, morena y arrugada, mostraba abultadas venas, que se enterraban bajo las mandíbulas y reaparecían en las sienes. En la comarca lo tenían por avaro y escrupuloso en los negocios.

Lo colocaron de pie, rodeado de cuatro soldados y delante de la mesa de cocina que habían sacado afuera. Cinco oficiales y el coronel tomaron asiento frente a él.

El coronel le habló en francés:

«Padre Milón, hasta ahora sólo hemos tenido elogios para con usted. Se ha portado siempre de manera atenta y complaciente. Pero pesa sobre usted una terrible acusación. Es preciso que se haga la luz. ¿De qué manera ha sido usted herido en la cara?»

El campesino guardó silencio.

El coronel prosiguió:

«Este silencio obstinado lo condena, padre Milón. Deseo que me responda, ¿me ha oído? ¿Sabe usted quién ha matado a los dos ulanos cuyos cadáveres han aparecido esta mañana cerca del Calvario?

El viejo articuló con claridad:

«Fui yo».

El coronel, sorprendido, calló durante unos segundos. Miró fijamente al prisionero. El padre Milón seguía impasible, con ese aire torpe y rústico; mantenía los ojos bajos, como si acabara de hablar al cura. Un solo detalle revelaba acaso cierta turbación: se tragaba la saliva con visible esfuerzo, como si un bulto le hubiese atravesado la garganta.

La familia del buen hombre, su hijo Jean, su nuera y sus dos nietos permanecían detrás, a diez pasos, sobresaltados y consternados.

El coronel prosiguió:

«¿También sabe quién ha matado a los exploradores de nuestro ejército, que cada mañana aparecen desde hace un mes por toda la campiña?»

El viejo contestó:

«Fui yo».

—¿Usted los ha matado a todos?

—A todos; sí, he sido yo.

—¿Solo?

—Yo solo.

—Cuénteme, ¿cómo lo hacía?

Esta vez pareció emocionarse; el hecho de que necesitara hablar desde hace mucho lo volvía torpe. Balbuceó:

—¿Qué sé yo?... Lo hice conforme se presentaba la ocasión.

El coronel prosiguió:

«Le advierto que tendrá que contármelo todo. Hará bien en empezar enseguida. ¿Cómo empezó a maniobrar?»

El hombre lanzó una mirada azorada a su familia, que seguía detrás de él. Dudó un instante más y luego, de golpe, se decidió.

«Regresaba a casa una noche, a eso de las diez, al día siguiente de vuestra llegada: primero usted y luego sus soldados. Me habéis cogido por más de 50 ecus en forraje, además de una vaca y dos ovejas. Me dije: "Como me tomen de vez en cuando 20 ecus, se lo tendré en cuenta". Y luego, almacenaba otras cosas en el corazón, que os voy a contar. Hete aquí que descubro a uno de vuestros jinetes fumando su pipa junto a la fosa, detrás de la granja. Fui en busca de la hoz y volví a pasos menudos por detrás. Él no oyó nada. De un solo golpe le corté la cabeza, uno solo, como una espiga que no tiene tiempo de exclamar siquiera: "¡uf!". Buscad en el fondo de la charca: lo encontraréis metido en un saco de carbón con una piedra de las de la barrera.

»Tenía una idea en la mente. Agarré todas sus pertenencias, desde las botas hasta el gorro, y las escondí en el horno de yeso que hay detrás del patio».

El viejo calló. Los oficiales, estupefactos, se miraban entre sí. El interrogatorio se reinició y esto fue lo que descubrieron:

Una vez cometido el asesinato, el hombre había vivido con este pensamiento: «¡Matar un máximo de prusianos!». Experimentaba por ellos el odio acerado y encarnizado del campesino a la vez cupido y patriota. Como él mismo dijo, tenía su idea. Esperó varios días.

Le dejaban libre de ir y venir, de entrar y salir a su antojo, siempre y cuando se mostrara humilde con los vencedores, sumiso y generoso. Cada día veía partir el correo. Una noche salió habiendo oído el nombre del pueblo a donde se dirigían los mensajeros. A fuerza de frecuentar a los soldados, había aprendido las pocas palabras alemanas que precisaba.

Salió del patio y se metió en el bosque, alcanzó el horno de yeso, se introdujo en el fondo de una larga galería y, habiendo recuperado las ropas del muerto, se vistió con ellas.

Entonces se puso a merodear por los campos; rampaba, seguía los taludes para esconderse, atento al menor ruido y tan inquieto como un cazador furtivo.

Cuando juzgó que había llegado la hora, se acercó a la carretera y se escondió detrás de unos matorrales. Esperó un poco más. Al fin, a eso de medianoche, el galope de un caballo retumbó en la dura tierra del camino. El hombre pegó una oreja al suelo para asegurarse de que había un solo jinete. Estaba listo para obrar.

El ulano llegaba al galope, con noticias frescas. Marchaba con el ojo alerta. Cuando estuvo a diez pasos, el padre Milón se arrastró en medio de la carretera, gimiendo: «¡Hilfe! ¡Hilfe! ¡Ayuda, ayuda!». El jinete se detuvo, creyó que era un alemán desmontado y herido. Bajó del caballo y se acercó a él sin sospechar nada. Nada más inclinarse sobre él, recibió en medio del vientre la larga hoja curva del sable. Se derrumbó sin agonía, tan sólo unos temblores supremos lo agitaron. El normando, con la alegría muda del labriego, se levantó y para darse gusto cortó la garganta del cadáver. Después lo arrastró hasta la fosa y allí lo arrojó.

El caballo, tranquilo, aguardaba a su amo. El padre Milón montó en la silla y partió al galope a través de la llanura.

Al cabo de una hora distinguió a otros dos ulanos que entraban juntos al cuartel. Hacia ellos fue derecho, gritando de nuevo: «¡Hilfe! ¡Hilfe!». Los prusianos dejaron que se acercara, sin desconfiar al haber reconocido el uniforme. Y pasó el viejo como una bola de cañón entre ambos, derribando a uno y otro con su sable y su revólver.

A continuación degolló a los caballos, ¡caballos alemanes!

Y después entró sin hacer ruido en el horno de yeso y escondió un caballo en el fondo de la oscura galería. Se quitó el uniforme, volvió a ponerse las ropas miserables y se fue a la cama para dormir hasta la mañana siguiente.

No salió durante cuatro días; esperaba que terminase la encuesta abierta. Al quinto volvió a salir y mató a otros dos soldados valiéndose de la misma estratagema. A partir de entonces, no paró. Cada noche rodaba a la ventura, aquí y allá derribaba a prusianos, galopaba por los campos desiertos, bajo la luna, ulano perdido, cazador de hombres. Una vez cumplida la misión, había dejado tras él cadáveres tendidos a lo largo de los caminos. El viejo volvía a meter en el fondo del horno de yeso su caballo y uniforme.

Hacia el mediodía, con aire tranquilo, le proporcionaba avena y agua. Alimentaba a su montura con generosidad, puesto que exigía de ella un gran esfuerzo.

Pero la víspera, uno de los asaltados se había mostrado alerta y de un sablazo le había cortado la cara al viejo payés.

No obstante, se había cargado a los dos. Había vuelto una vez más, escondido el caballo y retomado sus humildes atuendos; pero ya cerca del hogar había experimentado una flojera y se había arrastrado hasta el establo, sin posibilidad de alcanzar la casa.

Le habían encontrado lleno de sangre, tendido sobre la paja...

Al acabar su narración, alzó de pronto la cabeza y miró con obstinación a los oficiales prusianos. El coronel, acicalándose el bigote, le preguntó:

«¿Nada más que añadir?»

—Nada. Las cuentas son justas: he matado a trece, ni más ni menos.

—¿Sabe usted que va a morir?

—No os había pedido que me acordarais la gracia.

—¿Ha sido usted soldado?

—Sí, en mis tiempos he estado en campaña. Además, ustedes han sido los que habían matado a mi padre, que era soldado en tiempos del emperador. Sin contar que también habéis matado al mayor de mis hijos, François, el mes pasado, cerca de Évreux. Os debía, os he pagado. Ahora no nos debemos nada.

Los oficiales se miraban. El viejo prosiguió:

«Ocho por mi padre, ocho por mi hijo: nada nos debemos. ¡No he sido yo el que os ha buscado líos! ¡Ni siquiera os conocía! Tampoco sé de dónde venís. Y llegasteis a mi casa para dar órdenes como si estuvieseis en la vuestra. Me he vengado de mí y de los otros. Nada de remordimientos».

Y, levantando el torso anquilosado, el viejo se cruzó de brazos, en una pose de héroe humilde.

Los prusianos hablaron en voz baja un buen rato. Un capitán que también había perdido a su hijo el mes pasado defendía a este pordiosero magnánimo.

Entonces se levantó el coronel y, habiéndose acercado al padre Milón, le susurró:

«Escuche, anciano, tal vez haya un modo de salvarle la vida. Es...»

Pero el buen hombre ya no escuchaba, la mirada fija en el oficial vencedor. En tanto que el viento agitaba los cabellos en desorden de su cabeza, esbozó un horroroso gesto con que la expresión se le volvió tensa, la cara cortada por el tajo. E, hinchándosele el pecho, escupió con todas sus fuerzas en la cara del prusiano.

El coronel, ofuscado, alzó la mano y el hombre una vez más le escupió en el rostro.

Todos los oficiales se habían levantado y gritaban órdenes al mismo tiempo.

En menos de un minuto el buen hombre, siempre igual de impasible, fue puesto contra la pared y fusilado mientras enviaba sus últimas sonrisas a Jean, el mayor de los hijos, a su nuera y a los dos pequeños, quienes contemplaban perturbados la escena.

19 enero

1.4. Historia del Churiador

No habrá olvidado el lector que un huésped recién llegado a la taberna observaba con atención a otros dos que en ella estaban.

Uno de éstos, como llevamos dicho, tenía un gorro griego en la cabeza, escondía la mano izquierda y había preguntado con insistencia a la figonera si no habían llegado aún el Maestro de Escuela y el Cojo Gordo.

