13 febrero

Todo sobre la leche

Fuente: https://luz-kaliha.blogspot.com/

Los mamíferos son un orden de animales cuyas hembras poseen unas glándulas especiales (mamas), destinadas a alimentar a sus crías en las primeras etapas de su vida. La leche está hecha, y es específica en su composición u bioquímica, para el metabolismo de la especie animal concreta, es decir para las crías de la madre. Una vez que la cría alcanza un desarrollo suficiente, la leche es abandonada y no volverá a ser utilizada en la edad adulta.

Terminado el periodo de lactancia, todo mamífero pasa a tomar la alimentación propia del animal adulto. Sólo el hombre pasa de la leche propia a la leche de otra especie animal. Sólo el humano, que al fin y al cabo también es un mamífero, comete la excepción de seguir tomando leche una vez destetado.

Lógicamente, el contenido de la leche de vaca no es el mismo que el de la leche humana porque tenemos metabolismos muy distintos; aunque el aspecto blanquecino puede dar la falsa impresión de que todas las leches son iguales. El contenido en grasas y proteínas de la leche de vaca resulta excesivo para el humano, y las proporciones de glúcidos y minerales también son distintas. Por otro lado, la leche sirve de vehículo de transmisión entre madre y bebé de una variedad de hormonas, anticuerpos y otros factores inmunológicos propios de cada especie. Es ridículo pensar que no obtendremos el suficiente calcio si no seguimos tomando leche. Éste se obtiene de la alimentación natural propia de cada especie. ¿Por qué se da entonces tanta deficiencia de calcio en los actuales seres humanos? Porque no seguimos la alimentación propia de nuestra especie, sino otra muy acidificante, la cual nos hace perder calcio para neutralizar dichos ácidos, y porque ingerimos comestibles desnaturalizados que nos roban calcio, entre otros minerales, y vitaminas: azúcar, cereales y harinas refinadas, bebidas gaseosas, carnes, proteína animal en exceso, etc.

De hecho, las poblaciones que consumen más productos lácteos tienen más incidencia de osteoporosis, fracturas de cadera, etc. Por el contrario, las que no los consumen, como China, Japón y otros países asiáticos, apenas padecen de osteoporosis.

Como una vez destetados ya no necesitamos leche, la enzima que fabricamos para digerir la lactosa, llamada lactasa, va disminuyendo hasta desaparecer; con lo que no se digiere. Cuando alguna sustancia no se digiere adecuadamente, fermenta en el caso de los azúcares o hidratos de carbono; o se pudre en el caso de las proteínas. Y tanto la putrefacción como la fermentación dan como resultado numerosas y diversas toxinas: intoxican primero a los intestinos y luego a todo el organismo.

Dado que el bebé y las crías de los mamíferos en su fase de lactantes reciben un alimento altamente especializado, la naturaleza crea mecanismos para que se aproveche al máximo este nutriente perfecto. Para ello fabrica los péptidos opiáceos de la leche, que incrementan la permeabilidad intestinal, o sea “abren” la malla filtrante: la mucosa de los intestinos. Si bien la del intestino delgado está diseñada para evitar el paso de alimentos no digeridos o sustancias tóxicas, en los bebés y crías no existe riesgo al ser la leche materna un alimento perfecto y totalmente digerible. Por ello, la mucosa se hace más permeable, a fin de no desperdiciar ni una sola gota de este nutriente vital, asegurando la absorción de los factores de crecimiento presentes en la leche materna. Este mecanismo se convertirá en uno de los más grandes problemas del adulto que continúe ingiriendo péptidos opiáceos, ya que pasan de los intestinos a la sangre sustancias no digeribles y tóxicas, y de ella hacia diversas partes del cuerpo, las cuales no deberían pasar sino que deberían continuar su trayecto hacia el intestino grueso para su excreción mediante las heces.

La leche contiene diferentes péptidos opioides enmascarados en proteínas (caseína, lactoalbúmina, beta-lactoglobulina y lactoferrina). Estos péptidos también tienen la función de generar una dependencia del bebé o la cría hacia la madre y un estímulo para consumir la leche. Además, los tranquiliza y los duerme. En los adultos genera apatía, adormecimiento, lentitud y enlentecimiento mental.

Pero aún tienen más inconvenientes los péptidos opiáceos, uno de los cuales se desarrolla en la función intestinal. Por un lado, la capacidad adormecedora de estas sustancias “anestesia” vellosidades y paredes intestinales, provocando estreñimiento y constipación. Es sencillo constatar la masificación de este padecimiento y las graves consecuencias populares en tanto que desencadenante del ensuciamiento corporal. Por otra parte, el incremento de la permeabilidad intestinal potencia aún más este problema. Los alimentos no digeridos y las sustancias tóxicas se retienen por causa del estreñimiento, al mismo tiempo que la mayor permeabilidad facilita su rápido ingreso en el flujo sanguíneo. Y como crean dependencia, son difíciles de abandonar. Al poco de dejarlos, se experimenta el mismo síndrome de abstinencia frecuente en los adictos a las drogas: temblor en las manos, irritabilidad, sensación de vacío, etc. No es casualidad que muchos alimentos, incluidos cárnicos y saborizantes, incluyan dentro de sus componentes proteínas de la leche; esto garantiza fidelidad al consumo.

Así pues, la enzima “renina” que fabricamos para digerir la proteína más abundante de la leche, la caseína, disminuye después del destete hasta desaparecer por completo. Por lo tanto se pudre, puesto que es una proteína, de cuya putrefacción se derivan toxinas; desencadena el proceso antes explicado con la lactosa. Además, si se ingiere con otro alimento lo envuelve, forma una capa gruesa a su alrededor que no deja paso a las enzimas digestivas; por ello no se digiere correctamente: fermentará o se pudrirá, lo que acarrea toxinas, hinchazón abdominal, gases, malas digestiones, estreñimiento, etc.

Ahora, pasemos al agravante de que se trata de leche de vaca, con lo cual aumentan los problemas.

Ésta posee mucho más contenido proteico que la humana. En todo tipo de leche existe la proteína llamada “caseína”; pero en la de vaca hay trescientas veces más caseína que en la leche humanas. Además, la caseína de la de vaca es de otro tipo: es una molécula mucho más grande, una macromolécula. En el estómago se coagula, forma grandes copos densos, difíciles de digerir y adaptados al aparato digestivo de la vaca, que tiene cuatro estómagos.

Una vez dentro del organismo humano, esa densa masa viscosa impone al cuerpo un tremendo esfuerzo para librarse de ella. Dicho de otra manera, para digerirla se requiere una enorme cantidad de energía. Lamentablemente, esa sustancia viscosa se endurece en parte y se adhiere al revestimiento del intestino, impidiendo así que el cuerpo pueda absorber otras sustancias nutritivas. Resultado: letargo. Además, los subproductos de la digestión de la leche dejan en el cuerpo gran cantidad de mucus (moco) tóxico, muy acidificante, el cual se almacena parcialmente en el cuerpo, en espera del momento en que éste pueda eliminarlo.

Nuestro cuerpo tiene dificultades para asimilar las proteínas extrañas de la leche de otro animal; muchas de ellas además son alérgenas (dan alergia sin darnos cuenta), con lo que si la tomamos asiduamente nos va a dar muchos problemas, y como el sistema inmune se ve totalmente alterado va a provocar muchas otras alergias: al polen, polvo, pelo de los animales, gramíneas, etc. La leche de cada especie contiene los anticuerpos propios de dicha especie para proteger a la cría, que son distintos a los de otra especie; por lo tanto, al ingerir estos anticuerpos no reconocidos, nuestro sistema inmune se desestabiliza.

El calcio de la leche no lo asimilamos bien, es más nos hace perder nuestro propio calcio. Nos dicen que cuando carecemos de calcio tenemos que beber leche porque en ella hay mucho de eso; lo que no nos dicen, sin embargo, es que para digerirlo y metabolizarlo tenemos que deshacernos primero del fósforo que contiene, y que para procesar y eliminar este fósforo necesitamos calcio. Puesto que la leche de vaca contiene más fósforo que calcio, los huesos, los dientes y los músculos han de suministrar el calcio adicional necesario. Este simple hecho hace que la leche sea un importante alimento que contribuye a la pérdida de calcio. Tampoco posee la proporción entre calcio-magnesio que nosotros necesitamos para absorber y asimilar bien el calcio, y por lo tanto que nos sea aprovechable. Todavía más, el calcio que hay en la leche de vaca es mucho más tosco que el contenido en la leche humana y está asociado con la caseína, lo cual impide que el organismo lo absorba. Además, la mayoría de los bebedores de leche y comedores de queso consumen productos pasteurizados, homogeneizados o sometidos a alguna otra forma de procesamiento, que degrada el calcio y lo hace sumamente difícil de utilizar.

Es importante entender el papel que desempeña el calcio en el organismo humano, además de formar parte de la estructura de huesos y cartílagos, e intervenir en el buen funcionamiento del sistema nervioso y muscular, etc. Una de sus funciones principales es neutralizar la acidez en el sistema. Mucha gente que cree tener una deficiencia de calcio sigue una dieta sumamente acidificante, de manera que la neutralización de esta acidez está constantemente usurpando el calcio del cuerpo. Su dieta les suministra el calcio necesario; pero lo están consumiendo continuamente. Todos los productos lácteos, excepto la mantequilla, también son sumamente acidificantes. (La mantequilla es una grasa, por consiguiente es neutra). Lo irónico es que la gente consume leche y productos lácteos para asegurarse el calcio y el calcio que ya existe en su organismo se consume para neutralizar los efectos de la leche y productos lácteos que van tomando. La idea no debe ser recargar el cuerpo de calcio, sino más bien alterar los hábitos alimentarios de manera que se forme menos ácido en el sistema.

La leche provoca exceso de mucosidad, tanto a nivel de las membranas mucosas del aparato respiratorio como digestivo, porque sus toxinas se eliminan mediante el moco. El causante principal es la caseína.

Con un exceso de cereales, sobre todo si son refinados, pasa lo mismo. Lo que produce más moco en los cereales es el gluten, y los que no lo contienen forman menos mucosidades. ¿No habéis hablado nunca con una de esas personas que cada diez palabras hacen un ruido gutural, pues intentan librarse de la mucosidad acumulada en el fondo de la garganta? La próxima vez que estéis con alguien así, preguntadle con qué frecuencia consume leche y productos lácteos. La probabilidad de que os responda nunca o rara vez es muy remota.

*Como resumen, expongo lo que narra una autora nutricionista molecular, muy reconocida, sobre la leche y los productos lácteos:

Éstos, aparte de no ser recomendables por su alto contenido en grasas saturadas y proinflamatorias, suelen producir una gran variedad de problemas para la salud. El problema más destacado y poco reconocido es que son alimentos muy dados a producir intolerancias, que en muchas personas pasan desapercibidas. Cuando nacemos nuestro aparato digestivo no está formado, y por este motivo es importante que nos alimenten con leche materna. A través de la porosidad intestinal propia del recién nacido se absorben los nutrientes de este alimento. Cuando nos empiezan a salir los dientes perdemos las enzimas que digieren la leche, puesto que ya estamos preparados para comer más sólido. Es en ese momento cuando se empiezan a introducir otros alimentos con mucho cuidado, ya que nuestro aparato digestivo todavía es inmaduro y muy permeable. Entre éstos, uno de los favoritos es la leche de vaca, y con ella comienzan muchos de los problemas de salud que arrastramos durante toda la vida. La leche de vaca contiene una estructura molecular demasiado grande para el bebé. La leche tiene la capacidad de permeabilizar el aparato digestivo del ternero para que sus nutrientes se absorban debidamente. El mismo efecto ocurre cuando se alimenta con leche de vaca a un bebé. A través de esta permeabilidad se absorben las moléculas de la leche, que resultan demasiado grandes para el organismo de un bebé. Esto pone al sistema inmunitario en estado de alerta, lo cual puede causar inflamación crónica, alergias y, con el tiempo, debilitar dicho sistema. Estas repercusiones suelen acompañar al individuo durante toda su vida, aunque varíen las manifestaciones. Por ejemplo, en un principio el bebé puede presentar cólicos, problemas de oído y catarros continuos; de niño, los síntomas suelen manifestarse en forma de terrores nocturnos, asma o hiperactividad; en la adolescencia puede aparecer acné, depresión y dolores de cabeza; en la juventud, problemas intestinales y menstruales; en la madurez y vejez, artritis y osteoporosis.

Todos estos desequilibrios de salud tienen un mismo origen: intolerancia a los productos lácteos. Por si fuera poco, la leche y los productos lácteos producen mucha mucosidad, taponan el sistema linfático (el que nos ayuda a desintoxicarnos), bloquean la absorción intestinal y congestionan el sistema respiratorio.

