16 diciembre

El microbio no es el enemigo

El mundo bacteriano es apasionante, repleto de intrigas y misterios que han sido vistos a menudo como factores negativos, cuando no perjudiciales para la salud. El microbio, ese enemigo invisible del que hay que huir como si fuera fuego o agua en ebullición: por más leve que sea el contacto, ¡te quemas!

Basta, sin embargo, con acudir a los datos empíricos para cerciorarse de que las bacterias y los microorganismos no son enemigos nuestros. Al contrario, son nuestros aliados. Es más, sin ellos no podríamos alargar la vida un minuto más. Son tan necesarios como el aire que respiramos o el agua que bebemos. De hecho, al inhalar el aire y al absorber el agua ingerimos cantidades ingentes de microbios, seres unicelulares. Lejos de agredir al organismo, estimulan su correcto funcionamiento, favorecen los procesos bioquímicos que hacen posible la vida. Colaboradores, pues, necesarios, obreros que intervienen en el engranaje de cada una de las piezas que componen nuestro cuerpo.

¿Por qué se les ha declarado, entonces, la guerra? Combatir los microbios equivale a combatir la vida en el sentido más amplio del término. Incluso el agente agresor —el hombre— sale seriamente tocado en esta lucha sin cuartel declarada a lo invisible.

Ante las situaciones de falsas alarmas, sólo hay beneficiarios económicos: los mismos que promueven sin cesar los falsos remedios. Falsos remedios para un problema que en realidad no existe. El cuerpo humano no cae enfermo por la acción de los microbios (léase, virus), sino por la adquisición de malos hábitos, sobre todo en el ámbito culinario. Exceso de sal y de azúcar en las comidas, abundancia de lácteos y carnes, consumo desorbitado de carbohidratos y de alimentos refinados, a los cuales han privado de cualquier aporte nutritivo. Llegamos así a un problema de desnutrición dentro de un ambiente de opulencia y ostentaciones. A este problema habrá que añadir el de los niveles intolerables de toxicidad, considerados hoy en día estratosféricos. De este modo, los organismos enferman sin parar en círculos cada vez más amplios. Se aplican falsos remedios, en tanto que nadie se interroga sobre las verdaderas causas de semejante deterioro de la salud pública. Asistimos a campañas de vacunación y de higiene rigurosa a base de productos químicos nocivos, como si el remedio consistiera en combatir al microbio, cuando lo primero que hay que hacer es reducir los niveles de toxicidad en nuestros platos, ollas y sartenes. Pero estas medidas, juiciosas, harían desplomarse el castillo de naipes que se ha levantado con las bases de la mentira y el miedo.

Ahora bien, la relación entre el microbio (léase, bacterias) y el cuerpo humano no sólo es necesaria, sino que beneficia a ambas partes. Tanto microbios como células colaboran codo con codo para que la vida, tanto en su forma simple como compleja, sea posible. Considerar al microorganismo el enemigo a batir es un despropósito que acarrea funestas consecuencias. Pero, del mismo modo que sería erróneo atribuir a todos los microbios efectos malignos, también lo sería atribuir a la totalidad efectos beneficiosos. La inmensa mayoría resulta inofensiva. Los hay que representan algún peligro, sin que éste sea motivo suficiente para inquietarnos. Y los hay, por último, extremadamente dañinos. Éstos son muy raros, suelen pulular en los ambientes hospitalarios. Para prácticamente la totalidad de las amenazas, el cuerpo conoce las respuestas y aplica antídotos naturales. A condición de que el cuerpo médico, con toda su batería de jarabes, pastillas, píldoras, supositorios y pomadas, se lo permita. En materia de curaciones, nadie es tan sabio como el propio cuerpo. Entonces, ¿por qué lo hemos privado de confianza, para otorgársela a unos charlatanes con bata, cuyo único anhelo consiste en engrosar los números de sus cuentas bancarias? La salud está en nuestras propias manos; para ello basta con desobedecer al mandato oficial y apartarse de la doctrina que preconiza el medicamento a toda costa y por cualquier nimiedad.

12 diciembre

Los peligros de la dieta dulce

La sal y el azúcar, juntos, se neutralizan, esto significa que si un alimento excesivamente salado quiere pasar por apetitoso y en su justo sabor basta con añadir la dosis necesaria de azúcar para que se produzca un equilibrio, agradable al paladar. Este fenómeno resulta interesante para la industria agroalimentaria, la cual podrá salar cuanto desee un determinado producto, sabiendo que el resultado final no va a desagradar a los potenciales clientes. ¿Por qué salar, entonces, en exceso? Se han esgrimido tres razones principales:

  1. La sal es un conservante natural.
  2. La sal produce adicción.
  3. Y en relación con su peso, es un ingrediente barato, casi tanto como el azúcar.

A todo esto, ¿pinta algo la salud del consumidor? En absoluto. Salar y endulzar a la vez un alimento permite recuperar un sabor neutro; pero la sobrecarga tanto de sal como de azúcar que deben soportar los organismos es tan exagerada que sólo un engaño de este tipo logra superar la barrera natural del gusto. El factor «salud» sólo preocupa a los industriales cuando el daño es inmediato. Por el contrario, si un consumidor desarrolla con el tiempo cualquier enfermedad a nadie se le ocurrirá achacarla a esa alimentación que tanto había pecado de exceso de sal y azúcar.

Esta combinación de los dos ingredientes más refinados del mercado (junto con las margarinas) se ha extendido como la pólvora en los últimos años. Afecta a la bollería, las confituras, las conservas, los platos precocinados, las legumbres congeladas y las bolsas de patatas fritas; también concierne a las mayonesas, las salsas y los botes de tomate triturado...

Hasta los programas consagrados a la cocina, en la televisión, hacen promoción descarada de este mal hábito culinario. El mismo explicaría en buena medida el aumento vertiginoso de los casos de diabetes en todo el mundo; ningún continente escapa a la tendencia fatídica, y las cifras de fallecidos alcanzan ya proporciones dantescas.

02 diciembre

Palillos chinos y alimentación vegana

Sin más ánimo que el de aprender, hace un par de días comencé a practicar con los palillos chinos. Es cuestión de tenacidad, en la que hay que tener en cuenta tres puntos claves:

  1. El palillo de abajo permanece fijo. Queda sujeto entre el hueco de la base del pulgar y el extremo del meñique.
  2. El de arriba sigue paralelo al otro y es móvil. Lo manejamos como si fuera un lápiz, con el corazón, el índice y el pulgar.
  3. Existen dos maneras de «agarrar» el alimento: o bien pellizcamos la comida (al modo de unas pinzas), o bien dibujamos con los palillos una especie de cuchara que nos permite recoger la porción desde abajo.

En estos días de práctica he ido mejorando. Lo he intentado con éxito en las ensaladas de lechuga y tomate, la zanahoria rallada, el chucrut y las lentejas con repollo.

¿Qué tal le sientan los palillos a la dieta vegana? Estupendamente. Sólo excluiremos los caldos, las cremas y purés y, por supuesto, los batidos verdes. El resto, incluidos los germinados, cabe en un bol al más puro estilo chino, japonés, coreano o vietnamita.