Mientras la Cantaora contó su historia, que no pudieron oír, hablaron uno con otro en voz baja, y a cada paso miraban hacia la puerta con manifiesta inquietud.

El del gorro griego dijo a su compañero:

—El Cojo Gordo no viene, ni tampoco el Maestro de Escuela.

—¡Como el Esqueleto no lo haya asesinado para robarle lo robado!

—Eso no nos vendría mal a nosotros, que hemos preparado el negocio y que debemos tener nuestra parte —repuso el otro.

El desconocido estaba demasiado lejos de ellos para oír lo que decían. Después de haber consultado con suma precaución un papel que llevaba en el fondo de la gorra, pareció satisfecho de su perspicacia, se levantó de la mesa y dijo a la tabernera, que dormitaba en el tablero con los pies sobre el calentador y el gato negro en el regazo:

—Adiós, Pelona, hasta luego. Cuidado con mi jarro y con mi plato… No confíes en tus parroquianos.

—No tengas cuidado, gachón —dijo la tía Pelona—; si tu jarro y tu plato quedan vacíos, nadie los tocará.

Rióse del chiste de la figonera y desapareció sin que nadie lo observase.

En el momento en que salió este hombre, y antes de que la puerta se hubiese cerrado, percibió Rodolfo allá en la calle al carbonero de estatura colosal y cara tiznada. Manifestóle con un gesto cuán importante le era su vigilancia; pero el carbonero, sin atender a esta insinuación, no se apartó de la inmediación del Conejo Blanco.

El semblante de la Cantaora se entristecía por momentos: arrimada de espaldas a la pared, la cabeza caída sobre el pecho, giraba alrededor de sí sus grandes ojos y parecía sumergida en negros pensamientos.

Había apartado dos o tres veces la vista al encontrarse con la mirada fija de Rodolfo, sin poder explicarse la singular impresión que le causaba. Turbada y hasta cohibida con su presencia, casi se arrepentía de haberle referido tan sinceramente su vida miserable.

El Churiador, por el contrario, estaba muy alegre. Se había comido solo todo el arlequín, y el vino y el aguardiente lo volvían hablador y comunicativo. La vergüenza de haber encontrado a su maestro, como él decía, había desaparecido por el generoso proceder de Rodolfo, en quien reconocía un grado tal de superioridad física que su humillación había dado lugar a un sentimiento compuesto de admiración, temor y respeto.

El carácter no rencoroso que había manifestado, y el orgullo salvaje con que se alababa de no haber robado nunca, probaban que no era un hombre enteramente endurecido en la perversidad. Observación que no se escapó a la sagacidad de Rodolfo, el cual deseaba con impaciencia oír su historia.

—Vamos, Churiador, ahora tú. Ya te escuchamos —le dijo.

El Churiador echó otro trago y empezó de esta manera:

—Tú por lo menos, pobre Cantaora, tuviste una Lechuza que te recogiese… ¡Malos diablos la lleven!… Tuviste dónde dormir desde que te prendieron por vagabunda… En cuanto a mí, puedo asegurar que no supe lo que era cama hasta los diecinueve años, cuando senté plaza de soldado.

—¿Has servido, Churiador? —dijo Rodolfo.

—Durante tres años; pero eso vendrá a su tiempo. Las piedras del Louvre, los hornos de yeso de Clichy y las canteras de Montrouge, he aquí las posadas de mi juventud. Ya veis…, tenía casa en París y en el campo…, nada más…

—¿Cuál era tu oficio?

—A decir verdad, no conservo más que un recuerdo muy oscuro de haber andado cuando niño con un trapero que me hundía a palos. Esto debe de ser verdad, porque jamás he encontrado a uno de esos hombres revolviendo basura sin que me entrasen ganas de caerle encima a garrotazos. Mi primer oficio ha sido el de ayudar a los desolladores a matar y desollar caballos en Montfaucon. Tenía entonces diez o doce años. Cuando empecé a matar y desollar caballos viejos me daban alguna lástima; pero al cabo de un mes estaba ya tan corriente y me gustaba el oficio. Nadie tenía cuchillos tan afilados como los míos: solo por verlos daban ganas de cortar con ellos… Después que desollaba algunos caballos, me arrojaban un pedazo del anca de algún vejestorio que había muerto de enfermedad; porque los que nosotros matábamos se vendían a los figoneros del barrio de la Escuela de Medicina, que los convertían en carne de vaca, de carnero, de ternera, o de caza brava, al gusto y placer de los golosos… ¡Cáspita! Cuando yo me veía con mi rebanada de carne de caballo entre las uñas, ¿qué rey ni qué roque era mejor que yo?… Entonces me largaba a mi horno como un lobo a su cueva, y con permiso de los horneros asaba en las brasas mi rica tajada. Cuando los hornos no trabajaban, cogía leña en el bosque de Romainville, sacaba fuego con la piedra y la yesca y hacía mi asado en un rincón de los muros del cementerio. ¡Rayos! Entonces sí que lo comía sangrando y casi crudo; pero tampoco comía tanto como otras veces.

—Dinos tu nombre, Churiador —interrumpió Rodolfo.

—El color de mi cabello era aún más claro que ahora; siempre tenía los ojos encarnados como sangre, y por eso me llamaban el Albino. Los albinos son los conejos blancos de los hombres, y tienen los ojos encarnados —añadió gravemente a manera de paréntesis fisiológico.

—¿Y tus padres y familia?

—¿Mis padres...? Viven en la misma calle y número que los de la Cantaora… ¿Dónde he nacido...? En el primer rincón de la primera calle, a derecha o izquierda, bajando o subiendo hacia el Sena.

—¿No has maldecido nunca a tus padres por haberte abandonado?

—¡Eso sí que me hubiera sacado de mal año!… ¡Vaya una pregunta!… Con todo, no me hicieron mucho favor cuando me trajeron a este mundo… Si al menos me hubieran hecho como Dios debe hacer a los pobres, es decir, sin hambre, ni sed, ni frío… Poco costaría esto; y entonces los pobres que no roban andarían algo mejor.

—¿Tuviste hambre y sed y no has robado?

—A fe que no, y por eso he pasado tanta miseria. Hubo dos días seguidos en que no comía ni un mendrugo, y esto sucedía más veces de lo que me tocaba. Pero no importa… No he robado nada a nadie, y se acabó.

—Por causa de la cárcel… ¿verdad?

—¡Vaya una salida! —dijo el Churiador alzando los hombros y soltando una carcajada—. ¿Con que no hubiera robado por temor de tener pan?… Sin robar, me moría de hambre; robando, me mantendrían en la cárcel a boca de cardenal… Pero no he robado porque…, porque…, en fin, no me cuadraba a mí eso, y se acabó.

Esta hermosa respuesta, cuyo valor no comprendía el Churiador, impresionó a Rodolfo. Vio que el pobre honrado en medio de la miseria era con doble motivo digno de respeto; siendo así que el castigo de su crimen podía convertirse en un recurso cierto de subsistencia. Alargó la mano a este infeliz salvaje, a quien la miseria no había depravado enteramente.

El Churiador miró asombrado y casi con respeto a su favorecedor: apenas se atrevía a tocarle la mano. Un pensamiento vago le hacía entrever un abismo que lo separaba de él.

—¡Bueno! —le dijo Rodolfo—; ya vemos que tienes corazón y honor.

—¿Corazón?… ¿Honor?… ¿Yo?… ¡Ca! ¿Os chanceáis? —respondió con sorpresa.

—Sufrir miseria y hambre antes que robar es tener honra y corazón —dijo Rodolfo gravemente.

—¡Sí!… pero… ¿Quién sabe?… Pudiera ser…

—¿Te espantas de eso?

—¿Pues no?… Si no tengo costumbre de oír esas palabras: siempre me han tratado como a un perro sarnoso… ¡Vaya efecto me ha hecho lo que acabáis de decir!… ¡Corazón!… ¡Honor! —repitió con aire pensativo.

—Pero, ¿qué tienes?

—Por Dios que no lo sé —dijo el Churiador conmovido—; pero esas palabras… Vea usted… Me revuelven el magín… y me agradan más que si me dijesen que soy más fuerte que el Esqueleto y que el Maestro de Escuela. Lo cierto es que esas palabras…, y los puñetazos que me habéis dado por remate de fiesta…, tan bien ribeteados…; sin contar con que me pagáis la cena… y que me decís unas cosas que… En fin, adelante —gritó de repente, como si le fuera imposible expresar su pensamiento—. Lo cierto es que en la vida y en la muerte podéis contar con el Churiador.

—¿Has servido mucho tiempo a los desolladores? —preguntó Rodolfo con más frialdad, no queriendo descubrir la emoción que sentía.

—Ya lo creo… Al principio me daba alguna lástima matar aquellos vejestorios, que ni capaces eran de largarme una coz; pero luego que llegué a los dieciséis años y fui siendo más hombre, se convirtió en rabia, en pasión, en necesidad, en furor, esta afición de matar y desollar. Dejaba de comer y beber… ¡No pensaba en otra cosa! Era de ver cuando estaba con las manos en la obra: a no ser un pantalón viejo que tenía, no me ponía otra cosa. Cuando tenía alrededor de mí quince o veinte caballos encadenados esperando su vez, con mi gran cuchillo bien afilado en la mano… Cuando me ponía a matar, no sé lo que me pasaba…; me volvía loco; me zumbaban los oídos; veía el mundo encarnado; la sangre se me subía a los ojos, y mataba y desollaba hasta que se me caía el cuchillo de la mano. ¡Rayos! ¡Qué gusto! Si hubiera tenido millones, los hubiera dado por hacer aquel oficio.

—De ahí te habrá venido el gusto de dar puñaladas —dijo Rodolfo.