No hay que tener miedo a una posible carencia de calcio cuando se eliminan los productos lácteos de la dieta. La leche es alta en este mineral pero baja en magnesio, el cual es indispensable para ayudar a la absorción del calcio en los huesos. Entre los mejores alimentos en estos dos minerales (calcio y magnesio), se encuentran los vegetales de un verde oscuro –riquísimos en magnesio-: apio, col, brócoli, nabos, higos y ciruelas secas, harina de algarroba, olivas, algas (especialmente las Hiziki), frutos secos (almendras, nueces, avellanas) y semillas (de sésamo, de lino, de chía, etc.).

→ La industria láctea

Como otros mamíferos, las vacas solo dan leche cuando están embarazadas o tienen un recién nacido que alimentar. Así que la industria insemina, o sea embaraza a las vacas a partir de la edad de 12 meses; una y otra vez (cada año) para que prosiga la producción de leche.

Y como verán, es un proceso rutinario. Primero, la industria masturba a unos toros utilizando las manos o con un eyaculador eléctrico, el cual es básicamente un consolador gigante para toros; se lo meten en el ano hasta que el toro eyacula. Este semen es recolectado e introducido dentro de la vagina de la vaca utilizando un tubo largo, mientras están confinadas en unas jaulas llamadas: jaulas de violación. Y algunas veces meten el puño en el ano de la vaca para despejar el área y que la fertilización sea posible.

Y cuando la cría bebe, enseguida la retiran de la madre y la encierran en una jaula, puesto que si estuviera con su madre se tomaría una leche que nos destinan a nosotros. El vínculo entre la vaca y su hijo es muy fuerte, con lo que la vaca llora por días buscando a su bebé; ¿qué le importa al ganadero?

Si el bebé es un macho será degollado por la industria, y si es una hembra será criada para ser una máquina de leche, como su mamá. Así que a las vacas se las embaraza repetidamente para mantenerlas lactantes. Esto las lleva a envejecer prematuramente, estar exhaustas, sufrir mastitis (inflamación e infección de las mamas). Pus y sangre son comunes en la leche de las vacas. En Europa, Australia, Nueva Zelanda y Canadá admiten por ley hasta 40.000 células somáticas por mililitro de leche; en otros páises, como Estados Unidos o Brasil, aún permiten mayor cantidad. La mayoría de las células somáticas son glóbulos blancos que hacen lo mismo, forman pus. Y mientras más bacterias, inflamación e infección haya, mayor será la cantidad de las células somáticas.

Cuando finalmente la vaca está física y emocionalmente exhausta, se colapsa. A estas vacas se las llama “caídas”; las conducen a los mataderos para producir bistecs.

Es común en la industria, incluso en las granjas “orgánicas”, que las vacas caigan después de 4 o 5 años de producción continua de leche. En realidad, la industria lechera y la industria cárnica son la misma: las vacas que producen la leche que compras a diario terminan convirtiéndose en el bistec que luego consumes.

¿Cuál es la esperanza de vida natural de una vaca? Entre 20 y 25 años.

Y en cuanto al calcio, estudios tras estudios muestran que quienes consumen leche y lácteos tienen mayores probabilidades de fractura de huesos y osteoporosis. Sin embargo, hay docenas de increíbles opciones a base de plantas para obtener calcio.

La industria láctea ha corrompido el sistema de educación; ha puesto en marcha programas de nutrición y otros medios para convencernos de que necesitamos tomar leche. Pero cuando estás en la escuela aprendiendo lo buena que al parecer es la leche para ti, no es porque haya un buen número de personas a quienes les interesa tu salud, sino porque la industria láctea les paga un montón de dinero para que contribuyan a la difusión del falso mensaje…

También intenta difundir la misma mentira a través de la publicidad en los medios. Y por supuesto, remunera a los médicos, quienes asisten a un curso de nutrición de sólo un par de horas, para que te digan que es necesario consumir leche.

12 febrero

1.14. La cita

A las doce en punto de la mañana que siguió al día en que Rodolfo había confiado la Cantaora al cuidado de la señora Adela, se hallaba aquél en traje de jornalero no muy lejos de la puerta de la taberna llamada El Canastillo Florido, a un paso de la barrera de Bercy.

A las diez de la noche del día anterior el Churiador había concurrido puntualmente a la cita con Rodolfo, cuyo resultado veremos más adelante. Era, pues, mediodía y el agua caía a torrentes. El Sena había crecido tanto con las lluvias casi continuas que llegaba a una altura extraordinaria e inundaba una parte del muelle. Rodolfo miraba de cuando en cuando con impaciencia hacia el lado de la barrera; por último, descubrió a un hombre y una mujer que se adelantaban cubiertos con un paraguas, y reconoció a la Lechuza y al Maestro de Escuela.

Estos dos personajes se habían transformado completamente: el bandido había depuesto su aire de brutal ferocidad, en lugar del mal vestido con que le había visto Rodolfo llevaba levita de paño verde, sombrero redondo, y su corbata y camisa eran de una extremada blancura. Sin la espantosa fealdad de su rostro y el horrible fuego de ese mirar incierto, cualquiera habría visto en él un hombre pacífico y honrado.

La tuerta llevaba en lugar de sus asquerosos trapajos una toca blanca, un gran chal de felpa de seda, y portaba en el brazo un canastillo.

Cesó la lluvia por un momento, y venciendo Rodolfo el horror que le causaba la espantosa pareja, se adelantó hacia ella. El Maestro de Escuela había sustituido al caló de la taberna un lenguaje casi cortesano, que anunciaba un talento cultivado y hacía un extraño contraste con sus inclinaciones sanguinarias. Luego que Rodolfo se aproximó, le saludó el bandido con una inclinación, y la Lechuza hizo también su reverencia.

—Caballero…, vuestro servidor… —dijo el Maestro de Escuela—. Os ofrezco mi respeto, y me alegro de conoceros… O más bien de volver a veros… Porque anteayer os habíais introducido en mi gracia con unos puñetazos que podrían aturdir a un elefante… Pero no hablemos de esto ahora: ha sido una broma de vuestra parte… Estoy seguro… Una pura broma. Dejemos a un lado ese extraño lance, porque hoy nos reúnen graves intereses… Había visto a las once de la noche en la taberna al Churiador. Le dije que saliese esta mañana a este mismo sitio, si quería ser nuestro… colaborador; mas parece que se niega absolutamente.

—¿Y vos aceptáis?

—Si gustáis, señor… ¿Cuál es vuestro nombre?

—Rodolfo.

—Señor Rodolfo… Entraremos, si gustáis, en el Canastillo Florido. Ni la señora ni yo hemos desayunado todavía… Hablaremos con calma de nuestros negocios y al mismo tiempo echaremos un trago.

—Con mucho gusto.

—Por el camino podemos ir hablando. Vos y el Churiador nos debéis sin disputa una indemnización a mi mujer y a mí…, nos habéis hecho perder más de 2,000 francos. La Lechuza tenía que avistarse cerca de San Ouen con un caballero alto y enlutado que preguntó por vos en el Conejo Blanco, y había ofrecido 2,000 francos por haceros no sé qué servicio… El Churiador me ha explicado después todo ese negocio… Pero pensemos en el almuerzo, querida —dijo el bandido volviéndose a la Lechuza—. Adelántate y pide unas costillas, ternera asada, una ensalada y dos botellas de Burdeos de primera: luego llegaremos los dos.

La Lechuza, que no había apartado un momento la vista de Rodolfo, se alejó después de haber dirigido una mirada al Maestro de Escuela. Éste continuó:

—Decía pues, señor Rodolfo, que el Churiador me había puesto al corriente sobre esa proposición de los dos mil francos.

—No os comprendo.

—Quiero decir, que el Churiador me ha informado poco más o menos de lo que el señor enlutado pretendía que se os hiciese por sus dos mil francos.

—Bueno, ¿y qué?

—No tan bueno como os parece; porque habiendo encontrado ayer por la mañana el Churiador a la Lechuza cerca de San Ouen, no se separó de ella un sólo instante, hasta que vio llegar al señor alto; de manera que éste no se atrevió a acercarse. Debéis por tanto daros trazas para hacernos ganar los dos mil francos perdidos.

—Nada más fácil… Pero volvamos a nuestro asunto: había propuesto un negocio soberbio al Churiador; mas después de haberlo aceptado, se desdijo.

—Tiene ideas singulares…

—Mas, al desdecirse me ha observado…

—Os ha echo observar…

—¡Cáspita!… Tenéis la gramática en la punta de los dedos.

—Ya veis; soy Maestro de Escuela…

—Me ha hecho observar que él no era como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer, y me ha insinuado que vos podríais ayudarme a dar un golpe de mano.

—¿Podréis decirme, y perdonad la indiscreción, con qué fin habéis citado ayer al Churiador en San Ouen, lo cual le ha proporcionado la dicha de encontrarse con la Lechuza? Algo embarazado se vio para responderme a esta pregunta.

Rodolfo se mordió imperceptiblemente los labios, y respondió alzando los hombros:

—Ya lo creo; no le he contado más que la mitad de mi proyecto… Como no estaba seguro de que aceptase…

—Prudente habéis andado.

—Y tanto más prudente, porque tenía dos cuerdas que tocar.

—Sois muy precavido… Pero la cita que habíais dado al Churiador en San Ouen era para…

Rodolfo, después de un momento de incertidumbre, tuvo la dicha de hallar una fábula verosímil para remediar la torpeza del Churiador, y repuso:

—He aquí lo que hay en el asunto: El golpe que intento dar es muy bueno y seguro, porque el dueño de la casa se halla en el campo… Todo mi cuidado era que volviese a París, y a fin de asegurarme he ido a Piedrafita, en donde tiene su casa de campo, y me he cerciorado de que no vendría hasta pasado mañana.

—Muy bien: pero volvamos a la cuestión… ¿Por qué habéis citado al Churiador para San Ouen?

—¡Qué rudo sois!… ¿Cuánto hay de Piedrafita a San Ouen?

—Cerca de una legua.

—¿Y de San Ouen a París?

—Otro tanto.

—Pues bien, si no hallara a nadie en Piedrafita, es decir, si la casa estuviese desierta, habría también un gazapo que coger…; menos bueno que en París, pero no despreciable. He regresado a San Ouen para verme con el Churiador, que me esperaba, y teníamos que volver a Piedrafita por un camino transversal que yo conozco; y…

—Ya comprendo. ¿Pero qué haríais si el lance debiese ser en París?

—Por la barrera de la Estrella al camino de la Revolte, y de allí a la calle de las Viudas.

—Es claro, no hay más que un paso. La evolución es muy diestra, porque desde San Ouen podíais emprender igualmente bien cualquiera de los dos golpes. Ahora me explico la presencia del Churiador en San Ouen… Decíamos que la casa de la calle de las Viudas estará sin gente hasta pasado mañana.

—Sin una alma más que el portero.

—¿Es operación que valga la pena de…?

—Sesenta mil francos en oro en el gabinete del dueño.

—¿Conocéis bien las entradas y salidas?

—Como a mis manos.

—¡Chitón!… Hemos llegado ya a la taberna: ni una palabra delante de los profanos. Tengo un apetito furioso, ¿y vos?

La Lechuza estaba en el umbral de la puerta del figón.

—Por aquí —dijo—, por aquí… He mandado poner el almuerzo.

Rodolfo quiso hacer entrar antes al bandido, y tenía serias razones para ello… Pero el Maestro de Escuela se resistió de tal modo que Rodolfo tuvo que entrar primero. Antes de sentarse a la mesa, el Maestro de Escuela tocó ligeramente los tabiques a fin de asegurarse de su espesor y sonoridad.

—No hay necesidad de hablar muy bajo —dijo—; el tabique no es delgado. Nos servirán todo el almuerzo de una vez, y con eso no seremos interrumpidos en la conversación.

Entró con el almuerzo una criada, y antes que se retirase vio Rodolfo al carbonero Murph gravemente instalado en una mesa del cuarto inmediato. El aposento en que pasaba esta escena era largo, estrecho y alumbrado por una ventana que daba a la calle enfrente de la puerta. La Lechuza estaba de espaldas a esta ventana, el Maestro de Escuela a un lado de la mesa y Rodolfo al otro.

Luego que salió la criada se levantó el bandido, cogió su cubierto y fue a sentarse al lado de Rodolfo, de manera que le interceptaba la puerta.

—Estaremos más a gusto —dijo— y no tendremos que hablar tan alto.

—Ya… Y también porque queréis impedirme que salga por la puerta —dijo con calma Rodolfo.

El Maestro de Escuela hizo un gesto afirmativo, y sacando del pecho un puñalito largo y redondo como una pluma de ganso, cuyo mango de madera desaparecía en sus velludos dedos, dijo:

—¿Veis este instrumento?

—Sí.

—Aviso a los aficionados…

Y frunciendo las cejas hizo un movimiento significativo y arrugó su frente achatada como la de un tigre.

—Palabra de honor: yo misma he afilado el churi de mi hombre —añadió la Lechuza.

Rodolfo metió la mano bajo la blusa con una calma maravillosa, sacó una pistola de dos tiros, la enseñó al Maestro de Escuela y volvió a meterla en el bolsillo.

—Muy bien…, hemos nacido para entendernos el uno al otro —dijo el bandido—; pero no me comprendéis… Tengo que estar preparado para lo imprevisible… Si viniesen a prenderme, ya me hubieseis o no tendido un lazo…, os despacharía en el acto.

Y dirigió una mirada feroz a Rodolfo.

—Y yo me echaría también sobre él para ayudarte, palomito —dijo la Lechuza.

Rodolfo no respondió, encogió los hombros, llenó un vaso de vino y lo bebió.

Sobrecogido el Maestro de Escuela al ver la sangre fría de Rodolfo, prosiguió:

—Quería solamente preveniros…

—¡Bueno, bueno!… Devolved a su sitio vuestro instrumento, que aquí no hay contra quién usarlo. Yo tengo los huesos algo duros y podríais romper la punta —dijo Rodolfo—. Hablemos ahora de nuestro asunto…

—Hablemos de nuestro asunto… Pero no digáis mal de mi escarbadientes. No hace ruido ninguno ni incomoda a nadie.

—Y saca una obra limpia que da gusto, ¿no es verdad, palomo? —añadió la Lechuza.

—A todo esto —le dijo Rodolfo a la Lechuza—, ¿es cierto que conocéis a los padres de la Cantaora?

—Mi palomo trae consigo dos cartas que hablan de eso… Pero cuidado con que las vea la Chillona… Antes le arrancaría los ojos… ¡Oh, qué cuentas tenemos que ajustar cuando la encuentre en el Conejo Blanco!…

—Todo se nos va en hablar, Lechuza, y los negocios no marchan.

—¿Podremos garlar delante de ella? —preguntó Rodolfo.

—Con toda confianza: la conozco. Podrá servirnos para tomar informes, vigilar, ocultar, vender, etc. Posee todas las cualidades de una excelente mujer —añadió el bandido alargando la mano a la horrible vieja—. No tenéis idea de los servicios que me ha prestado… Pero quítate el chal, finura, y tendrás al salir menos frío… Ponlo en el canastillo…

La Lechuza se quitó el chal.

A pesar de su presencia de ánimo, Rodolfo no pudo contener un movimiento de sorpresa al ver colgado de una cadena de similor que llevaba al cuello la vieja, un agnus dei de lapislázuli, en todo conforme al que llevaba al cuello el hijo de madama Adela cuando desapareció de su poder.

Este descubrimiento inspiró a Rodolfo una idea repentina. Según el Churiador, el Maestro de Escuela había eludido todas las pesquisas de la policía, desfigurándose el rostro después de haber huido de presidio… Y hacía seis meses que el marido de la señora Adela había desaparecido de presidio sin que nadie supiese su paradero. Rodolfo imaginó que el Maestro de Escuela podría ser muy bien el marido de aquella desgraciada, y que en tal caso conocería sin duda la suerte de su hijo, además de poseer papeles relativos al nacimiento de la Cantaora. Rodolfo tenía, según esto, nuevos motivos para no dar de mano a su proyecto. Afortunadamente, el Maestro de Escuela no advirtió su distracción, ocupado entonces en hacer plato a su compañera.

—¡Hola! ¡Qué hermosa cadena lleváis al cuello!… —dijo Rodolfo a la tuerta.

—Sí, hermosa…, y barata… —contestó riendo la vieja—. Pero es de mala ley…, hasta que mi pichón me regale una buena…

—Eso depende del señor… Si hacemos buen negocio no te faltará cadena.

—¡Qué bien imitada está! —prosiguió Rodolfo—. ¿Qué significa esa cosita azul…?

—Es un regalo de mi palomo, hasta que me compre un tocante… ¿No es verdad, corazón?

Rodolfo veía confirmadas sus sospechas, y esperaba la respuesta del Maestro de Escuela… Éste repuso:

—A pesar del tocante, es preciso conservar esa prenda… Es un talismán… que trae consigo la buena dicha.

—¿Un talismán? —preguntó Rodolfo con indiferencia—. Luego, creéis en los talismanes. ¿Y en dónde diablos lo habéis encontrado?… Os agradecería que me dijeseis la fábrica.

—No se hacen ya en el día, caballerito: se cerró la fábrica… Tal cual la veis, esa joya es muy antigua… Cuenta tres generaciones… La estimo mucho, porque es una tradición de familia —añadió con una horrible sonrisa—. Por eso la he ofrecido a la Lechuza, para que le aporte suerte en los lances en los que me ayuda con tanta habilidad. Ya la veréis maniobrar, ya la veréis si hacemos juntos alguna operación comercial… Pero volvamos a nuestros carneroís… Decíais que en la calle de las Viudas…

—Número 17, casas de un ricachón… que se llama…

—No cometeré la indiscreción de preguntaros su nombre… ¿Decís que tiene en un cuarto sesenta mil francos en oro?

—¡Sesenta mil francos en oro! —exclamó la Lechuza.

Rodolfo hizo una señal afirmativa.

—¿Conocéis los andares de esa casa?

—Perfectamente.

—¿Y es difícil la entrada?

—Un muro de siete pies de alto da a la calle de las Viudas; jardín; ventanas rasgadas… La casa no tiene más piso que el bajo.

—¿Y no hay más que un portero para guardar este tesoro?

—No más.

—¿Cuál es vuestro plan de campaña, mocito?

—Muy sencillo…: salvar el muro, abrir con ganzúa la puerta, o hacer saltar el postigo. ¿Os agrada el plan?

—No podré responderos hasta que todo lo haya visto por mis ojos, es decir, con la ayuda de mi Lechuza; pero si todo lo que me decís es verdad, no debe dejarse de la mano el negocio… Esta misma noche…

Y el bandido clavó la vista en Rodolfo.

—¿Esta noche?… Es imposible —respondió éste.

—¿Por qué, siendo así que el dueño no vuelve hasta pasado mañana?

—Es cierto, pero yo no puedo esta noche…

—¿De veras?… Pues yo tampoco mañana…

—¿Por qué razón?

—Por la misma que os impide hacerlo esta noche… —dijo el bandido con socarronería.

Después de un momento de silencio, Rodolfo replicó:

—Pues bien… Vayamos esta noche. ¿Dónde nos veremos?

—No nos separaremos ya —dijo el Maestro de Escuela.

—¿Cómo?

—¿Para qué separarnos? El tiempo se va aclarando, y podremos ir a echar un vistazo a la calle de las Viudas: veréis cómo trabaja mi mujer. Hecho esto, volveremos a echar una mano de cientos y a comer un bocado en una taberna de los Campos Elíseos inmediata al río… Allí me conocen; y como la calle de las Viudas está desierta desde las primeras horas de la noche, volveremos a dar el golpe a las diez.

—Bueno; a las nueve volveremos a vernos.

—¿Queréis dar el golpe conmigo, o no?

—Desde luego.

—Pues entonces, no nos separaremos un momento… Si no…

—¿Si no, qué?

—Sospecharía que tramáis una mala jugada y que por eso os alejáis de mí…

—Si quisiera armaros algún lazo…, ¿quién me lo impediría esta noche?…

—Yo… Como no esperabais que os propusiese tan pronto el golpe, no estabais preparado… Y no apartándoos de mí, no podréis comunicaros con nadie…

—Luego, desconfiáis de mí.

—Y mucho… Pero como puede haber verdad en lo que proponéis, y como la mitad de 60,000 francos merece el quién-vive, quiero ponerme en ello… Pero ha de ser esta misma noche, o nunca… En el segundo caso, es decir, si no se da el golpe, ya sabré qué hombre tengo… Y el día menos pensado os hallaréis con un regalo de mi mano.

—Y os pagaré la fineza… Podéis vivir seguro.

—Todo eso es pura tontería —dijo la tuerta—. Soy de la opinión de mi hombre: o esta noche o nunca.

Rodolfo sentía una ansiedad cruel: si perdía esta ocasión de apoderarse del Maestro de Escuela, no volvería a encontrarla jamás; pues el bandido, viviendo desde entonces sobre aviso, o reconocido acaso y encerrado de nuevo en presidio, llevaría consigo los secretos que Rodolfo ansiaba poseer. Así es que, confiado en el acaso y en su destreza y valor, dijo al Maestro de Escuela:

—Bueno, consiento; no nos separaremos.

—Entonces contad conmigo… Pero van a dar las dos… La calle de las Viudas está lejos y llueve a mares: pagaremos el escote y tomaremos un coche.

—Si tomamos un coche podré fumar antes un cigarro.

—Sin duda —dijo el Maestro de Escuela—. A mi cara costilla no le hace daño el humo del tabaco.

—Voy a comprar cigarros —dijo Rodolfo levantándose.

—No os incomodéis —dijo el Maestro de Escuela deteniéndole—. Ésta irá por ellos.

Rodolfo volvió a sentarse.

El Maestro de Escuela había penetrado su designio.

La Lechuza salió.

—¡Qué buena mujer tengo, eh! —dijo el bandido—. Es tan complaciente que se echaría al fuego por mí.

—Ya que habláis de fuego, ¿notáis que aquí no hace mucho calor? —dijo Rodolfo ocultando las manos bajo la blusa.

Y continuando la conversación con el Maestro de Escuela, sacó del bolsillo un lápiz y un pedazo de papel, y sin que pudiese ser notado escribió de prisa algunas palabras. Puso esmero en separar bastante las letras para no confundirlas, pues escribía debajo de la blusa y sin ver.

Hecho el billete sin que lo percibiese el Maestro de Escuela, era preciso que llegase a su destino.

Rodolfo se levantó, acercóse a la ventana y empezó a cantar entre dientes, haciendo compás con los dedos en los vidrios.

El Maestro de Escuela se acercó a él, miró con atención hacia fuera, y le dijo:

—¿Qué música es ésa?

—Estoy cantando: No te llevarás mi rosa.

—Es una bonita canción. Pero quisiera saber si tiene la virtud de llamar la atención de los que pasan.

—No era ése mi propósito.

—A lo mejor sí, mocito. ¿Por qué tocabais si no con tanta fuerza en los vidrios? En fin, el guardián de esa casa en la calle de las Viudas podrá acaso ser hombre determinado… Si se repone… vos no lleváis más que una pistola, que es arma de mucho ruido; mientras que un utensilio como éste —y le enseñó el mango de su puñal— no incomoda ni llama la atención de nadie.

—¿Pensáis acaso asesinarle? —dijo en voz alta Rodolfo—. Si es tal vuestra intención, no habrá nada de lo dicho… No contéis conmigo.

—¿Y si pretende defenderse?

—Huiremos.

—¡Acabáramos!… Bueno es que nos convengamos antes… Es decir, se trata de un simple robo con escalamiento y fractura.

—Nada más.

—Poca cosa es; pero, en fin, pase…

—Y como no me separaré de ti un instante —se dijo Rodolfo—, yo te impediré que derrames sangre.

11 febrero

1.13. Murph y Rodolfo

Rodolfo se dirigió al zaguán de la quinta, en donde halló al hombre alto que vestido de carbonero le había anunciado la víspera la llegada de Tomás Seyton y de Sara. Murph, que así se llamaba este personaje, tenía unos cincuenta años; a cada lado de su cráneo, enteramente calvo, se elevaban ensortijados dos mechones de pelo rubio y canoso; su rostro largo y encendido estaba completamente afeitado, a excepción de unas pequeñas patillas color de fuego, que no pasaban del nivel de la oreja y se extendían en forma de media luna por la parte superior de sus redondos carrillos. A pesar de su edad y corpulencia, Murph era ágil y robusto, y en su fisonomía, aunque flemática, resaltaba a veces la benevolencia y la resolución. Llevaba una corbata blanca, un chaleco largo y un frac de faldones anchos que no le pasaban de las corvas, y su calzón verdegrís era del mismo género que sus botines, que no alcanzaban hasta la hebilla. El traje y el aspecto viril representaban el perfecto tipo del caballero labrador inglés. Aclaremos aquí que era inglés y caballero, pero no labrador. En el momento en que Rodolfo llegó al zaguán, Murph metía un par de pistolas en la bolsa de la calesa.

—¿A quién diablos vas a matar con esas pistolas? —le dijo Rodolfo.