—Bien puede ser; pero cuando pasé de los dieciséis años el furor aquel creció de tal manera que cuando empezaba a desollar perdía el juicio y echaba a perder toda la obra… Destruía las pieles a fuerza de dar cuchilladas por aquí y por allá, y tanto me encarnizaba que no sabía lo que hacía. En una palabra, me despidieron del osario. Me ofrecí a algunos carniceros, porque siempre tuve amor al oficio; pero se hacían de pencas… ¡Qué señores! Me despreciaron como los de la obra prima desprecian a los remendones. Entonces me di a buscar el pan por otro camino; pero no lo hallé. ¡Qué hambre pasé todo aquel tiempo! Por fin hallé trabajo en las canteras de Montrouge; pero al cabo de dos años me aburrí de romperme el espinazo dando a la rueda para sacar piedra, sin más jornal que veinte sueldos diarios. Era de buena talla y robusto, y senté plaza en un regimiento. Me preguntaron por mi nombre, mi edad y mis papeles. «¿Mi nombre? —dije yo— Soy el Albino. ¿Mi edad? Miradme el diente. ¿Mis papeles? Ahí está el certificado de mi amo el cantero». Como vieron que podía hacer un buen granadero, me alistaron sin más ni más.

—Con tu fuerza, tu valor y tu manía de cortar, si hubiera habido guerra acaso habrías llegado a ser oficial.

—¡Ojalá! ¡Cuánto más me agradaría degollar ingleses y prusianos que rocines viejos!… Pero ahí estaba el mal: no había guerra, y había disciplina. Un jornalero puede dar una manta de palos a su amo: si es más fuerte los da, si es más flojo los recibe. Le plantan en la calle, coge las de Villadiego y se acabó la fiesta. En la milicia es cosa diferente. Un día mi sargento me echó una bronca para hacerme andar más deprisa. Tenía razón porque yo me hacía el maula. Sin embargo, esto me incomodó. Me dio un empujón y yo le di otro. Me echó la mano al gañote, y yo le largué un puñetazo. Cayeron sobre mí, y entonces sí que hubo la de Dios es Cristo. Bramaba de rabia…, tenía toda la sangre en los ojos y no veía más que sangre… ¡Sangre!… Y como tenía el cuchillo en la mano porque estaba de rancho, empecé a matar…, a matar…, a clavar como en una carnicería… Tendí frío al sargento, herí a dos soldados… ¡Qué horror!… ¡Once puñaladas a los tres!… Sí, once puñaladas… ¡Todo era sangre como en Montfaucon!… Yo también chorreaba sangre.

Bajó la cabeza con aire torvo y abatido, y permaneció un rato silencioso.

—¿En qué piensas, Churiador? —dijo Rodolfo observándolo con interés.

—En nada… —le respondió bruscamente, y luego prosiguió con su brutal indiferencia—. Por último me sujetaron, y fui juzgado y sentenciado a muerte.

—¿Y cómo has salvado la vida? ¿Huiste?

—No; en lugar de quitarme el resuello, me sentenciaron por quince años al presidio. Se me pasó deciros que había salvado la vida a dos compañeros que estaban para ahogarse en el Maine. Nos hallábamos de guarnición en Melun. En otra ocasión…, vais a reíros y a decir que soy un animal del fuego y del agua, que así salva hombres como mujeres… En otra ocasión, estando de guarnición en Rúan, prendió el fuego en un barrio. Allí todas las casas son de madera como barracas. Me hicieron acudir al fuego, y al llegar al sitio oí decir que una vieja no podía bajar de su cuarto, donde ya entraban las llamas. Subí. ¡Cáspita, qué caliente estaba aquello!… ni los hornos de yeso. Finalmente, salvé a la vieja, pero salí con las plantas de los pies abrasadas. En una palabra, gracias a estos servicios mi procurador se puso de puntillas y habló, y se estiró tanto que me conmutaron la pena; y en lugar de ir al patíbulo me mandaron a galeras por quince años… Al ver que no me mataban y que me mandaban a presidio, me entraron ganas de echarme al cuello de mi charlatán para ahogarlo… Cuando se vino a mí haciendo de persona para decirme que me había salvado la vida… ¡Poder de Dios!… ¡Si no me hubiera contenido!…

—Luego, no te gustó la conmutación de pena.

—¡Qué me había de gustar?… El que con hierro mata justo es que con hierro muera, así como es justo que el ladrón calce grillos… A cada cual su merecido… Pero obligar a uno a vivir entre galeotes cuando tiene derecho a ser ahorcado sobre la marcha, es una infamia. No se mata a un hombre sin que quede de ello alguna memoria… Pero eso de vivir en galeras…

—Luego, has tenido remordimientos.

—¿Remordimientos? No… Yo no hice más que lo que pude; pero en mis primeros años de presidio ni una noche pasaba sin ver en sueños al sargento y a los soldados que había despachado; es decir…, no estaban solos —añadió con terror—. Aguardaban su vez por docenas, por centenares, por millares, como en un matadero…, como con los caballos que degollaba en Montfaucon… Y entonces no veía más que sangre, y empezaba a matar…, a matar…, a degollar como hacía en otro tiempo con los caballos viejos… Pero sucedía que cuantos más soldados mataba, más soldados aparecían… Y al expirar volvían hacia mí unos ojos de piedad, que yo me maldecía por haberles quitado la vida… Pero ya no podía contenerme. Además, aunque no tuve nunca hermano ninguno, sucedía que todos se volvían mis hermanos… Y los quería con el alma… Por fin, cuando ya no podía más me despertaba cubierto de sudores fríos.

—¡Sueños crueles eran esos, Churiador!

—¡Ah! Sí… ¡Qué sueños!… Era cosa de perder el juicio… Así es que quise matarme por dos veces: una de ellas tomando cardenillo, y la otra ahorcándome con una cadena; pero, ¡rayos! Soy más fuerte que un toro. El cardenillo no hizo más que darme sed, y la cadena me dejó alrededor del cuello una corbata natural. Andando el tiempo, venció la costumbre de vivir. Los sueños y las pesadillas me atormentaron cada día menos, y me fui dando de alta como los demás compañeros.

—¡Buena escuela has tenido en la cárcel para aprender a robar!

—Cierto, pero faltaba la inclinación; y aunque algunas bromas me daban por eso los demás, también les costaba caro, porque andaba la cadena por rebenque. Allí fue donde conocí al Maestro de Escuela. En cuanto a éste…, es decir…, en cuanto a cosa de puñetazos, me dio mi ración correspondiente, como vos me la disteis ahí fuera hace un minuto.

—¿Es galeote cumplido el Maestro de Escuela?

—Era penado eterno; pero se libró como un gavilán, dando por cumplida la condena.

—¡Huyó de presidio y no lo denuncian!

—No seré yo quien lo denuncie, por vida mía.

—¿Cómo no da con él la policía? ¿No tiene su filiación?

—¿Filiación?… ¡Buen pájaro es el Maestro! Hace mucho tiempo que se quitó de la cara lo que Dios le había dado, y el diablo que lo reconozca ahora.

—¿Pero cómo ha podido hacer eso?

—¿Cómo...? Carcomiéndose poco a poco las narices con vitriolo. Tenían medio palmo de largo.

—Vamos, te chanceas sin duda.

—Si viene esta noche lo veréis: tenía unas narices de papagayo descomunales, y ahora es un chato como una loma. Los labios son como puños, y tiene la cara llena de costurones como sayo de trapero.

—¿Será posible que se haya desfigurado hasta el punto de que nadie lo conozca?

—Hace seis meses que huyó de Rochefort. Mil veces lo encontraron los alguaciles y pasan de largo sin conocerlo.

—¿Por qué ha estado en presidio?

—Por falsario, ladrón y asesino. Le llaman Maestro de Escuela porque escribe muy bien y sabe mucho.

—¿Le temen mucho por ahí?

—No le temerán, no, cuando le hayáis sacudido la pavana como a mí; ¡qué ganas tengo de que le llegue el día!

—¿De qué vive?

—Vive en compañía de una vieja tan mala como él, y tan fina como la pólvora. Pero no se la ve jamás. Sin embargo, le ha dicho a la tía Pelona que un día la traería a la taberna.

—¿Toma parte esa mujer en los robos que hace?

—Y en los asesinatos también. Dicen por ahí que se alaba de haber cometido con ella dos o tres últimamente. Entre los despachados se cuenta un boyero, a quien robaron y quitaron la vida en el camino de Poissy.

—Él caerá tarde o temprano.

—Muy diestro es preciso ser: lleva siempre debajo de la blusa dos pistolas cargadas y un puñal. Dice que sólo perderá la vida una vez y que para escaparse matará cuanto se le ponga delante. Y como es dos veces más fuerte que vos y que yo, no podrán cogerlo así a dos por tres.

—¿A qué te has dedicado después de salir de la cárcel?

—Me ajusté con un descargador del muelle de San Pablo, y gano la vida en este oficio.

—¿Por qué vives en la Cité no siendo ladrón?

—¿Y a dónde iría yo con mi cuerpo? ¿Quién se acompañaría de un presidiario? Yo no puedo estar solo; me gusta la sociedad y aquí vivo entre mis iguales. Me meto en algunas pendencias; me temen como al fuego en la Cité; y el comisario no tiene por qué decirme esta boca es mía, fuera de algunos lances de poca monta que me valen algunas horas de corrección.

—¿Cuánto ganas por día?

—Treinta y cinco sueldos; y para eso tomo en el río pediluvios hasta la cintura de diez a doce horas cada día, así en verano como en invierno. Cuando no pueda más con la fatiga tomaré un gancho y una canasta de mimbres, y volveré al oficio de trapero, como en mis primeros años.

—Y sin embargo, parece que no eres infeliz.

—Otros hay en peor situación. A no ser por los sueños del sargento y de los soldados muertos, sueños que perduran aún, esperaría tranquilo la última hora y moriría al pie de un muro, como acaso habré nacido. Pero los sueños… Vaya, hablemos de otra cosa —dijo el Churiador, vaciando la pipa contra una esquina de la mesa.

Mientras contaba su historia, Flor de María permaneció distraída, absorta y silenciosa. Rodolfo le había escuchado con aire pensativo.

Un accidente trágico recordó por fin a los tres el lugar en que se hallaban.