—Ésa es cuenta mía, monseñor —replicó Murph retirando el pie del estribo—. Haced vuestro negocio, que yo no descuido mi deber.

—¿A qué hora has mandado venir los caballos?

—Al anochecer, según vuestra orden.

—¿Has llegado esta mañana?

—A las ocho. La señora Adela ha tenido tiempo para alistarlo todo.

—Eres honrado… ¿No estás contento de mí?

—¿No podríais, monseñor, cumplir la tarea que os habéis impuesto sin exponeros a tantos peligros?

—Para inspirar alguna confianza a esas gentes, que quiero conocer, ¿no es preciso que adopte su traje, sus costumbres y su modo de hablar?

—Pero eso no aleja los peligros de que hablo. Anoche, cuando buscábamos a ese Brazo Rojo en la detestable calleja de la Cité, solo el temor de irritaros y desobedeceros ha podido impedirme que os socorriese cuando luchabais con el bandido que habéis encontrado a la entrada de aquella pocilga.

—Es decir, señor Murph, que dudáis de mi fuerza y de mi valor.

—Por desgracia, me habéis puesto cien veces en el caso de no dudar de la una ni del otro. Gracias al señor Flatman, el Bertrand de Alemania, que os ha enseñado esgrima, y a Lacour de París, quien os ha dado lecciones de zancadilla y de caló; porque de todo esto necesitabais para vuestras aventuras. Sois intrépido y tenéis unos nervios de acero, y aunque delgado y esbelto me venceríais con la misma facilidad que un caballo de carreras vence a un mulo de carga.

—Entonces, ¿por qué temes?

—Yo sostengo, monseñor, que no es prudente andarse exponiendo a cuantos peligros se presentan. No digo esto por el inconveniente que hay para que cierto caballero que conozco se tizne la cara con carbón y se convierta en el mismo diablo. A pesar de mis canas, de mi gordura y gravedad, me disfrazaré de bolero si conviene a vuestros planes… Pero me atengo a lo dicho, monseñor…

—¡Oh! Ya lo sé, querido Murph; cuando una idea se introduce en tu cráneo, cuando la lealtad se apodera de tu firme y valeroso corazón, ni el mismo demonio te la arrancaría de allí con sus dientes y uñas…

—¡Cuánta lisonja, monseñor! Apostaría que estáis meditando alguna…

—Habla; dilo de una vez…

—Alguna locura, monseñor.

—¡Pobre Murph! ¡Qué mala hora escoges para tu sermón!…

—¿Por qué?

—Estoy ahora lleno de orgullo y de satisfacción… Me hallo precisamente…

—En donde habéis hecho un bien; ya lo sé; la quinta modelo que habéis fundado aquí, para recompensar, instruir y estimular a los labradores honrados, es un beneficio inmenso para este país. Generalmente no se piensa más que en mejorar la condición del ganado, y vos os desveláis por mejorar la condición de los hombres… Eso es admirable. Habéis puesto al frente de este establecimiento a la señora Adela Georges, y ninguna elección pudierais hacer más acertada… Tiene la virtud de un ángel… ¡Noble y honrada mujer!… Pocas veces me enternezco, y sin embargo he derramado lágrimas al oír sus infortunios… Pero vuestra nueva protegida… Vaya… No hablemos de esto, monseñor…

—¿Por qué?

—Monseñor, hacéis vuestro capricho, y hacéis bien…

—Yo hago lo que es justo —dijo Rodolfo con un gesto de impaciencia.

—Lo que es justo…, a vuestro modo de ver…

—Lo que es justo para con Dios y mi conciencia —repuso Rodolfo con severidad.

—Creo, monseñor, que no nos entendemos. Os lo repito, no hablemos más de este asunto.

—¡Y yo os ordeno que habléis! —dijo imperiosamente Rodolfo.

—Nunca me he expuesto a que V. A. R. me mandase callar… Espero que V. A. no me obligará a decir más de lo que quiero —respondió Murph con dignidad.

—¡Señor Murph!… —exclamó Rodolfo con una irritación que crecía por momentos.

—¡Monseñor!

—¡Ya sabéis, caballero, que no me gustan las reticencias!

—Perdonad, señor: me conviene usarlas —repuso Murph con orgullo.

—Si desciendo hasta la familiaridad, caballero, es a condición de que vos os elevéis hasta la franqueza.

Sería imposible describir la altivez soberana de la fisonomía de Rodolfo al pronunciar estas últimas palabras.

—Tengo cincuenta años; soy un caballero; V. A. no debe hablarme de ese modo.

—¡Callad!…

—¡Monseñor!

—¡Callad!…

—V. A. no debería poner a un hombre de honor en el caso de recordarle los servicios que le ha prestado… —dijo con frialdad el leal caballero.

—¿Tus servicios? ¡Y qué?... ¿No te los he pagado cumplidamente?

Debemos confesar que Rodolfo no había dado a estas crueles palabras el sentido humillante que reducía a Murph a la condición de mercenario; pero éste las interpretó por desgracia de este modo. Encendiósele el rostro de vergüenza, llevó los puños cerrados a la frente con un ademán de dolorosa indignación; y dirigiendo la vista a Rodolfo, en cuyas facciones se veía un desdén convulsivo y violento, le dijo con voz sofocada y conteniendo un suspiro de tierna conmiseración:

—¡Mirad, señor, que no tenéis razón!…

Estas palabras llevaron a su colmo la irritación de Rodolfo; una llama terrible brilló en sus ojos, y adelantándose hacia Murph con los labios pálidos como un cadáver, exclamó:

—¡Te atreverás, tú!…

Murph retrocedió y dijo como a pesar suyo:

—¡Monseñor!… ¡Monseñor!… ¡ACORDAOS DEL 13 DE ENERO!

Estas palabras hicieron en Rodolfo un efecto mágico. Su rostro, contraído por la cólera, se dilató. Miró fijamente a Murph, bajó luego la cabeza, y después de un momento de silencio murmuró con voz alterada:

—¡Murph! ¿Qué crueldad es ésa?… Mi dolor, mi arrepentimiento me hacían esperar que… ¡Y sois vos el que!… ¡Sois vos!…

Rodolfo no pudo continuar: faltóle la voz, cayó sentado en un banco de piedra y se cubrió el rostro con las manos.

—¡Monseñor! —exclamó Murph con acento doloroso— ¡Mi buen señor, perdonadme, perdonad a vuestro antiguo y leal servidor! Si he dicho esas palabras ha sido en el último apuro y temiendo… ¡Ah!, no por mí, sino por vos, las consecuencias de vuestra ira… Las he dicho a pesar mío, sin ánimo de ofenderos, sin enojo y sólo por compasión… ¡Monseñor! Me pesa el haber sido tan ligero… Por Dios santo, señor, ¿quién puede conocer vuestro carácter mejor que yo, que no os he abandonado desde vuestra infancia?… Perdonadme, perdonad que os haya recordado ese día funesto… ¡Ah, cuánto lo habéis expiado!

Alzó Rodolfo la cabeza y, pálido como la cera, dijo a su compañero con voz suave y melancólica:

—Basta, basta, mi leal amigo; te doy las gracias por haber calmado con una palabra mi desmedida irritación. No me disculpo de haberte tratado con dureza, pues sabes bien que hay mucho camino de los labios al corazón, como dicen las buenas gentes de nuestra tierra. Estaba loco. No hablemos más de eso.

—¡Ah! Ahora os veré triste por mucho tiempo… ¡Qué desgracia la mía!… Mi único anhelo es el libraros de ese humor sombrío, y a cada paso os estoy sepultando más y más en él con mi indiscreción… ¿De qué me sirven luego mi honradez y mis canas si no soy capaz de sufrir con resignación las ofensas que no merezco?

—No hay duda: hablas bien… Pero los dos hemos faltado a la razón, vejete mío —le dijo Rodolfo con dulzura—. Dejemos eso y volvamos a nuestra conversación… Tú alabas la fundación de este establecimiento y el profundo interés que me inspira la señora Adela… Confiesas que merecería este interés por sus raras cualidades y por su infortunio, aun cuando no perteneciese a la familia de Harville…, a esa familia que mereció de mi padre un eterno reconocimiento…

—He aprobado siempre la protección y las bondades que dispensáis a la señora Adela, monseñor.

—Pero te asombras de ver el interés que tomo por esa infeliz criatura perdida, ¿no es verdad?

—Perdonad, señor… No he tenido razón… Lo confieso.

—No… Ya lo sé. Las apariencias han podido engañarte… Mas, como conoces toda mi vida y mis secretos… Como me ayudas con tanto valor como lealtad a llevar a cabo la expiación que me he impuesto a mí mismo…, mi deber o, si mejor te place, mi reconocimiento, me obliga a convencerte de que no obro con ligereza.

—Así lo creo, monseñor.

—Conoces mis ideas con respecto al bien que debe hacer el hombre que reúne las circunstancias de saber, voluntad y poder… Socorrer al infortunado honrado cuando se queja de los males que sufre, es acción meritoria. Buscar a los que combaten la miseria con honor y con energía y auxiliarlos, a veces sin que lo sepan, es aún mejor acción… Prevenir a tiempo el desamparo y las tentaciones que conducen al crimen…, es mejor todavía. Rehabilitar, restituir a la honradez a los que han conservado puros algunos sentimientos generosos en medio de la degradación a que se ven condenados, de la miseria que los consume y de la corrupción que los rodea, y arrostrar para esto el contacto de esa miseria, de esa corrupción y de esos seres nauseabundos…, es obra superior a todas. Perseguir con ánimo vigoroso e implacable el vicio, la infamia y el crimen, ya se arrastren por el cieno o se encumbran en los palacios de la grandeza, no es más que justicia… Pero acudir ciegamente a la miseria merecida, y prostituir y degradar la limosna y la piedad, eso sería horrible, impío y sacrílego. Eso haría dudar del mismo Dios; y el que da, debe hacerlo para que se crea en él y para ensalzar su nombre.

—Monseñor, yo no he querido decir que hubieseis empleado mal vuestros beneficios.

—Escucha, fiel amigo… Ya sabes que la hija cuya muerte deploro sin cesar, y a la cual hubiera amado tanto más cuanto mayor ha sido la indiferencia con que la había mirado Sara, su indigna madre, debería tener ahora algo más de dieciséis años…, los mismos que esa infeliz criatura. Sabes también que no puedo menos de dejarme arrastrar por una profunda y dolorosa simpatía hacia las jóvenes de esta edad…

—Lo sé, monseñor… Y así es como debí haberme explicado el interés que sentís por vuestra protegida… Además, ¿no se honra a Dios socorriendo a todos los desgraciados?

—Sí, amigo mío. Cuando lo merecen; y por eso nadie es más digno de compasión y respeto que una mujer como la señora Adela, que educada por una madre buena y piadosa en la estrecha observancia de todos los deberes, no ha faltado jamás a ellos…, ¡jamás!…, a pesar de haber sido víctima de la adversidad más espantosa… Pero, ¿no se honra también a Dios sacando del fango a una de esas raras criaturas a quienes se ha complacido el cielo en colmar de sus dones?… ¿No merece también compasión y respeto una niña desventurada, que abandonada a su solo instinto, atormentada, envilecida y despreciada, ha conservado en el fondo de su alma las nobles virtudes con que Dios la había dotado? ¡Si hubieras oído a esa pobre niña!… Al escuchar la primera palabra afectuosa que le dirigí; al oír la primera voz honrada y amiga que llegó a sus oídos, brotaron en su alma ingenua el gusto, la inclinación y los pensamientos más puros y delicados, a la manera que las flores silvestres abren su hermoso cáliz en la primavera, con los primeros rayos del sol… En mi conversación de una hora con Flor de María he descubierto en ella tesoros de bondad, de gracia y de cordura; sí, de cordura, amigo mío. Con la sonrisa en los labios y una lágrima en los ojos he oído sus inocentes consejos llenos de razón, para inducirme a que ahorrase cuarenta sueldos diarios a fin de poder combatir un revés inesperado y librarme de malas tentaciones. ¡Pobre inocente niña! Me hablaba en un tono tan serio y de tan profunda convicción, experimentaba tal complacencia al darme sus sanos consejos, y fue tal su gozo al oír mi promesa de que los seguiría, que he dejado correr algunas lágrimas no pudiendo reprimir la dulce sensación que experimentaba… Pero también tú te enterneces, mi querido Murph.

—Sí, monseñor… Eso de haceros economizar cuarenta sueldos diarios…, teniéndoos por un jornalero…, en lugar de comprometeros a que gastaseis con ella… Sí, ese rasgo me llega al corazón.

—Silencio; ahí viene la señora Adela… Ten todo listo para marcharnos, pues debemos llegar temprano a París.

Flor de María estaba desconocida, gracias al cuidado de la señora Adela. Una linda cofia de aldeana y dos gruesas bandas de cabello rubio coronaban su rostro virginal. Un pañuelo de muselina blanca cruzaba su seno, cubierto también en parte por la pechera de un delantal de tafetán tornasolado, cuyos visos azules y color de rosa lucían sobre el fondo oscuro de un vestido del carmen, que parecía haber sido hecho para ella. El semblante de la joven estaba serio y lleno de profundo recogimiento; pues hay felicidades que inspiran en el alma una tristeza inefable y una santa melancolía. La seria gravedad de Flor de María no sorprendió a Rodolfo, porque la esperaba: alegre y habladora, hubiera formado de ella una idea menos elevada.

En el semblante triste y resignado de madama Georges se descubrían las huellas de una larga adversidad. Miraba a Flor de María con una compasión tranquila, profunda y casi maternal, porque la gracia y dulzura de la joven criatura la habían conquistado.

—Aquí tenéis a mi hija, señor Rodolfo, que viene a daros las gracias por las bondades que le dispensáis —dijo madama Georges presentando la Cantaora a Rodolfo.

Al oír las palabras mi hija, la Cantaora volvió lentamente los ojos hacia madama Georges, y la miró por algunos momentos con una expresión de indecible reconocimiento.

—Os doy gracias por María, querida señora. Es digna del tierno interés que por ella toméis… Y nunca dejará de merecerlo.

—Señor Rodolfo —dijo la Cantaora con voz trémula—, ya lo sabéis… ¿No es verdad?… No encuentro nada que deciros…

—Vuestra emoción me lo dice todo, amada niña.

—¡Oh! Reconoce bien la mano de la Providencia en su felicidad —dijo la señora Adela, enternecida—. Su primera acción al entrar en mi cuarto ha sido echarse a los pies de un crucifijo.

—Es porque ahora, gracias a vos, señor Rodolfo…, no tengo miedo de rezar.

Murph se volvió de repente para no revelar la emoción que le habían causado las sencillas palabras de la Cantaora.

Rodolfo dijo a ésta:

—Hija mía, tengo que hablar con la señora Adela… Mi amigo Murph os llevará a ver la quinta…, y os hará ver vuestros futuros protegidos. Nosotros os seguiremos dentro de un rato… ¡Hola, Murph… Murph! ¿No me oyes?

El buen hidalgo estaba en aquel momento vuelto de espaldas y fingía sonarse con un estrépito formidable. Metió el pañuelo en el bolsillo, se caló el sombrero hasta los ojos, y volviéndose de medio lado ofreció el brazo a María. Había maniobrado con tal destreza que ni Rodolfo ni madama Adela pudieron notar la expresión de su semblante. Cogió del brazo a María, dirigióse con ella a las cuadras de la quinta, y sus pasos eran tan largos y descompasados que la Cantaora tuvo que correr, como había corrido en otro tiempo detrás de la Lechuza.

—¿Qué os parece María, señora Adela? —dijo Rodolfo.

—Ya os he dicho, señor Rodolfo, que apenas vio un crucifijo al entrar en mi cuarto, se echó de rodillas delante de él. Me sería imposible pintaros lo espontáneo y fervoroso de aquel acto de la pobre niña. Al momento, he conocido que su alma no estaba pervertida. La expresión del agradecimiento que os profesa, señor Rodolfo, es pura, sencilla y libre de toda exageración. Os diré dos palabras que os probarán cuán natural y vehemente es en ella el instinto religioso. Cuando le pregunté: «¿No ha sido muy grande vuestra sorpresa y vuestro gozo al deciros el señor Rodolfo que os quedaríais aquí?… ¡Qué impresión tan profunda debió de causaros esta noticia!…». ¡Oh, sí! —me respondió—; cuando el señor Rodolfo me lo dijo, no sé lo que me pasó allá dentro; pero sentí el mismo gozo piadoso que cuando entraba en una iglesia… Es decir, cuando me dejaban entrar —añadió—; porque ya sabréis, señora Adela, que yo… No la dejé proseguir al ver su rostro encendido y cubierto de rubor. «Ya sé, hija mía… Os daré siempre el nombre de hija, ¿queréis?… Ya sé que habéis padecido mucho. Pero Dios bendice a los que le aman y le temen…; tanto a los desgraciados como a los arrepentidos…».

—Cada vez estoy más contento con mi obra, mi querida señora Adela. Esa pobre niña cautivará vuestro amor… Habéis reconocido sus excelentes cualidades.

—Lo que también me ha sorprendido, señor Rodolfo, es que no me haya hecho la menor pregunta acerca de vos, pese a que todo esto excitará en ella la mayor curiosidad. Esta reserva prudente y delicada me indujo a querer averiguar si sabía algo acerca de vos; por eso le dije: «Debéis tener mucha curiosidad por saber quién es vuestro misterioso bienhechor». «Ya lo sé… —repuso con una sencillez encantadora—; se llama mi bienhechor».

—Según eso, la amaréis, ¿no es verdad? Ocupará por lo menos, ¡mujer virtuosa!, una parte de vuestro corazón…

—Sí, le consagraré mi cuidado y mis desvelos… Como los hubiera consagrado también a… él… —dijo la señora Adela con angustiada voz.

Rodolfo la cogió de la mano.

—Vamos, vamos, no os desalentéis tan pronto… Si hasta hoy han sido vanos nuestros pasos, podrá ser que un día…

La señora Adela meneó la cabeza con tristeza y amargura, y dijo:

—¡Pobre hijo mío!… ¡Tendría ahora veinte años!…

—Decid más bien que los tiene…

—¡Dios lo haga y os escuche, señor Rodolfo!

—Así lo espero. Ayer he ido a buscar a un cierto Brazo Rojo, que según me habían informado podría darme alguna noticia de vuestro hijo. Al salir de su casa y después de una quimera que allí tuve, encontré a esta desgraciada joven.

—¡Ah, señor!… Es a lo menos una dicha el que en medio de los desvelos que os acarrea vuestro deseo de protegerme, halléis ocasiones de socorrer al infortunio.

—¿No habéis recibido noticia de Rochefort?

—Ninguna —dijo madama Adela con voz apagada y trémula.

—¡Tanto mejor!… No queda duda de que ese monstruo pereció en los bajos de fango al querer huir de pres…

Rodolfo se detuvo en el momento de pronunciar esta terrible palabra.

—¡De presidio! ¡Ah, decidlo…, de presidio!… —exclamó la desgraciada señora llena de horror y con una expresión de delirio—. ¡El padre de mi hijo!… ¡Ah! Si vive aún ese hijo desventurado… Si como yo no ha cambiado de nombre, qué vergüenza, Dios mío…, ¡qué ignominia! Pero esto no es lo peor… Si su padre ha cumplido su horrible promesa… ¡Ah! ¿Qué ha hecho de mi hijo? ¿Por qué me lo ha robado?

—Ese misterio es la tumba de mi espíritu —dijo Rodolfo con aire pensativo—. ¿Con qué fin os había robado ese miserable vuestro hijo hace quince años, cuando quiso marcharse al extranjero, según me habéis dicho? Un niño de aquella edad no podía menos de embarazar su huida.

—¡Ah, señor Rodolfo! Cuando mi marido —la infeliz se estremeció al pronunciar esta palabra— después que lo arrestaron en la frontera, fue conducido a París y puesto en la cárcel, en donde se me ha permitido hablarle, me dijo con horrible énfasis: «Me he llevado a tu hijo porque le amas, y porque es un medio de obligarte a que me envíes dinero, del cual disfrutará conmigo…; o del cual no disfrutará… Esa es cuenta mía… Que viva o que muera, poco me importa… Pero si vive, pierde cuidado que yo le pondré en buen lugar… Sufrirás la ignominia del hijo como has sufrido la ignominia del padre». ¡Ah! Un mes después mi marido fue condenado a presidio perpetuo… Desde entonces, nada he podido saber de la suerte de mi hijo a pesar de mis ruegos y de mis cartas. ¡Ah, señor Rodolfo! ¿Dónde estará? Aún oigo esas horribles palabras: «¡Sufrirás la ignominia del hijo como has sufrido la del padre!».

—Pero eso sería una atrocidad inexplicable. ¿A qué fin iniciar en el vicio y la corrupción a un niño inocente? Pero, sobre todo, ¿a qué fin robároslo?

—Ya os lo he dicho, señor Rodolfo; para obligarme a enviarle dinero, pues aunque me había arruinado, me quedaban todavía algunos recursos que he agotado de este modo. A pesar de su perversidad, no podía creer que dejase de consagrar una parte del dinero a la educación del desgraciado niño…

—¿No tenía vuestro hijo alguna señal, algún indicio por el cual pudiera ser reconocido?

—Ninguna, señor Rodolfo, excepto la que os he dicho: un agnus dei grabado en lapislázuli, colgado al cuello con una cadenita de plata. Esta reliquia la había bendecido el Santo Padre.

—Vamos, valor, señora Adela. Dios es omnipotente.

—Sí, señor Rodolfo; sólo a su providencia debo vuestro socorro.

—Pero ha sido demasiado tarde, mi querida señora. Muchos años de aciaga pesadumbre os hubiera evitado, si…

—¡Ah, señor Rodolfo! ¿No me habéis colmado de beneficios?

—¿En qué...? He comprado esta quinta. En vuestra prosperidad erais hacendosa por recreo, y hacíais valer vuestros bienes. Habéis consentido en servirme aquí de directora, y gracias a vuestros desvelos y actividad este establecimiento produce…

—¿Os produce, monseñor? —dijo madama Adela interrumpiendo a Rodolfo— Las rentas no sólo se emplean casi enteramente en mejorar la suerte de los labradores, que tienen por un gran favor el entrar en esta quinta modelo, sino también en socorrer a muchos desgraciados del distrito por la mediación de nuestro virtuoso párroco, el señor Laporte.

—Ya que habláis de ese buen cura —interrumpió Rodolfo para evitar las alabanzas de la señora Adela—, ¿habéis tenido la bondad de comunicarle mi llegada? Quisiera recomendarle mi protegida… ¿Ha recibido mi carta?

—El señor Murph se la ha llevado esta mañana.

—En esa carta refería en pocas palabras la historia de esta niña; aunque no estaba seguro de poder venir hoy, Murph os hubiera traído a Flor de María.

Un criado de la quinta entró en el jardín e interrumpió este diálogo.

—Señora, el señor abad os espera.

—¿Ha llegado la silla de posta, hijo mío? —dijo Rodolfo.

—Sí, señor Rodolfo; están enganchando.

Y el criado salió del jardín.

La señora Adela, el cura y los habitantes de la quinta sólo conocían al protector de Flor de María por el nombre de Rodolfo. La discreción de Murph era imperturbable, pues ponía tanto cuidado en monseñorear a Rodolfo en su conversación privada como en llamarle simplemente Señor Rodolfo cuando le hablaba delante de otras personas.

—Se me había olvidado deciros, señora —dijo Rodolfo marchando hacia la casa—, que María tiene el pecho malo, según creo; las privaciones y la miseria han alterado su salud. Esta mañana he notado su palidez, a pesar de que sus mejillas estaban muy encendidas, y me pareció que sus ojos tenían un brillo algo febril… Necesita mucho cuidado.

—Contad con mis desvelos, señor Rodolfo. Pero no será cosa de peligro si Dios quiere. A su edad, en el campo, respirando el aire libre, con reposo y felicidad, pronto recobrará la salud perdida.

—Así lo espero; pero sin embargo desconfío de vuestros médicos de aldea. Diré a Murph que os traiga mi médico, que es un doctor negro muy hábil, y os dirá el método que debéis seguir con María… Más adelante, cuando su espíritu esté tranquilo, pensaremos en su porvenir… Acaso convendrá más que permanezca a vuestro lado si estáis contenta con ella.

—Ése es mi deseo, señor Rodolfo… Ocupará el lugar del hijo cuya pérdida lloro noche y día.

—En fin, esperemos que Dios no os desamparará a vos ni a ella.

Cuando Rodolfo y la señora Adela estaban ya cerca de la casa, se incorporaron con ellos Murph y María.

El buen caballero dejó el brazo de la Cantaora, y dijo con visible emoción al oído de Rodolfo:

—Esta criatura me ha embrujado; no sé si me interesa más que la señora Adela… He sido un salvaje, una bestia brava.

—Ya sabía yo que habías de hacer justicia a mi protegida, amigo Murph —dijo Rodolfo apretando la mano del hidalgo. La señora Adela, apoyada en el brazo de María, entró en la sala del piso bajo, en donde se hallaba el párroco Laporte.

Murph se fue a preparar lo necesario para el regreso suyo y el de Rodolfo.