17 enero

1.3. Historia de la Cantaora

—Empecemos por el principio —dijo el Churiador.

—Cierto —dijo Rodolfo—. ¿Tus padres?

—No los conozco —respondió Flor de María.

—¡Qué casualidad!… ¿No lo decía yo?... Somos de una misma familia —la interrumpió el Churiador.

—¿También tú, Churiador?

—Huérfano de las calles de París… Como tú, ni más ni menos, hija mía.

—¿Quién te ha criado, Cantaora? —preguntó Rodolfo…

—No lo sé, señor. Desde que yo me acuerdo…, tendría entonces seis o siete años…, estaba con una vieja tuerta a quien llamaban la Lechuza porque tenía la nariz encorvada y un ojo verde muy redondo.

—¡Ja, ja, ja! Parece que la estoy viendo —gritó el Churiador.

—La tuerta —continuó la joven— me hacía vender buñuelos de noche en el Puente Nuevo, un modo de hacerme pedir limosna. Cuando no llevaba diez sueldos por lo menos me pegaba en vez de darme de cenar.

—¿Y estás segura de que esa mujer no era tu madre? —preguntó Rodolfo.

—Vaya si lo estoy. La misma Lechuza me echaba en cara el que no tuviera padre ni madre; siempre me decía que me había recogido en la calle.

—Según eso —dijo el bandido—, te daba correa por cena cuando no le llevabas diez sueldos.

—Y después me acostaba en unas pajas, ¡y tenía tanto frío!

—Ya se ve… ¡La paja! —exclamó el Churiador—. ¡El estiércol sería cien veces mejor! Pero dicen que hay gente tan melindrosa…

Este chiste hizo sonreír a Flor de María; que continuó diciendo:

—Por la mañana el almuerzo era lo mismo que la cena del día anterior. Me enviaba a Montfaucon a buscar miñosas para pescar, porque durante el día tenía la vieja su tienda de sedales junto al puente de Nuestra Señora. ¡Qué largo me parecía el camino desde la Mortellería hasta Montfaucon!… Ya se ve; como no tenía más que siete años y andaba muerta de hambre y de frío…

—El ejercicio te hizo crecer derecha como un huso —dijo el Churiador, haciendo fuego para encender su pipa.

—Llegaba siempre muy cansada —continuó la Cantaora— y a mediodía me daba un mendruguito de pan.

—Que no se podía comer, ¿verdad? —dijo el bandido aspirando el humo a bocanadas—. No te quejes, prenda mía, que por eso te cabe la cintura en un puño. Pero, ¿qué tenéis, camarada?… Camarada, no… ¿Señor Rodolfo? Parecéis triste. ¿Será porque esta gachona ha pasado miseria? A todos nos apretó bien el hambre. ¿Qué importa la miseria?

—¡Ah! No has pasado tanta como yo, Churiador —dijo Flor de María.

—¿Quién, yo...? Hija del alma, figúrate que eras una reina comparada conmigo. Cuando eras pequeña tenías por lo menos paja donde dormir y pan que comer. Pero yo, prenda, yo pasaba mis mejores noches de descanso en los hornos de yeso de Clichy, como un verdadero vagabundo, y mi comida eran tronchos que recogía por las calles. Pero las más de las veces, como había tanto camino hasta los hornos de Clichy, y notando que la gaza me roía los huesos, me tendía debajo de los portales del Louvre. Y en invierno disponía de sábanas blancas como la nieve.

—Un hombre es más duro. Pero una pobre niña… —dijo Flor de María—. Así andaba yo, tan gorda como una golondrina.

—¿Y te acuerdas de eso, pimpollo?

—Vaya que si me acuerdo... Cuando me zurraba la Lechuza siempre me caía al primer golpe; entonces me daba puntapiés y me decía gritando: «Esta lagartija tiene menos fuerza que un pollo; ni siquiera recibe un bofetón sin caer patas arriba». Y luego me llamaba Chillona, que es mi nombre de bautismo; no tengo otro.

—Lo mismo que yo: mi bautismo fue el de los perros perdidos. Me llamaban cosa…, máquina…, oyes…, el Albino… ¡Qué sé yo! Es de admirar cómo nuestros relatos se semejan —dijo el Churiador.

—Es claro, en la miseria —repuso Flor de María, que casi siempre dirigía la palabra a este hombre, pues se sentía cohibida delante de Rodolfo, no se atrevía a levantar los ojos para mirarlo, pese a que por lo visto era de su misma clase.

—¿Y qué hacías después de traer las miñosas? —preguntó el Churiador.

—La tuerta me hacía pedir limosna cerca del sitio en que estaba, porque hasta el anochecer no iba a freír los buñuelos al Puente Nuevo. ¡Qué lejos quedaba mi pedacito de pan! Pero, pobre de mí si le pedía de comer, porque entonces me pegaba y me decía: «Anda, Chillona, anda a hacer diez sueldos de limosna, y después te daré de cenar». Entonces yo, como tenía hambre y la Lechuza me pegaba tanto, lloraba a más no poder. La tuerta me colgaba al cuello mi tablerito de buñuelos y me ponía en el Puente Nuevo, en donde me traspasaba el frío si era invierno. Algunas veces me dormía de pie; pero no me duraba mucho el sueño porque la Lechuza me despertaba a golpes. En fin, yo estaba en el Puente Nuevo hasta las once con mi tablerito al cuello, casi siempre llorando. Al verme llorar, los que pasaban sentían lástima y algunos me daban hasta diez y hasta quince sueldos, que yo entregaba a la Lechuza. Pero ésta, para ver si me quedaba aún con algo, me registraba de pies a cabeza y me miraba hasta dentro de la boca.

—Quince sueldos son un jornal muy grande.

—Ya lo creo; por eso la tía Lechuza al ver…

—Con un ojo, ¿verdad? —interrumpió el Churiador.

—Claro; ¡si no tenía más que uno! Pues como iba diciendo, la tuerta tomó por costumbre el darme una zurra para hacerme llorar y aumentar así la caridad de los que pasaban.

—Malo es eso; pero se conoce que era lista.

—Al fin me acostumbré a los golpes. Y como la tuerta se desesperaba cuando no me veía llorar, para vengarme de ella cuanto más me zurraba más reía, aunque tuviese los ojos llenos de lágrimas.

—¡Pobre criatura! Dime, mucho te debían tentar los buñuelos…

—Es claro; y como nunca los había probado, toda mi ambición se reducía a comer algunos. Pero esta ambición me perdió. Un día al volver de Montfaucon, me dieron de golpes y me robaron el cestillo unos muchachos. Ya sabía yo lo que me esperaba al llegar: la tuerta me dio una zurra y no me dio pan. Por la noche antes de ir al puente, furiosa porque no le había vendido los buñuelos la víspera, en lugar de pegarme como tenía costumbre, me martirizó hasta hacerme sangre, me arrancaba los pelos de las sienes, que es por donde duele más.

—¡Ira de Dios! ¡Eso ya pasa de marca! —gritó el Churiador frunciendo las cejas y dando un puñetazo a la mesa—. Azotar a una niña, pase; aunque ya no me hacía buen estómago… ¡Pero, martirizarla!… ¡Bruja de los demonios!

Rodolfo, que había escuchado atentamente a Flor de María, miró con asombro al Churiador, sorprendido por este relámpago de sensibilidad.

—¿Qué tienes, Churiador? —le dijo.

—¿Qué tengo...? ¿Qué he de tener? ¡Cómo! ¿No os llega al alma lo que oís? ¡Ese monstruo de Lechuza, martirizar a esta niña! ¿O sois acaso tan duro como vuestros puños?

—Sigue, hija mía —dijo Rodolfo, sin responder al bandido.

—Iba diciendo que la tía Lechuza me había martirizado hasta hacerme llorar. Me fui al puente con mis buñuelos. La tuerta estaba con su sartén, y de cuando en cuando me amenazaba con el puño cerrado. Entonces, como no había comido desde la víspera y tenía mucha hambre, tomé un buñuelo y lo comí a riesgo de que se enfureciese la Lechuza.

—¡Bravo, hija mía! —exclamó el Churiador.

—Después me comí dos.

—¡Bravo! ¡Viva la libertad!

—¡Qué bien me supieron!… No fue por golosina, no… ¡Tenía hambre!… Pero a todo esto, una naranjera que allí cerca estaba empezó a gritar: «¡Oyes, Lechuza, mira que la Chillona te come los buñuelos!».

—¡Hola! ¡Rayo! Ahora sí que va a haber morena… Ahora sí —dijo el bandido singularmente interesado—. ¡Pobre ratilla mía! ¡Qué temor sentirías entonces! ¿Es verdad?

—¿Cómo saliste del paso? —preguntó Rodolfo, no menos interesado que el Churiador.

—¡Ah!, muy mal; pero eso fue más tarde; aunque la tuerta se había puesto furiosa al verme comer los buñuelos, no podía dejar la sartén.

—¡Ja, ja, ja! Es verdad. ¡Miren ustedes qué posición tan crítica!… —gritó el Churiador soltando una carcajada.

—La tuerta me amenazaba desde su banquillo con el gran tenedor de hierro, y luego que acabó de freír se vino hacia mí. Me habían dado tres sueldos de limosna y yo había comido por valor de seis. Me agarró de la mano sin decirme una sola palabra. Yo no sé cómo no caí muerta de miedo en ese instante. Me acuerdo como si fuera hoy, porque justamente era día de año nuevo. Había muchas tiendas de juguetes en el Puente Nuevo… Toda la tarde se me había estado desvaneciendo la cabeza sólo con mirar tantas muñecas bonitas y tantos juguetes como allí había… Ya sabéis que los juguetes son para una niña el mejor regalo del mundo.

—¿Y nunca habías tenido siquiera uno? —dijo el Churiador.

—¿Yo...? ¡Dios mío! ¿Quién me los había de dar? —respondió con tristeza Flor de María.

Aunque era en pleno rigor de invierno, no llevaba más que un vestidito de tela sin medias ni camisa, y unas almadreñas en los pies. El calor no debía de ahogarme, ¿verdad? Pues, con todo eso, cuando la tuerta me cogió de la mano todo mi cuerpo se cubrió de sudor. Lo que más me espantaba era que en vez de jurar y echar maldiciones, como de costumbre, no hacía más que refunfuñar entre dientes durante todo el camino… No me dejaba de la mano y como iba tan ligera, tan ligera, tenía que correr para seguirla. Se me cayó una almadreña y como no me atrevía a decir palabra, seguí así, con el pie descalzo por las piedras, y cuando llegamos a casa todo el pie me sangraba.

—¡Oh, perra bruja! —volvió a gritar el Churiador, golpeando de nuevo la mesa—. Me quema los hígados el pensar que esta pobre criatura va corriendo tras la vieja ladrona, con su pie sangrando…

—Vivíamos en un desván de la calle de la Mortellería, y al lado de la puerta de abajo había una tienda de bebidas, donde entró la Lechuza sin soltarme la mano. En el mostrador se bebió medio cuartillo de aguardiente.

—¡Cáspita! No lo bebería yo sin caer redondo como una piedra.

—Era la ración ordinaria de la tuerta. Puede ser que por eso me zurrase tanto por las noches. En fin, subimos a nuestro desván. Dio dos vueltas a la llave y yo me eché de rodillas, suplicándole que me perdonase por haber comido los buñuelos. A nada me respondía, y sólo murmuraba pasando furiosa de un lado a otro del cuarto: «¿Qué voy a hacer con esta Chillona, con esta ladrona de mis buñuelos?… Veamos… ¿Qué haré con ella?». Y se detuvo para mirarme con el ojo verde, que parecía una brasa. Yo seguía de rodillas. En esto, la tuerta se arrojó a un estante y agarró unas tenazas.

—¡Unas tenazas! —gritó el Churiador.

—Sí, unas tenazas.

—¿Y para qué?

—¿Para pegarte con ellas? —dijo Rodolfo.

—¿Para pellizcarte? —dijo el Churiador.

—¿Para arrancarte más cabellos?

—No, para arrancarme un diente.

El Churiador prorrumpió en una blasfemia tal, y la acompañó de imprecaciones tan furibundas, que todos los huéspedes de la taberna volvieron asombrados la cabeza.

—¿Qué es eso? ¿Qué tienes? —dijo Rodolfo.

—¿Qué tengo? ¡Oh, tuerta, bruja de Satanás! ¿Dónde está? ¡Dime dónde está, que la voy a asesinar!

—Y por fin, hija mía, ¿te arrancó el diente esa vieja miserable? —preguntó Rodolfo, mientras que el Churiador se entregaba a la explosión de su cólera.

—Sí, señor; pero no fue del primer tirón. ¡Oh, Dios mío! ¡Cuánto he sufrido! Me apretaba la cabeza entre sus rodillas como si fueran un torno. Por último, con las tenazas y los dedos me acabó de arrancar el diente; y luego me dijo: «Ahora, Chillona, te arrancaré otro como éste todos los días; y cuando no tengas ya dientes que arrancar, te echaré al río para que te coman los peces».

—¡Ah, maldita! ¡Romper, arrancar los dientes a una niña desdichada! —exclamó el Churiador más y más enfurecido.

—¿Cómo te has escapado de la tía Lechuza? —preguntó Rodolfo.

—Era tal el miedo que tenía de que me ahogase, que en lugar de ir la mañana siguiente a Montfaucon, me escapé por el lado de los Campos Elíseos. Hubiera corrido hasta el fin del mundo con tal de no caer en sus manos. Tanto anduve que llegué a un barrio lejano. No había encontrado a quien pedir limosna, y además iba tan asustada que no me acordaba de comer. Llegada la noche, entré en un almacén de maderas, y como era pequeñita me metí por debajo de una puerta vieja, me escondí en unas cortezas y virutas que había debajo de un montón de palos, y me quedé dormida. Cuando iba a ser de día sentí ruido, y me introduje más debajo de los maderos. Casi tenía calor y si hubiera tenido que comer nunca habría pasado mejor noche de invierno.

—Como yo en el horno de yeso.

—No me atrevía a salir del almacén porque pensaba que la Lechuza me buscaría por todas partes para arrancarme los dientes y ahogarme.

—¡Vaya, no me hables más de esa bruja, que me revuelves la sangre! Lo cierto es que pasaste mucha miseria; mucha. ¡Pobrecita mía! Por eso me pesa el haberte asustado ahí afuera… No te habría pegado, no…, a fe mía.

—¿Por qué me habías de pegar, si no tengo en el mundo quién vuelva por mí?

—Pues justamente no te pegaría porque no eres como las demás, y porque no tienes quién te defienda. Pero aunque digo que no tienes, es sin contar con el amigo señor Rodolfo…, que no se duerme cuando oye que te quejas.

—Adelante, hija mía —dijo Rodolfo—. ¿Cómo has salido del almacén?

—Al día siguiente, a eso de mediodía, oí ladrar un perro grande debajo de los maderos que me encubrían, y cuanto más escuchaba más sentía que se iba acercando hacia mí; hasta que por último oí una voz de hombre que decía: «El perro ladra; sin duda hay gente en el almacén». «Son ladrones» —repuso otra voz. Y los dos hombres azuzaban el perro y le gritaban: «¡Entra, entra!». Como se acercaba y temía que me mordiese, empecé a gritar pidiendo socorro con todas mis fuerzas. «¡Hola!» —dijo la voz—. «Cualquiera diría que es un niño el que está ahí». Llamaron al perro, salí de entre los maderos, y me hallé cara a cara con un señor y con un muchacho vestido de blusa. «¿Qué haces en mi almacén, ladroncilla?», me dijo el señor muy enfadado; y le respondí juntando las manos: «Por Dios, señor, no me hagáis mal; hace dos días que no como. Me escapé de casa de la tía Lechuza, que me arrancó un diente y quería echarme a los peces. Como no tenía en dónde acostarme, me metí por debajo de la puerta y dormí esta noche sobre las cortezas, entre vuestra madera, creyendo que no hacía daño a nadie». «¿A mí con esas...? Es una ladronzuela que viene a robarme los palos. Anda a buscar la guardia» —dijo el señor a su criado.

—¡Mira el viejo bruto! ¡Llamar a la guardia! ¿Por qué no llamó también a la artillería? —exclamó el Churiador—. ¡Robarle los maderos!… Y no tenías más que ocho años… ¡Qué animal!

—Es verdad, porque el criado le dijo: «¿Cómo había de robar esta criatura, señor, si es mayor que ella el menor de los palos que hay aquí?». «Tienes razón —le contestó el señor—; pero has de saber que no se introdujo en el almacén para robarlo ella, sino para que otros lo robasen. Los ladrones se valen de niños para que se oculten y les abran luego las puertas de las casas. Es preciso llevarla al comisario. Cuidado que no se escape».

—¡Cuerpo de tal! —dijo el Churiador—; ese hombre era más duro que sus palos…

—Me presentaron al comisario —continuó la Cantaora—; dijo que era una vagabunda y me llevaron a la cárcel, de donde fui conducida ante el tribunal y condenada a permanecer hasta la edad de dieciséis años en una casa de corrección. ¡Mucho se lo agradecí a los jueces!… En la prisión tenía que comer y nadie me zurraba: era un paraíso comparado con el desván de la tía Lechuza. Me enseñaron a coser; pero era muy perezosa, y me gustaba más cantar que trabajar, sobre todo cuando veía el sol. ¡Ah!, cuando hacía buen tiempo en el patio de la cárcel, sin poder contenerme, a fuerza de cantar me parecía que no estaba presa; y como cantaba tanto me pusieron entonces el nombre de Cantaora, en lugar del de Chillona que tenía. Por último, me dieron libertad nada más cumplir los dieciséis años. A la puerta de la prisión hallé a la tía Pelona, dueña de esta taberna, y dos o tres viejas de las que visitaban algunas veces a mis compañeras de encierro, las cuales me tenían ofrecido que me darían que hacer cuando saliese de la prisión.

—¡Ya, ya! ¡Ya entiendo! —dijo el Churiador.

—«Prenda mía —me dijeron la Pelona y las viejas—, ¿quieres venirte con nosotras? Te daremos vestidos nuevos y no tendrás más que hacer que divertirte». Como desconfiaba de ellas, rehusé la oferta y me dije a mí misma: «Sé coser y tengo doscientos francos en el bolsillo… Hace ya ocho años que estoy presa; deseo ser libre y feliz, porque con esto no hago daño a nadie. Cuando se me acabe el dinero no me faltará cómo ganarlo…». Así es que me puse a gastar sin precaución mis doscientos francos, y éste fue mi gran pecado. Mejor me hubiera ido de haber buscado desde luego algún trabajo… Pero no tenía quien me aconsejase. Ya se ve…, a la edad de dieciséis años…, sola en medio de París. En fin, lo hecho, hecho: en el pecado llevaba la penitencia. Empecé, pues, a gastar sin tino. Llené de floreros mi cuarto… ¡Me gustan tanto las flores!… Luego compré un vestido y un lindo chal, y me iba de paseo al bosque de Boulogne, a San Germán, a Vincennes, al campo… ¡Ah, me gusta tanto el campo!

—Con un amante, ¿es verdad, paloma? —preguntó el Churiador.

—Nunca he pensado en eso; Dios lo sabe. Lo que yo quería era que nadie me mandase. Andaba siempre con una compañera de prisión, muy buena muchacha, a quien pusieron el nombre de Alegría porque siempre estaba riendo.

—¡Alegría, Alegría! Yo conozco ese nombre —dijo el Churiador con aire pensativo.