Los muebles y paredes de este aposento, sencillo, pero cómodo y abrigado, estaban cubiertos de tela persiana, como el resto de la casa, y según había dicho Rodolfo a la Cantaora. Cubría su piso una alfombra fuerte y bien tejida. El fuego de chimenea daba un calor agradable, y dos hermosos ramilletes de flores puestos en vasos de cristal llenaban el aire de un olor balsámico y suave. Por las persianas verdes se entreveía el prado y el riachuelo, y más a lo lejos, el frondoso soto de castaños.

El cura estaba sentado junto a la chimenea. Tenía ochenta años, y servía aquella pobre parroquia desde los últimos días de la revolución.

Nada más venerable que su fisonomía senil, descarnada y melancólica; su largo cabello blanco caía sobre el cuello de una sotana negra remendada en varias partes. El buen cura decía que era más decente en su ministerio el llevar una misma sotana dos o tres años, y vestir a dos o tres niños pobres con buen paño, que andar siempre de nuevo y tener muchos feligreses desabrigados. Como era tan viejo, le temblaban las manos sin cesar, y cuando las levantaba para accionar en la conversación, parecía que estaba echando bendiciones.

—Señor abad —dijo respetuosamente Rodolfo—, la señora Adela quiere encargarse de esta niña, a quien os suplico dispenséis vuestra bondad.

—Tiene derecho a ella, buen señor, como todos los que vienen a nosotros… La clemencia de Dios es inagotable, hija mía… Os lo ha probado con no abandonaros… en trances bien dolorosos… Todo lo sé… —Y agarró una mano de María con sus manos trémulas y venerables—. El hombre generoso que os ha salvado realizó esta sentencia de la Escritura: «El Señor está cerca de los que le invocan; llenará los deseos de los que le temen; escuchará su clamor y los salvará». Ahora haceos merecedora de su bondad con vuestra conducta. Me hallaréis siempre dispuesto a animaros y sosteneros en la buena senda por que habéis entrado. Tendréis en la señora Adela un buen ejemplo diario y constante… En mí, un consejero diligente. El Altísimo concluirá la obra.

—Y yo le pediré por los que han tenido compasión de mí y me han traído a su santa ley, padre mío —dijo la Cantaora cayendo de rodillas delante del sacerdote.

La emoción que sentía era demasiado viva; la ahogaban los sollozos.

La señora Adela, Rodolfo y el sacerdote sintieron también una profunda y religiosa emoción.

—Alzaos, querida hija mía —dijo el cura—. Pronto mereceréis… la absolución de las grandes culpas de que habéis sido más bien víctima que culpable; porque, según las palabras del profeta: «El Señor sostiene a los que están para caer, y levanta a los que han caído».

Murph abrió en aquel momento la puerta de la sala.

—Adiós, padre mío… Adiós, señora Adela… Os recomiendo vuestra hija… Nuestra hija, más bien. Adiós, María. Pronto volveré a veros.

El venerable párroco, apoyado en los brazos de la señora Adela y de la Cantaora, salió de la sala para ver partir a Rodolfo.

Los últimos rayos del sol iluminaban aquel grupo interesante y melancólico.

Un sacerdote anciano, símbolo de la caridad, del perdón y de la esperanza eterna…

Una mujer que ha sufrido todas las amarguras que pueden afligir a una esposa y a una madre…

Una joven que sale apenas de la infancia, sumida pocos momentos antes en el abismo del vicio por la miseria y por la seducción de infames criminales…

Rodolfo subió al carruaje, Murph se sentó a su lado, y los caballos partieron al galope.

09 febrero

1.12. La quinta

La quinta adonde Rodolfo condujo a Flor de María estaba situada en un extremo de la aldea de Bouqueval, pequeña parroquia solitaria, ignorada y metida en una quebrada a dos leguas de Ecouen. El coche bajó por el camino que había indicado Rodolfo, y siguió luego por la llanura entre hileras de cerezos y manzanos. Las ruedas giraban en silencio sobre el césped corto y fino que cubre generalmente los caminos vecinales.

Flor de María estaba callada y abatida, y Rodolfo casi se arrepintió de haber causado la impresión dolorosa que manifestaba su semblante.

El coche pasó por delante del corral de la quinta, atravesó un espeso olmedal y se paró delante de un pequeño pórtico de madera a la rústica, y medio oculto bajo un frondoso emparrado cuyas hojas empezaba a marchitar el otoño.

—Hemos llegado ya, Flor de María —dijo Rodolfo—.¿Estáis contenta?

—Sí lo estoy, señor Rodolfo… Pero me parece que voy a tener vergüenza delante de la señora. No me atreveré a mirarla…

—¿Por qué, hija mía?

—Tenéis razón, señor Rodolfo… No me conoce.

Y la Cantaora reprimió un suspiro.

Se esperaba sin duda en la quinta la llegada de Rodolfo, porque al punto que el cochero bajó el estribo, se presentó en el pórtico y se adelantó hacia él con ademán respetuoso una mujer de fisonomía dulce y atractiva, de unos cincuenta años y vestida como las arrendatarias ricas de las cercanías de París.

El rostro de la Cantaora se cubrió de un finísimo carmín; después de un momento de duda, bajó del coche.

—Buenos días, señora Adela —dijo Rodolfo a su arrendataria—. No diréis que falto a mi palabra.

Y volviéndose al cochero, le puso algún dinero en la mano y le dijo:

—Puedes volverte a París.

El cochero era un hombre bajo y regordete, con el sombrero calado hasta los ojos, y la cara tapada casi enteramente por el cuello de un levitón forrado en grosera piel. Metió el dinero en el bolsillo y sin decir una palabra subió al pescante, hizo resonar el látigo y desapareció al momento entre la arboleda.

Flor de María se acercó a Rodolfo inquieta y turbada, y le dijo en voz baja para que no pudiese oír la arrendataria:

—¡Dios mío! ¿Qué habéis hecho, señor Rodolfo? ¿Habéis despedido al coche?…

—Es claro.

—¿Y la Pelona?

—¡Qué importa la Pelona?

—¡Ah!… Tengo que volver a su casa esta noche… No hay remedio… Por fuerza, señor Rodolfo. Si no, me tendría por una ladrona… Los vestidos que traigo son suyos… Y le debo… Perdonad…

—Tranquilizaos, hija mía. Yo soy quien debe pediros perdón…

—¡Perdón!… ¿De qué?

—De no haberos informado que no debéis nada a la hostelera y que podéis quedaros aquí si es vuestra voluntad. Cambiaréis esos vestidos por otros que os dará la señora Adela. Es casi de vuestra misma talla y tendrá mucho gusto en prestároslos… Ya veis cómo empieza a hacer su papel de tía.

La Cantaora creía estar soñando. Miraba a Rodolfo y a la arrendataria sin comprender lo que pasaba.

—¡Cómo? —dijo con voz trémula y palpitante—. ¿No volveré más a París?… ¿Puedo quedarme aquí?… ¿La señora… me permitirá?… ¡Oh! ¿Será posible?… ¡Aquel hermoso sueño!…

—Aquí lo tenéis realizado.

—¡Oh, no! No es posible… Sería demasiada felicidad.

—La felicidad nunca puede ser demasiada, Flor de María…

—¡Ah! Señor Rodolfo, por piedad no me engañéis… Mirad que me haríais mucho mal.

—Creedme, amada niña —dijo Rodolfo con voz afectuosa, pero con un tono de dignidad que Flor de María no había notado en él hasta entonces—: os lo repito; desde hoy podéis, si os place, hacer al lado de la señora Adela esa vida cuyo cuadro os ha cautivado tanto. Aunque la señora Adela no sea vuestra tía, os profesará el más tierno cariño; pero podréis pasar por sobrina suya entre las personas de la quinta, y esta leve mentirijilla hará más agradable vuestra situación… Os vuelvo a repetir, Flor de María, que haréis todo esto si os agrada. Cuando os pongáis vuestro trajecito de aldeana, os llevaremos a ver vuestra favorita, la Saltarina, hermosa ternera blanca como la nieve, que está aguardando el collar prometido… También visitaremos a vuestros amigos los pichones y la lechería; y recorreremos toda la finca. Deseo cumplir mi palabra.

Flor de María juntó las manos con vehemencia. La sorpresa, el gozo y la gratitud se pintaron en su extasiada fisonomía. Sus ojos se arrasaron de lágrimas, y exclamó:

—¡Señor Rodolfo!, ¿sois algún ángel del Señor, que así hace bien a los desgraciados sin conocerlos…, y los libráis de la vergüenza y de la miseria?…

—¡Pobre niña! —repuso Rodolfo con una sonrisa melancólica de profunda e inefable bondad—; aunque joven aún, he padecido mucho: he perdido una hija que tendría ahora vuestra edad… Esto os explicará mi compasión hacia los que padecen… Y por vos especialmente. Flor de María, o más bien María, id con la señora Adela… Sí, María, conservad desde hoy este nombre, dulce y hermoso como vos. Antes de marcharme tendré que hablaros. Quedaréis contenta y dichosa.

Flor de María no respondió; hizo una inclinación doblando las rodillas, cogió la mano de Rodolfo, y antes que éste pudiese impedirlo la llevó respetuosamente a los labios con un movimiento lleno de gracia y de modestia, y luego siguió a la arrendataria, quien la contemplaba con profundo interés.

08 febrero

1.11. A medida del deseo

En esto, dijo Rodolfo al cochero una vez que habían pasado la aldea de Sárcelles:

—Toma el primer camino a la derecha, atraviesa Villiers-le-Bel, tuerce luego a la izquierda y sigue de frente.

Y volviéndose a la Cantaora, continuó:

—Flor de María, ya que vais tan contenta en mi compañía, podríamos divertirnos haciendo castillos en el aire, como decíamos antes. A lo menos no me echaréis en cara lo que gaste de este modo.

—¡Oh! Por ese gasto, no… Vamos, haced vuestro castillo.

—No… primero el vuestro, Flor de María.

—Pues bien; a ver si adivináis el mío, señor Rodolfo.

—Vamos a ver… Supongo que este camino… Y digo éste porque vamos por él…

—¿Y para qué buscarlo más lejos?

—Supongo, pues, que este camino nos conduce a una hermosa aldea, muy distante de la carretera.

—Sí, cuanto más retirada mejor.

—Está situada en una cuestecita, y hay árboles entre las casas.

—Y pasa cerquita un riachuelo…

—Ni más ni menos…, un riachuelo… Al fin del lugar, hay una linda casa de campo. A un lado de la casa hay un palomar y una huerta, y al otro un jardín con muchas flores.

—Y suponemos que es la casa adonde vamos.

—Sin duda.

—¿Y en dónde nos darán leche?

—¿Cómo leche? Eso no; rica nata y huevos frescos.

—Que cogeríamos del nido nosotros mismos, ¿verdad?

—Sin duda.

—¿E iríamos al establo a ver las vacas?

—Seguramente.

—¿Y también las veríamos ordeñar?

—Es claro.

—¿Y veríamos el palomar?

—También el palomar.

—¡Jesús, qué felicidad!

—Pero dejadme acabar de haceros la descripción de la quinta.

—Bueno; seguid.

—En el piso bajo hay una gran cocina para las personas de la quinta y un comedor para la dueña de casa.

—Y la casa tiene persianas verdes… Y es tan alegre, ¿no es verdad, señor Rodolfo?

—Vayan las persianas verdes; soy de vuestro parecer… No hay cosa más alegre que las persianas verdes… Como es natural, la dueña de la quinta sería vuestra tía.

—Ya se ve que sí… Y una mujer muy guapa.

—Excelente: os amaría como una madre.

—¡Ay, tía de mi alma!… ¡Debe de ser tan delicioso el ser amada por alguna persona!…

—¿Y la amaríais también?

—¡Oh! —exclamó la Cantaora juntando las manos y alzando los ojos al cielo con una expresión de felicidad imposible de retratar—: ¡Oh, sí! La amaría; y también la ayudaría a trabajar, a coser, a lavar, a guardar las frutas para el invierno; en fin, a todos los quehaceres de la casa… No se quejaría de mí, no; ¡os lo aseguro, señor Rodolfo!… Y por la mañana…

—Esperad, Flor de María, que acabe de pintaros la casa… ¡Qué impaciente sois!

—Seguid, seguid, señor Rodolfo. Ya se conoce que estáis acostumbrado a pintar lindos países en vuestros abanicos —dijo riendo la Cantaora.

—Pues dejadme acabar mi casa, habladorcilla…

—Sí, es verdad, soy una charlatana… ¡Pero estoy tan encantada con eso!… Vamos, señor Rodolfo, ya os escucho: acabad vuestra casa de campo.