—Apostaría a que no la conoces: es una muchacha muy honrada. En la prisión, aunque era la más alegre, era también la más trabajadora; sacó lo menos cuatrocientos francos libres de su trabajo… ¡Luego es tan ordenada y tan económica!… Cuando dije que no tenía con quien acompañarme no tuve razón. ¡Ah!, si hubiera seguido sus consejos otro gallo me habría cantado… Después de habernos divertido por espacio de ocho días, me dijo: «Ya hemos holgado bastante, ahora es menester buscar trabajo y no gastar el tiempo en fruslerías…». Iba a concluir entonces la primavera de este año… ¡Qué tiempo tan hermoso!… Y como me gustaba andar por el campo y por las alamedas, le respondí: «Quiero divertirme un poco más, hasta que no pase algún tiempo no pienso buscar trabajo». Desde entonces no la he vuelto a ver; supe hace algunos días que vive en el barrio del Templo, es muy buena costurera, gana lo menos veinticinco sueldos diarios y vive en un cuarto amueblado por su cuenta… ¡Dios mío, no iría ahora a verla por cuanto hay en el mundo! Me parece que me moriría de vergüenza si me encontrase con ella.

—¡Pobre niña! —dijo Rodolfo—; gastaste todo tu dinero en ir y venir al campo. ¿Te gusta mucho el campo?

—¡Ah, sí, señor! Toda mi ambición es vivir allí. Alegría, por el contrario, prefiere vivir en París y pasearse en los Baluartes… Pero era tan buena y tan complaciente que sólo por darme gusto salía conmigo de la ciudad.

—¿Y no has guardado siquiera algunos sueldos para vivir mientras no encuentras trabajo? —preguntó el Churiador.

—Sí; había reservado unos cincuenta francos… Pero quiso la fortuna que mi lavandera fuese una mujer llamada Loreto, que no tenía amparo debajo del cielo. Tenía entonces la barriga a la boca, y estaba siempre metida con los pies y manos en el agua para ganarse la vida. Llegado ya el caso de no poder trabajar se vio desamparada, próxima la hora de parir y sin tener con qué pagar el cuarto, del cual la echaron por último. Solicitó entrar en la Bourbe y no había vacante. Por fortuna halló una noche junto al puente de Nuestra Señora a la mujer de Gobin, que permanecía oculta desde hacía algunos días en la bodega de una casa medio demolida, detrás del hospital general…

—¿Por qué se ocultaba de día la mujer de Gobin?

—Para huir de su marido, que la quería matar. No salía sino de noche para comprar pan, y así fue como encontró a la pobre Loreto, la cual estaba tan mala que apenas podía andar y esperaba la hora del parto de un momento a otro. Viendo esto, la mujer de Gobin la llevó a la cueva en donde dormía… Por lo menos era un refugio. Partió la paja y el pan que tenía con Loreto, y ésta dio a luz un niño sin tener una triste manta con que abrigarse… La mujer de Gobin, llena de compasión y sin temer que su marido la matase, salió de su cueva ya de día claro y vino a hablarme. Sabía que conservaba aún algún dinero y que era amiga de hacer un favor, y así es que cuando me contó la desdicha de Loreto, le dije que la trajese pronto a mi cuarto, iba a alquilar para ella otro inmediato al mío. Así lo hizo. ¡Qué contenta estaba la pobre cuando se vio acostada en una cama, con su hijito al lado en una cuna de mimbres que yo le había comprado!… La cuidamos mucho Helmina y yo, y cuando pudo levantarse la socorrí con mi dinero hasta que empezó a ganar para mantenerse.

—¿Qué has hecho, hija mía, después de haber gastado el dinero que te quedaba con la pobre Loreto y su hijo? —preguntó Rodolfo.

—Entonces busqué trabajo; pero ya era tarde. Sabía coser bien, tenía buenas intenciones, y pensaba que cuando quisiese trabajar hallaría acomodo en todas partes… ¡Ah, cómo me engañaba!… Entré en un obrador y como por no mentir dije que salía de la prisión, me mostraron la puerta por única respuesta. Supliqué que me diesen trabajo de prueba, y me arrojaron a la calle como si fuese una ladrona… Entonces me acordé de lo que me había dicho Alegría, pero ya era tarde… Fui vendiendo poco a poco la ropa blanca y los vestidos que me quedaban; y por último, cuando ya no tenía más que vender, me echaron del cuarto… No había comido en dos días ni tenía en donde dormir… Entonces volví a encontrar a la Pelona y a una de las viejas, que sabían dónde vivía y no me habían perdido de vista desde mi salida de la prisión… Como me habían prometido buscarme trabajo, me fui con ellas… El hambre me había extenuado tanto que apenas tenía conocimiento… Me hicieron beber aguardiente… Y… Y… ¡No sé! —dijo la infeliz criatura cubriéndose el rostro con las manos.

—¿Hace mucho tiempo que vives con la tía Pelona, hija mía? —la preguntó Rodolfo, conmovido.

—Seis semanas, señor —respondió la Cantaora temblando.

—Ya entiendo, ya —dijo el Churiador—; te comprendo como si estuviera dentro de ti. Vamos, es preciso que lo digas todo.

—Parece que te pesa el habernos contado tu vida —dijo Rodolfo.

—¡Ah, señor! —repuso con tristeza Flor de María—; es la primera vez que traigo a la memoria estas cosas… Y en verdad, no son muy alegres.

—¡Vaya una muchacha! —dijo con ironía el Churiador—. ¿Sientes por ventura no haber sido cocinera en un figón, o criada de alguna vieja regañona?

—No importa… Nunca debe pesarle a una joven ser honrada… —contestó Flor de María dando un profundo suspiro.

—¡Qué puntillosa se ha vuelto su merced!… —gritó el Churiador, soltando una risotada—. ¿No será mejor que te vuelvas de sopetón un angelito con alas, para honra y gloria de tu linaje, que no conoces?

—Mis padres me echaron a la calle como una cosa sobrante… Puede ser que no tuviesen ellos con qué mantenerse… No se lo echo en cara; no, ni me quejo; pero hay fortunas mejores que la mía.

—Y a ti, ¿qué te falta? Eres hermosa como una Venus; no tienes más que dieciséis años; cantas como una calandria; pareces una Nuestra Señora; te llamas Flor de María… ¡Y aún te quejas!… ¿Qué dirás cuando tengas un brasero para calentar los pinreles y una tinaja de pimiento a tu lado, como la tía Pelona?

—¡Ah! Nunca llegaré a su edad.

—Tienes un privilegio de invención para no envejecer, ¿verdad?

—No, pero no soy tan fuerte como ella; y además siento hace tiempo una tos muy maligna.

—¡Oh! Eso sí. Ya me parece que te estoy viendo ir en el carro de los muertos. ¡Qué boba eres! ¡Vaya una muchacha!…

—¿Se te ocurren muchas veces esas ideas? —le preguntó Rodolfo.

—Alguna que otra vez… Mirad, señor Rodolfo, vos me entenderéis mejor: Cuando voy por las mañanas a comprar la leche, con el cuarto que me da la tía Pelona, a la lechera que se pone en la esquina de la calle de la Drapería, y luego la veo volver a su aldea con su carretilla tirada por un pollino…, ¡qué envidia me da, señor Rodolfo! Entonces empiezo a reflexionar, y me digo: «Se marcha al campo a respirar aire libre, a ver a su familia… Y yo me vuelvo sola al desván de la taberna, donde no veo bien ni al mediodía».

—Pues bien, palomita; sé muy honrada y ándate con tonterías, ya que te gusta la farsa —dijo el Churiador.

—¡Honrada! ¡Dios mío! ¿Cómo quieres que lo sea? La ropa que llevo puesta pertenece a la tía Pelona. Le debo el cuarto y la asistencia… No puedo menearme de aquí porque me haría prender por ladrona… Soy suya si no le pago.

Estremecióse la infeliz al pronunciar estas palabras, y brilló una lágrima en sus largas pestañas.

—No andes queriendo otra vida, bobona, ni te compares con una aldeana —dijo el Churiador—. No pierdas el juicio. Acuérdate de que vives en la capital, mientras que la lechera ordeña las vacas, siega la hierba para el ganado y aguanta una somanta de su marido cuando viene enfadado de la taberna. ¡Mira qué fortuna envidias tan brillante!

La Cantaora no respondió. Mantenía la vista fija, el pecho oprimido y su fisonomía revelaba una congoja profunda.

Rodolfo había escuchado con indecible interés este terrible relato. La miseria, el abandono y la ignorancia habían perdido a esta desdichada, sola en la inmensidad de París a la edad de dieciséis años.

Se acordó involuntariamente de una hija que le había arrebatado la muerte a la edad de diez años; habría cumplido dieciséis y medio, como Flor de María. Este recuerdo aumentó su interés por la desventurada cuya historia dolorosa acababa de escuchar.

13 enero

1.2. La figonera

El figón o taberna del Conejo Blanco está situado en el centro de la calle de Fèves, y ocupa el piso bajo de una casa alta, en cuya fachada hay dos ventanas de cierta construcción llamada a la guillotina.

Sobre el dintel de la puerta está colgado un farol oblongo, en cuyo vidrio hendido se leen estas palabras: Aquí se hospeda de noche.

En esta taberna entraron el desconocido y sus dos compañeros.

Figurémonos una sala espaciosa de techo bajo, ahumado y cruzado de vigas negras, alumbrada a penas por la triste luz de un mal quinqué; las paredes llenas de hendiduras, revocadas aquí y allí con cal y cubiertas de dibujos groseros y de sentencias y palabras en caló; el piso desigual, gastado y cubierto de lodo; y un haz de paja colocado, a manera de tapiz, al pie del mostrador o tablero de la figonera, situado a la derecha de la puerta, bajo el quinqué.

A cada lado de esta sala hay seis mesas, con bancos asegurados por un extremo a la pared. En el fondo se ve una puerta que da paso a la cocina, y a la derecha y cerca del tablero, otra que da salida a los zaquizamies, en donde se duerme de noche por tres sueldos.

Diremos algo de la figonera y de sus huéspedes.

Llamábase aquélla la tía Pelona. Su triple profesión consistía en dar posada en cuartos amueblados, tener una taberna y alquilar vestidos a las míseras criaturas que pululan en aquellas calles inmundas.

Tenía cuarenta años; era alta, corpulenta, de color subido y algo barbuda. Su voz era ronca y varonil, sus brazos gordos y sus anchas manos indicaban una fuerza poco común. Llevaba sobre el gorro o papalina un pañuelo viejo de color encarnado y amarillo, y por los hombros un chal de piel de conejo, que cruzaba sobre el pecho y se anudaba en la espalda. El vestido de lana le bajaba hasta los zuecos, mugrientos y quemados por la lumbre del brasero. Finalmente, su color estaba arrebatado por el abuso de los licores.

Adornaban el tablero emplomado algunas vasijas con aros de hierro, y diversas medidas de estaño, y sobre un estante pegado a la pared se veían varias botellas de vidrio, dispuestas de manera que representaban la figura del emperador en pie. Contenían estas botellas diversos brebajes verdes y color de rosa, conocidos por los nombres de Espíritu de los valientes, Ratafia de la columna, y otros títulos pomposos y raros.

Un gato gordo, negro y de ojos amarillos, acurrucado junto a la figonera, parecía el diablo familiar de aquel sitio; y por un contraste peregrino, se veía detrás de la caja de un antiguo reloj de cuco un ramo de mirto bendito, que la tía Pelona había comprado en la iglesia el domingo de Ramos.

Dos hombres de aspecto siniestro, de barba erizada y cubiertos de andrajos, apenas tocaban al jarro de vino que tenían delante, hablaban en voz baja con señales manifiestas de inquietud.

Uno de ellos, sobre todo, descolorido y lívido, calaba con frecuencia hasta los ojos un mal gorro griego que llevaba en la cabeza, y casi siempre tenía escondida la mano izquierda, sacándola a veces con el mayor disimulo cuando tenía precisamente que servirse de ella.

Más allá se veía un joven como de dieciséis años, de rostro imberbe, descarnado, macilento, los ojos hundidos y amortiguados, y con largas melenas negras que le caían alrededor del pescuezo. Este joven, símbolo del vicio desenfrenado y precoz, fumaba en una pipa blanca de tubo corto. Arrimado de espaldas a la pared, las manos metidas en los bolsillos de la blusa, las piernas tendidas sobre el banco, sólo dejaba la pipa y alteraba su postura para beber de cuando en cuando un trago del aguardiente que tenía delante.

Nada singular había en los demás huéspedes de la taberna; aquí, algunos semblantes feroces y brutales; allá, alegría torpe y licenciosa; en otra parte, silencio estúpido y sombrío.

Tal era la concurrencia de la taberna del Conejo Blanco, cuando entraron en ella el desconocido, el Churiador y la Cantaora, de quienes haremos una descripción especial porque ocupan un lugar muy importante en esta historia.

El Churiador era alto, de proporciones atléticas; pelo rubio muy claro, cejas pobladas y enormes y patillas color de fuego. Los rigores del tiempo, la miseria y el duro trabajo del presidio habían bronceado su cutis, dándole el tinte aceitunado que se observa en cada presidiario. A pesar del nombre terrible que llevaba, sus facciones no indicaban ferocidad, sino cierta franqueza brutal y una audacia indomable.

Hemos dicho que el Churiador llevaba un pantalón y una blusa de tela azul ordinaria, y en la cabeza un gran sombrero de paja, como los que usan comúnmente en París los oficiales de carpintero y los leñadores.

La Cantaora apenas había cumplido dieciséis años. Una frente blanca y pura coronaba el óvalo perfecto de su rostro: largas cejas, algo rizadas, cubrían en parte sus grandes ojos azules, llenos de melancolía. El vello suave de la primera juventud poblaba sus mejillas, teñidas apenas de un matiz encarnado. Pequeña boca de púrpura, que casi nunca sonreía, nariz fina y recta, contorno angelical de la parte inferior, con la nobleza y suavidad de las líneas de Rafael. Por cada una de sus sienes, tersas como el raso, baja una trenza hermosísima de pelo rubio ceniciento, y desde la mejilla vuelve a subir por detrás de la oreja, para perderse de nuevo en los pliegues de un pañuelo de algodón con cuadros azules.

Rodea su blanco cuello una sarta de corales, y el amplio vestido de alepín oscuro ciñe una cintura delicada, flexible y redonda como un junco. Un pequeño chal naranja con cenefa verde cubre su seno blanco, está sujeto con un nudo a la espalda.

Con razón había sorprendido la voz de la Cantaora a su incógnito defensor. Era, en efecto, tal el encanto irresistible de esta voz dulce, argentina y armoniosa, que la turba de malvados y mujeres perdidas entre quienes vivía le rogaba con frecuencia que cantase, y la escuchaban con indecible deleite.

La Cantaora había recibido otro nombre, debido sin duda al candor virginal de sus facciones.

Llamábanla Flor de María, palabras que en el caló francés significan la Virgen.

Podrá concebir el lector qué impresión habremos sentido al hallar en el odioso vocabulario del robo, de la sangre y del homicidio metáfora de tan dulce poesía y de piedad tan tierna y delicada: ¡Flor de María!

Nos parece un blanco lirio que alza su oloroso cáliz en medio de un campo cubierto de sangre y carnicería.

¡Contraste singular y peregrino! ¿Cómo han podido realzar este castísimo pensamiento y elevarlo a poesía tan santa los inventores de tan odioso dialecto? ¿A qué hombre pensador dejará de ofrecerse aquí la posibilidad de los contrastes que rompen muchas veces la monotonía de las existencias más criminales, manifestándose con principios de moralidad o con rasgos piadosos, innatos, digámoslo así, que arrojan vivos resplandores en las almas más tenebrosas?

Los malvados de una sola pieza, si me permiten la expresión, son fenómenos muy raros.

El defensor de la Cantaora, a quien llamaremos Rodolfo, contaba unos treinta y seis años de edad. Su mediana talla y su contextura delgada, esbelta y bien proporcionada, no indicaban el prodigioso vigor que acababa de manifestar en la lucha con el formidable y atlético Churiador.

Sería complicado determinar los rasgos de su fisonomía. Algunos pliegues de la frente indicaban a un hombre meditabundo; pero por la firmeza de su rostro y el ademán imperioso y atrevido se descubría al hombre de acción, cuya fuerza física y cuya audacia ejercen sobre la muchedumbre ascendiente irresistible.

No había dado señales de odio ni de cólera en la pelea con el Churiador; pues, confiado en su propia fuerza y en su destreza y agilidad, no manifestó en ese lance más que desprecio hacia la especie de bestia brava que se había propuesto domar.

Terminaremos el retrato de Rodolfo agregando que sus facciones parecían demasiado regulares y hermosas para un hombre. Ojos grandes, rasgados y de un pardo brillante, nariz aguileña, barba algo saliente y cabello castaño claro, del mismo color que las grandes cejas arqueadas y que su bigote tan fino y suave como la seda.

Por lo demás, en nada se distinguía de los otros huéspedes; tal era la increíble facilidad con que hablaba la lengua y fingía los modales nativos. En el cuello erguido y bien formado, como el del Baco indio, llevaba una corbata negra atada con desaliño, cuyas puntas caían por delante sobre la blusa azul. Dos hileras de clavos rodeaban las suelas de sus anchos y groseros zapatos. Finalmente, a excepción de las manos, que eran de una rara belleza, nada lo distinguía de los demás concurrentes del figón; no obstante, su aire resuelto, audaz y sereno ponía entre ellos y él distancia infinita.

Al entrar en la taberna tocó el Churiador con una de sus enormes manos el hombro de Rodolfo, y dijo con voz estrepitosa:

—¡Viva el maestro del Churiador!… Amigos, este mocito acaba de sacudirme el polvo… Sépanlo cuantos estén a mal con sus muelas y costillas, sin excluir al Maestro de Escuela ni al Esqueleto, que por esta vez no se las arriendo… ¡Lo dicho, dicho; y el que quiera apostar, a ello!

Miraron todos con tímido respeto al vencedor del Churiador, desde la figonera hasta el último huésped de la taberna.

Unos retiraron los vasos y jarros a un extremo de la mesa, apresurándose en hacer sitio a Rodolfo; otros se levantaron como tocados por un resorte; y algunos se acercaron al Churiador y le preguntaron quién era este desconocido que tan victoriosamente hacía su entrada en el gran mundo.

La figonera, dirigiendo por fin a Rodolfo una sonrisa del modo más gracioso que pudo, cosa inaudita y fabulosa en los anales del Conejo Blanco, se levantó de su sitio y fue a tomar la comanda de su admirable huésped; atención que jamás había tenido con el Maestro de Escuela ni con el Esqueleto, terribles facinerosos que hacían temblar al mismo Churiador.

Uno de los dos hombres de aspecto siniestro (el que escondía la mano y calaba a cada instante el gorro griego hasta las cejas) se inclinó hacia la tabernera, que limpiaba con el mayor cuidado la mesa de Rodolfo, y le dijo con socarronería:

—¿No ha venido hoy el Maestro de Escuela?

—No —respondió la tía Pelona.

—¿Y ayer?

—Ayer vino con su nueva amiga.

—¿Estaba acaso con Calabaza, la hija de Marcial el guillotinado? Ya sabes… Marcial el de la isla…

—¡Vaya unas preguntas de hombre! ¡Si pensarás que soy algún guro y que ando al lado de mis parroquianos para saber la vida que hacen! —dijo la tabernera con tono áspero.

—Tengo cita esta noche con el Maestro de Escuela —añadió el bandido—; tenemos negocios pendientes.

—¡Buenas cosas hablaréis! ¡Valientes rufianes!

—¡Rufianes! —exclamó irritado el bandido—; con ellos sacas tú la barriga de mal año.

—¿Quieres dejarme en paz? —repuso la figonera, amenazando al bandido con la medida que tenía en la mano.

El hombre descolorido volvió a sentarse, refunfuñando entre dientes.

Flor de María al entrar en la taberna había saludado amistosamente con un movimiento de cabeza al parroquiano de rostro pálido.

El Churiador dijo a este último:

—El Cojo Gordo se detuvo acaso para ajustar la cuenta a ese mocito llamado Germán, que vive en la calle del Temple…

Y luego:

—¡Qué tal, Barbillón! ¡Siempre a vueltas con tu aguardiente, eh!