—Vuestro cuarto está en el primer piso.

—¡Mi cuarto! ¡Qué gusto! ¡Vaya, veamos mi cuarto! —Y la joven se estrechó contra Rodolfo, mirándole con sus grandes ojos muy abiertos y llenos de curiosidad.

—Vuestro cuarto tiene dos ventanas que dan al jardín de flores y a un prado regado por el riachuelo. Al otro lado del río hay un soto de viejos castaños, en medio de cuyas ramas se ve el campanario de la iglesia.

—¡Ay, qué sitio tan lindo, señor Rodolfo! ¡Cómo me gustaría verlo!

—Y tres o cuatro vacas que pacen en el prado, separado del jardín por un seto de zarzas.

—¿También se ven las vacas desde mi ventana?

—Perfectamente.

—Y una de ellas sería mi favorita, ¿no es verdad, señor Rodolfo? Le fabricaré un collar con una campanilla y la acostumbraré a comer en mi mano.

—¿Qué más querrá ella? Es blanca, joven, y se llama Saltarina.

—¡Saltarina!... ¡Qué nombre tan lindo! ¡Pobre Saltarina mía, cómo la voy a querer!

—Acabemos de arreglar vuestro cuarto, Flor de María. Las paredes están cubiertas de una linda tela persa, y las cortinas son del mismo género. Un gran rosal y una enredadera de madreselva cubren el muro de la quinta por el lado de vuestras ventanas, de suerte que sólo con alargar la mano podéis coger todas las mañanas un ramillete de rosas y de madreselva cubiertas aún de rocío.

—¡Dios mío, señor Rodolfo, qué buen pintor sois!

—Veamos ahora cómo pasaréis el día.

—Vamos a ver.

—En primer lugar vuestra querida tía llega a vuestra cama y os despierta dándoos un tierno beso en la frente. Os trae una taza de leche porque tenéis el pecho malito, ¡pobre niña! Os levantáis, dais una vuelta por la quinta, visitáis a Saltarina, a los pollitos, a los pichones, a las flores del jardín… Llega el maestro a las nueve y os enseña a escribir.

—¿Mi maestro?

—Ya veis que es preciso aprender a leer, escribir y contar; así podréis ayudar a vuestra tía a llevar los libros de la quinta.

—Es claro, señor Rodolfo; no se me había ocurrido… Es preciso que aprenda a escribir para ayudar a mi tía —dijo muy seria la pobre niña, tan absorta con la pintura de una vida tan halagüeña.

—Después de vuestra lección miráis en qué estado se halla la ropa blanca de la casa, y os ponéis a bordar una cofia de aldeana… A eso de las dos os ejercitáis un poco en escribir; y luego salís con vuestra tía a dar un paseo, visitáis a los segadores en verano y a los labradores en otoño. Os fatigáis mucho y volvéis a casa con un puñado de hierba, recogida en el campo para vuestra querida Saltarina.

—Porque hemos de volver por el prado, ¿no es verdad, señor Rodolfo?

—Por supuesto; hay un puente de madera sobre el río. Cuando volvéis son ya las siete; y como en este tiempo son ya frías las tardes, halláis encendido un fuego resplandeciente en la cocina, y os arrimáis a la lumbre a conversar con la buena gente que allí está cenando de vuelta del trabajo. En seguida coméis con vuestra tía. Algunas veces acompañan a la mesa el señor cura o un labrador acomodado. Después os ponéis a leer o a trabajar, mientras que vuestra tía juega un rato a los naipes. A las diez os da un beso en la frente, subís a vuestro cuarto, y al día siguiente empezáis de nuevo vuestras ocupaciones y entretenimientos.

—De ese modo, señor Rodolfo, cualquiera viviría cien años sin fastidiarse un momento.

—Pero esto no es nada. ¿Y los domingos, dónde los dejáis? ¿Y los días festivos?

—¿Y qué se hace en esos días, señor Rodolfo?

—En los días de fiesta os engalanáis, os ponéis un lindo vestido de aldeana y un sombrerillo redondo que os hace más hermosa que un sol. Subís al cabriolé con vuestra tía y Joaquín, el criado de la quinta, para ir a la misa mayor de la parroquia. En verano asistís también con vuestra tía a todas las fiestas de las parroquias vecinas. Sois tan linda, tan amable, tan hacendosa. Vuestra tía os ama tanto y el cura habla tan bien de vuestras cualidades, que todos los labradores jóvenes del contorno desean bailar con vos, porque así es como empiezan siempre los casamientos… Y de este modo vais fijando poco a poco la atención en un buen muchacho… Y…

El silencio de la Cantaora llenó de sorpresa a Rodolfo.

La infeliz criatura reprimía con dificultad los sollozos. Las palabras de Rodolfo habían deslumbrado por un momento su imaginación; pero se percató por último de la realidad, y este fuerte contraste con un sueño tan dulce y sugerente le hizo comprender su verdadera situación.

—Flor de María, ¿qué tenéis?

—¡Ah, señor Rodolfo! Sin querer me habéis hecho mucho mal… He creído por un momento en ese paraíso…

—Pero ese paraíso existe… ¡Cochero, para!… Mirad, ahí lo tenéis.

El cochero se detuvo.

La Cantaora levantó maquinalmente la cabeza. Estaba en lo alto de una pequeña colina. Cuál fue su asombro, su estupor, al ver la hermosa aldea construida en un declive, la casa de campo, el prado, las hermosas vacas, el riachuelo, el soto de castaños, la torre de la iglesia, el mismo cuadro, en fin, que Rodolfo le había pintado… Nada faltaba, ni siquiera la alegre Saltarina: blanca y hermosa ternera, futura predilecta de la Cantaora. Un sol otoñal iluminaba este delicioso paisaje. Las hojas amarillas y color púrpura de los castaños se mezclaban con el azul del cielo.

—Decidme ahora, Flor de María, ¿soy buen pintor o no? —preguntó Rodolfo sonriendo.

La Cantaora le miraba con una sorpresa mezclada de inquietud… Lo que contemplaba le parecía sobrenatural.

—¿Qué significa esto, señor Rodolfo?… ¡Dios mío!… ¿Estoy despierta?… Casi tengo miedo… ¡Cómo!... ¿Lo que me habéis dicho podría ser verdad?

—Nada más sencillo, hija mía… La dueña de la quinta es mi nodriza, y yo me he criado aquí… Le he escrito esta mañana temprano para anunciarle mi llegada… Y todo es cierto.

—¡Tenéis razón, señor Rodolfo! —dijo la Cantaora dando un profundo suspiro.

04 febrero

1.10. El deseo

Quedó Rodolfo pensativo por algunos momentos después de su diálogo con el Albino. Flor de María le miraba con tristeza sin atreverse a interrumpir su silencio.

Rodolfo levantó la cabeza y dijo con amable sonrisa:

—¿En qué pensáis, hija mía? ¿Os ha disgustado el encuentro del Churiador? ¡Estábamos tan alegres!…

—Al contrario, señor Rodolfo; no me he disgustado, porque el Churiador podrá seros útil.

—¿No se creía en la taberna del Conejo Blanco que este hombre conservara sentimientos honrados?

—No lo sé, señor Rodolfo… Antes de lo que pasó ayer le había visto pocas veces y apenas le había hablado… Lo tenía por tan malo como los demás…

—No hablemos más de eso, prenda mía. Sentiría en el alma contristaros, pues mi objeto es haceros pasar un día alegre.

—¡Ah! Estoy muy contenta, muy alegre. ¡Hacía tanto tiempo que no había salido de París!…

—Desde vuestros paseos con Alegría, ¿verdad?

—Es verdad, señor Rodolfo… ¡Dios mío! Era en primavera… Pero aunque estamos en otoño, no por eso tengo menos placer. ¡Qué hermoso sol hace!… ¡Mirad aquellas nubecitas color de rosa… y aquella colina!… Y aquellas casas blancas tan lindas en medio del arbolado… ¡Qué verdes están aún las hojas! Es de admirar en el mes de octubre, ¿verdad, señor Rodolfo? Pero en París las hojas se marchitan tan pronto… ¡Mirad, mirad aquella bandada de palomas, cómo se posa sobre el tejado de un molino!… ¡Jesús! En el campo no se cansa una de mirar; todo es hermoso, todo divierte.

—¡Es admirable el ver cuánto placer os causan todas esas pequeñeces, que forman la verdadera hermosura del campo!

En efecto, a medida que la joven contemplaba el cuadro risueño que se presentaba a su vista la fisonomía expresaba mayor placer y exaltación.

—Y allá abajo… Mirad en el barbecho aquel fuego de rastrojo… ¡Cómo sube el humo blanco hacia el cielo!… Y aquel labrador con sus dos caballos tordos… ¡Cómo me gustaría ser labrador si fuese hombre!… Seguir tras el arado en la llanura… Y ver los sotos grandes y verdes allá a lo lejos, en un día hermoso como éste… Le daría a una ganas de cantar canciones tristes, de esas que hacen saltar las lágrimas…, como la de Genoveva de Brabante.¿Sabéis la canción de Genoveva de Brabante, señor Rodolfo?

—No, no, prenda mía; pero si quieres darme gusto me la cantarás luego… Tenemos por nuestro todo el día.

Al oír estas palabras, vuelta en sí la Cantaora de su éxtasis de placer al considerar que después de aquellas horas de libertad volvería al encierro de la infestada taberna. Ocultó el rostro con las manos y empezó a derramar un copioso llanto.

Rodolfo le dijo, sorprendido:

—¿Qué tenéis, Flor de María? ¿Por qué lloráis?

—Nada…, por nada, señor Rodolfo —y enjugó las lágrimas procurando esbozar una sonrisa forzada—. Perdonadme si me entristezco… No hagáis caso… No tengo nada, os lo juro. No es más que una idea… Ahora voy a estar alegre.

—Pero estabais tan contenta hace un momento…

—Por eso mismo… —respondió sencillamente Flor de María, levantaba hacia Rodolfo los ojos llenos aún de lágrimas.

Estas palabras revelaron a Rodolfo todo el interior de la joven; y queriendo disipar su melancolía, le dijo sonriendo:

—Apuesto a que estabais pensando en vuestro rosal, y que sentíais no traerlo aquí para que disfrutase también del paseo.

La Cantaora tomó esta chanza como motivo para sonreír, la tristeza desapareció gradualmente de su ánimo; sólo pensó en divertirse y en estar alegre. En aquel momento se descubrió la torre de la iglesia de San Dionisio.

—¡Qué hermoso campanario! —exclamó Flor de María.

—Es el de la magnífica iglesia de San Dionisio. ¿Queréis verla? Haré detener el coche.

La Cantaora bajó los ojos.

—Desde que estoy en casa de la tía Pelona no he entrado en ninguna iglesia; no me he atrevido. En la prisión me gustaba tanto cantar en la misa, y el día de Corpus hacíamos unos ramilletes tan hermosos para el altar…

—Dios es bueno y clemente. ¿Por qué temes rogarle y entrar en una iglesia?

—¡Oh! No, no… Señor Rodolfo…, eso sería una impiedad… Basta ofender a Dios de otra manera.

Después de un momento de silencio, dijo Rodolfo a la Cantaora:

—¿Habéis amado a alguno antes de ahora?

—Nunca, señor Rodolfo.

—¿Por qué?

—Ya habéis visto las personas que van al Conejo Blanco… Y además, para amar es preciso ser honrada.

—¿Cómo?

—No depender sino de sí misma… Poder… Pero, vamos…, señor Rodolfo, si lo lleváis a bien os ruego que no hablemos de eso.

—Bien, Flor de María, hablemos de otra cosa… Mas, ¿por qué me miráis así? Otra vez tenéis lágrimas en los ojos… ¿Soy yo la causa de vuestra pena?

—¡Ah, no! Al contrario; pero sois tan bueno conmigo que eso mismo me da ganas de llorar… Y luego no me tuteáis… Y…, en fin, cualquiera diría al ver la satisfacción con que me veis alegre que sólo me habéis traído aquí para que me divierta. No contento con haberme defendido ayer…, me traéis hoy al campo para hacerme pasar un día como éste a vuestro lado…

—¿Sois de veras feliz?

—¡Ah! ¿Cuándo olvidaré esta felicidad?

—¡Es tan rara la felicidad!

—Sí, muy rara.

—Yo, para suplir lo que no tengo me divierto muchas veces con imaginar lo que me convendría tener, y me digo: He aquí lo que desearía poseer: la fortuna que ambiciono… Y vos, Flor de María, ¿no discurrís también a veces de este modo? ¿No hacéis vuestros castillos en el aire?

—En otro tiempo, cuando estaba en la prisión, sí. Antes de ir a la taberna pasaba el tiempo en eso y en cantar; pero ahora, raras veces… Y vos, señor Rodolfo, ¿qué es lo que ambicionáis?