—Siempre; más quiero andar con zuecos y en ayunas, que me falten el peñascaró y la pipa —respondió el joven con una voz ronca y amortiguada, sin mudar de postura y echando nubes de humo por la boca.

—Buenas noches, Flor de María —dijo la tía Pelona acercándosele y mirando con atención la ropa que ella misma le había alquilado; hecho este examen, añadió con una especie de satisfacción brutal:

—Me gusta alquilarte a ti mis cosas… Eres limpia como los oros… Y a fe que no hubiera confiado este rico chal a unas perdularias como la Saltona y la Bolera. Mas para eso te estoy educando desde hace tres semanas que entraste en mi casa; y hablando en plata, no hay persona mejor que tú en toda la Cité, aunque pecas de melindrosa… ¿Quién parará contigo de aquí a cuatro años? Después que tomes la tierra como las otras, no habrá moza más salerosa que tú en todo el barrio.

Dio un suspiro la Cantaora y bajó la cabeza sin responder.

—¡Calla!… —dijo Rodolfo a la figonera—. ¿Está bendecido el ramo de mirto que tenéis junto a vuestro cuco? —Y señaló con el dedo el santo ramo colocado detrás del reloj.

—Pues qué, ¿hemos de vivir como los perros? —respondió hipócritamente la horrible mujer; y dirigiéndose luego a Flor de María, continuó:

—Dime tú, melindrosa, ¿no nos guillabarás alguna de tus coplas?

—Después de cenar, tía Pelona —dijo el Churiador.

—¿Qué queréis que os sirva, señor valiente? —preguntó la tabernera a Rodolfo, con aire de querer agradarle y de ganar su protección a todo trance.

—Preguntad al Churiador, que es quien nos obsequia. Yo no hago más que pagar.

—¡Oyes tú, vinagre! —dijo la Pelona volviéndose al bandido—. ¿Qué quieres cenar?

—Dos chuletas a la parrilla, un arlequín, tres rebanadas de manró y dos azumbres de vino de a doce sueldos —dijo el Churiador después de haber pensado un momento en la combinación de este amasijo.

—Ya sé yo que eres hombre de gusto, y que guardas siempre tus ganas para los arlequines.

—¿Vas teniendo hambre, Cantaora? —dijo el bandido.

—No.

—¿Queréis otra cosa que el arlequín, hija mía? —dijo Rodolfo.

—¡Oh no, señor, gracias!… No tengo hambre.

—¡Pero mira de frente a mi maestro, paloma! —gritó el Churiador, riendo con estrépito—. Parece que ni de medio lado te atreves a mirarlo.

Encendióse el rostro de la Cantaora y bajó los ojos sin mirar a Rodolfo.

Al cabo de algunos momentos vino la misma tabernera a poner en la mesa un jarro de vino, el pan y el arlequín, del cual no procuraremos dar una idea al lector, aunque el Churiador parece que lo halló muy de su gusto, porque al verlo exclamó:

—¡Qué plato! ¡Santo Dios! ¡Qué plato! Parece un ómnibus. Hay para todos los gustos del mundo; para los que mezclan y para los que comen de vigilia; para los que quieren azúcar y para los que quieren pimienta. Pedazos de ave y de galleta, colas de pescado, huesos de costilla, hojaldre de pasteles, criadillas, cabezas de alabancos, legumbres, queso, ensalada… ¡Jesús!… Pero tú no comes, Cantaora… Mira que es cosa buena… ¡Apuesto a que hoy has estado de boda!

—Lo mismo que los demás días. Esta mañana he comido como siempre mi sueldo de leche y mi sueldo de pan.

La entrada de un nuevo huésped interrumpió las conversaciones y se levantaron a un mismo tiempo todas las cabezas.

Era éste un hombre de mediana edad, activo al parecer y robusto, vestido con chaqueta y gorra. Acostumbrado a los usos del Conejo Blanco, empleó el lenguaje común de sus parroquianos para pedir de cenar.

Colocóse de manera que podía observar a los dos individuos de cara siniestra, uno de los cuales había preguntado por el Cojo Gordo y por el Maestro de Escuela. No apartaba la vista de ellos; y la postura en que estaban no les permitía observar la vigilancia de que eran objeto.

Al cabo de un rato de silencio recomenzaron las conversaciones. El Churiador, a pesar de su audacia, manifestaba la atención más deferente hacia Rodolfo, y no se atrevía a tutearlo.

—A fe de hombre —le dijo—; aunque ha sido a costa de mi pellejo, no por eso me alegro menos de haberos encontrado.

—Porque te gusta el arlequín, ¿verdad?

—Eso sí… Y después, porque deseo veros agarrado con el Maestro de Escuela, que siempre me puso las peras a cuarto… También él las llevará ahora… ¡Rabio por verlo entre vuestras uñas! ¡Qué gusto sería para mí!

—Te parecerá que por divertirte me voy a echar como un mastín sobre el Maestro de Escuela.

—Eso no; pero él os echará la zarpa al instante que llegue para saber si sois más fuerte que él —respondió el Churiador frotándose las manos.

—Tengo con que pagarle en buena moneda —dijo Rodolfo con aire indiferente; y luego continuó—: ¡Cáspita! Hace un tiempo de perros… ¿Tomaremos un jarro de aguardiente azucarado?

—Nos vendrá como una misa a un alma en pena —dijo el Churiador.

—Y para conocernos, nos diremos quiénes somos —añadió Rodolfo.

—¿Yo...? Soy el Albino; presidiario cumplido, descargador de leña y maderas en el muelle de San Pablo; helado en invierno, frito en verano; doce o quince horas por día en el agua: medio hombre y medio rana; ahí está mi vida y mi retrato —dijo haciendo un saludo militar con la mano izquierda—. Veamos ahora —añadió—; ¿y vos, señor amo? Ésta es la vez primera que se os ve en la Cité. No es por echároslo en cara, pero habéis entrado triunfante marchando sobre mí y a tambor batiente sobre mi pellejo… ¡Qué terremoto!… Parece que lo estuviera sintiendo… Sobre todo, los martillazos de despedida… ¡Vaya nube! ¿Y no tenéis más oficio que aporrear al Churiador?

—Soy pintor de abanicos, y me llamo Rodolfo.

—¡Pintor de abanicos! Por eso tenéis las manos tan blancas —dijo el Churiador—. Si todos vuestros compañeros tienen el mismo brío, parece que es necesario ser de buenos puños para ese oficio… Pero ya que sois artista, ¿cómo venís a una taberna de la Cité en donde no se encuentra más que gente de poco más o menos, como yo, porque no podemos ir a otra parte? Ésta no es vuestra tierra; los artistas honrados tienen sus tabernillas fuera de la Cité, y no hablan caló.

—Vengo aquí porque me gusta la buena sociedad.

—¡Quia! —dijo el Churiador meneando la cabeza con aire de incredulidad—. Os he encontrado en el portal de Brazo Rojo. En fin…, adelante… ¿Decís que no le conocéis?

—¿Hasta cuándo me vas a fastidiar con tu Brazo Rojo o con tu diablo?

—Desconfiáis de mí, y en verdad que no tenéis razón. Si queréis os contaré mi historia; pero con la condición de que me habéis de enseñar el arte de dar aquellos puñetazos de añadidura… Cuento con eso…

—Concedido. Bien, dinos ahora tu historia, y la Cantaora nos contará después la suya.

—Manos a la obra —dijo el Churiador—. ¡Qué tiempo! Se hielan las uñas… Apuesto a que no anda un solo corchete por las calles… Con vuestro plan nos vamos a divertir… ¿Qué te parece, Cantaora?

—A mí bien; pero por mi parte poco tendré que contar.

—También nos contaréis vuestra historia, camarada Rodolfo —añadió el Churiador.

—Sí, yo empezaré.

—Pintor de abanicos… Es un oficio muy bonito —dijo Flor de María.

—¿Y cuánto ganáis por ese trabajo? —dijo el Churiador.

—Cuando da bien, cuatro francos, y a veces cinco; pero esto en los días de verano, que son largos.

—¿Y andáis mucho a la que salta, perillán?

—Mientras tengo barro a manos, no lo gasto mal. Pago diez sueldos diarios por mi cuarto.

—¡Oh! Perdonad, Monseñor… ¡Pagáis diez sueldos por cada noche!… ¡Vos pagáis diez sueldos, eh! —dijo el Churiador llevando la mano al sombrero.

El título de Monseñor, dicho con ironía, excitó en Rodolfo una sonrisa casi imperceptible, y continuó:

—Sí, me gusta la comodidad y el aseo.

—¡Aquí tenemos a un par de Francia! ¡Un banquero! ¡Un ricachón! ¡Paga diez sueldos por su cuarto!

—Y cuatro de tabaco, hacen catorce; cuatro el almuerzo, son dieciocho; quince la comida y uno o dos de aguardiente, suma todo treinta y cuatro o treinta y cinco sueldos diarios. No necesito trabajar toda la semana, y paso como puedo el tiempo que me sobra.

—¿Y vuestra familia? —preguntó la Cantaora.

—Se la llevó el cólera.

—¿Y qué oficio tenían vuestros padres? —volvió a preguntar la Cantaora.

—Prenderos de los portales del mercado: ropavejeros.

—¿Cuánto habéis heredado?

—Era aún muy muchacho, y mi tutor lo vendió todo. Cuando llegué a ser mayor de edad le debía ya treinta francos… Ésta fue toda mi herencia.

—¿Cómo se llama vuestro patrón? —preguntó el Churiador.

—Mr. Gautier, calle de Bourdonnais; muy tonto, muy brutal, y tan ladrón como avaro. Se dejaría sacar los ojos por no pagar a los oficiales. Si se lo lleva el río, no le des la mano. Aprendí el oficio con él a la edad de quince años. Me tocó un buen número en la conscripción y me llamo Rodolfo Durand… Ésta es mi historia.

—Veamos ahora la tuya, Cantaora —dijo el Churiador—. La mía queda para postre.