—¿Yo? Quisiera ser rico; muy rico… Tener criados, una gran casa, ir todos los días al teatro, a buenas reuniones… ¿Y vos, Flor de María?

—¿Yo? Yo con menos me contentaría: quisiera tener con qué pagar a la tía Pelona, algún dinero para mantenerme mientras no hallase trabajo, y un cuartito bien limpio con vista al campo para hacer mi labor, y…

—Y muchas flores en vuestra ventana…

—¡Ah! Eso sí… Vivir en el campo, si pudiera ser, y nada más…

—Un cuartito para trabajar es lo necesario; pero nunca está de más el desear algo superfluo… ¿No querríais poseer también coches, diamantes y ricos vestidos?

—Yo no deseo tanto… Mi libertad, vivir en el campo y estar segura de no morir en un hospital… ¡Ah! Sobre todo, no morir en un hospital… Este pensamiento, señor Rodolfo, me acomete y me espanta muchas veces.

—¡Oh! Sí… Nosotros, los pobres…

—No lo digo por la miseria… Eso no. Pero después…, cuando una se muere…

—¿Qué?

—¿No sabéis lo que hacen de una tras su muerte?

—No.

—Había en la prisión una muchacha conocida mía, que murió en el hospital… ¡Oh! Su cuerpo fue entregado a los cirujanos… —dijo estremeciéndose la pobre criatura.

—¡Eso es horrible! Pero decidme, niña desgraciada. ¿Tenéis con frecuencia esos pensamientos siniestros?

—Os sorprende, señor Rodolfo, el que tenga vergüenza aun después de muerta… ¡Ay de mí! Es lo único que me ha quedado.

Estas palabras conmovieron profundamente a Rodolfo.

Flor de María observó el aire melancólico de su compañero, y le dijo con timidez:

—Perdonad, señor Rodolfo. Yo no debería tener esas ideas. Me habéis traído para que estuviese alegre, y sólo hablo de cosas tristes…, ¡tan tristes, Dios mío! No sé cómo pasa esto; no puedo remediarlo… Nunca he sido tan feliz como hoy, y sin embargo lloro a cada momento… No queréis que llore, ¿es verdad, señor Rodolfo?… Pero ya veis que mi tristeza se fue tan pronto como ha venido… Ahora no os daré más penas… Estaré contenta… Mirad, señor Rodolfo…, miradme a los ojos… Ya soy dichosa.

Y después de haber abierto y cerrado los ojos dos o tres veces para disipar una lágrima rebelde, los abrió cuanto pudo y miró a Rodolfo con una sencillez encantadora.

—Flor de María, os ruego que no os reprimáis… Alegraos si queréis, o entristeceos si os gusta más… También yo, hija mía, tengo a veces ideas tan melancólicas como las vuestras… Sería para mí un tormento el fingir una alegría que en realidad no sintiese.

—¿De veras, señor Rodolfo? ¿También vos os entristecéis?

—También, hija mía; mi porvenir no es más seguro que el vuestro… No tengo padre ni madre… Si mañana caigo enfermo no sabré cómo sostenerme… Lo que gano lo gasto en el mismo día.

—Hacéis mal, muy mal, señor Rodolfo —dijo la Cantaora en un tono de grave reconvención que le hizo sonreír—. Deberíais poner algo en la caja de ahorros… Todo mi mal viene de no haber economizado bastante… Con cien francos ahorrados, un obrero no depende jamás de nadie, ni se ve nunca en apuros… Y os apuros obligan muchas veces a obrar mal.

—Ése es un consejo muy prudente, alma mía. Pero, ¿cómo podría yo reunir 100 francos?

—Es muy sencillo, señor Rodolfo. Voy a ajustaros la cuenta… Veréis. ¿No me habéis dicho que ganabais a veces cinco francos diarios?

—Cuando trabajo, sí.

—Es preciso trabajar siempre. ¡Quién os tuviera lástima! Con un oficio tan bueno como el vuestro, pintor de abanicos, deberíais andar siempre contento. Es preciso confesar que sois poco razonable, señor Rodolfo… —dijo la Cantaora con tono severo—. Un jornalero puede vivir muy bien con tres francos: os quedan cuarenta sueldos diarios, que vienen a ser sesenta francos al cabo del mes… Y sesenta francos no es moco de pavo.

—Es verdad; pero me gusta tanto muchas veces el no hacer nada…

—Señor Rodolfo, os lo vuelvo a decir, no tenéis más razón que un chiquillo.

—Vaya pues, no os incomodéis, maestrita mía. Reconozco que me dais buenas lecciones y las seguiré.

—¿De veras? —dijo la joven, llena de alborozo—. ¡Si supierais qué placer me dais con eso!… Economizaréis cuarenta sueldos diarios, ¿no es verdad?

—Sí, los economizaré —dijo Rodolfo, sonriendo a pesar suyo.

—¿De veras?

—Os lo prometo.

—Ya veréis qué gozo os darán las primeras economías. Pero aún tengo que deciros algo más, si me prometéis no enfadaros…

—¿Tan malo os parece mi genio?

—¡Oh! Pero no…, eso me parece que no debo…

—Nada debéis ocultarme, Flor de María.

—Pues bien…, entonces…, en fin…, puesto que tenéis cualidades tan buenas que no parecéis de vuestro estado… ¿Por qué frecuentáis unas tabernas como la de la tía Pelona?

—Si no hubiese venido a la taberna no habría tenido la ocasión de pasar a vuestro lado un día de campo, Flor de María.

—Es verdad; pero no importa, señor Rodolfo… También yo voy muy contenta… Pero de buena gana renunciaría pasar otro día como éste si supiera que os había de causar algún perjuicio.

—Todo lo contrario, porque me dais excelentes consejos para mi gobierno.

—¿Y los seguiréis?

—Lo prometo bajo palabra de honor. Economizaré cuarenta sueldos diarios.

03 febrero

1.9. La sorpresa

Hemos dicho que la Cantaora se había apoyado en el tronco de un árbol que estaba tendido a lo largo de un profundo barranco.

Levantóse de repente un hombre del fondo de la cueva, y sacudiendo el heno con que se había tapado, prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

La Cantaora volvió la cabeza, y dio un grito de espanto.

Era el Churiador.

—No tengas miedo, paloma —dijo éste al ver el asombro de la joven, que había corrido hacia su compañero—. Señor Rodolfo, éste es un encuentro particular, ¡eh!… Apuesto a que no lo esperabais, ni yo tampoco… —Y luego añadió en tono serio—: Mirad, señor Rodolfo… Dígase lo que se quiera…, pero hay una cosa allá arriba…, en el aire…, sobre nosotros… Vaya, Dios es muy sabio, y me parece que tiene trazas de decir al hombre: «Anda por donde yo te guío…» En vista de que nos ha empujado a los dos hasta aquí.

—Pero, ¿qué haces ahí? —dijo Rodolfo con sorpresa.

—Os guardo las espaldas, señor maestro… ¡Qué cosa tan rara!… ¡Venir a dar precisamente con mi casa de campo!… Vamos, aquí hay alguna mano escondida…, seguro…

—Pero responde: ¿qué haces ahí?

—Luego lo sabréis; dadme solamente tiempo para subir a la caja de vuestro observatorio con ruedas.

Corrió el Churiador hacia el coche que estaba parado a corta distancia, echó una ojeada por toda la llanura y volvió con presteza a donde estaba Rodolfo.

—¿Me explicarás de una vez lo que significa todo eso?

—¡Paciencia, señor maestro!… Una palabrita más… ¿Qué hora es?

—Las doce y media —dijo Rodolfo mirando el reloj.

—Bueno…, tenemos tiempo… La Lechuza no llegará hasta de aquí a media hora.

—¡La Lechuza! —exclamaron a un tiempo Rodolfo y la Cantaora.

—Sí…, la Lechuza. En dos palabras, maestro…, os diré lo que ocurre: Ayer, luego que salisteis del Conejo Blanco, entró…

—Un hombre alto con una mujer vestida de hombre: preguntaron por mí, ya lo sé. ¿Y luego?

—Luego me dieron de beber y quisieron hacerme charlar por vuestra cuenta… Nada pude decirles… porque como no me habéis comunicado más que aquella descarga cerrada que me hicisteis el honor de…; en fin, no sabía más secreto del maestro Rodolfo que aquellos puñetazos de remate. Quede esto entre nosotros, maestro Rodolfo… Que me lleve el diablo si no os tengo el mismo cariño que un mastín a su amo… desde que me habéis dicho que tenía corazón y honor… ¡Qué importa!… No me va ni me viene…, pero es cosa que me hace pensar… En fin, adelante… Cada uno es cada uno… Y yo…

—Gracias, Churiador, gracias: sigue tu relato.

—El señor alto y la mujer pequeña vestida de hombre, viendo que no sacaban nada de mí, salieron de la taberna y yo salí también: cogieron los dos por el lado del Juzgado, y yo por el de Nuestra Señora. Al llegar al fin de la calle empezó a llover a cántaros… ¡Era un diluvio! Y como allí cerca había una casa demolida, me dije: «Si dura el chubasco dormiré tan bien aquí como en mi zahúrda». Me dejé caer en una especie de bodega abrigada, hice mi cama de virutas y astillas viejas, mi almohada de pedazos de yeso, y héteme aquí acostado como un rey.

—Pero, vamos, ¿y luego?

—Ya sabéis que había bebido… Pues volví a beber con el hombre alto y con la mujer vestida de hombre. Esto es para deciros que tenía la cabeza algo a la jineta… Eso y el ruido de la lluvia no hay cosa que me haga dormir más a gusto. Empezaba a dormitar a poco de haberme echado, cuando un ruido cercano me hizo despertar sobresaltado: era el Maestro de Escuela que estaba hablando como si dijéramos amigablemente con otra persona… Aplico el oído… ¿y qué es lo que escucho?… ¡Rayos! La voz del hombre alto que había estado en la taberna con la mujer disfrazada de hombre.

—¿Hablaban con el Maestro de Escuela y la Lechuza? —preguntó Rodolfo lleno de asombro.

—Con los mismos, y se daban una cita para el día siguiente…

—¿Para hoy?… —dijo Rodolfo.

—A la una.

—Pues es justamente la hora.

—En la encrucijada del camino de San Dionisio y de la Revolte.

—¡Aquí mismo!

—Aquí, ni más ni menos, maestro Rodolfo.

—¡Ah, el Maestro de Escuela!… ¡Cuidado, señor Rodolfo!… —exclamó Flor de María.

—No temas, hija mía… No es él quien ha de venir, sino la Lechuza.

—¿Cómo han podido conocer a esos miserables el hombre y la mujer disfrazada que me buscaban en la taberna? —dijo Rodolfo.

—Eso no lo sé. Pero me parece que no he despertado hasta el remate de la función; porque el hombre alto hablaba de recobrar su cartera, que la Lechuza le ofrecía traer hoy aquí…, a cambio, por supuesto, de quinientos francos. Según esto es de creer que el Maestro de Escuela les había robado antes que yo despertarse y que sólo pude oírlos cuando estaban ya de buenas.

—¡Es cosa original!

—¡Dios mío!, tengo miedo por vos, señor Rodolfo —dijo Flor de María.

—El maestro Rodolfo no es ningún chiquillo, paloma; y si las cosas se pusiesen como temes…, aquí estoy yo.

—Adelante, Churiador: ¿qué hubo después?

—El grande y la pequeña prometieron dos mil francos por haceros… no sé qué. La Lechuza es quien debe venir aquí ahora mismo para devolver la cartera y saber de qué se trata, a fin de informar de todo al Maestro de Escuela, quien se encargará de lo demás.

Flor de María se estremeció.

Rodolfo sonrió con desdén.

—Dos mil francos por haceros alguna travesura, señor Rodolfo… Vamos, eso me hace pensar (salvo la comparación) que cuando veo un cartel ofreciendo cien francos de gratificación por un perro perdido, me digo modestamente: «Animal, si tú te perdieras en lugar de un perro nadie daría cien maravedís por volverte a encontrar»… ¡Dos mil francos por haceros algún daño!… Esto me hace discurrir… ¿Quién diantres sois?

—Luego lo sabrás.

—Basta, señor Rodolfo… Cuando oí esta proposición dije para mi sayo: Es preciso saber dónde moran estos ricachos que quieren azuzar al Maestro de Escuela contra el maestro Rodolfo. Luego que se alejaron salí de mi madriguera y los seguí al galope. El grande y la pequeña llegaron a un coche que estaba en el atrio de Nuestra Señora, se metieron dentro, yo me puse en la zaga, echamos a andar y llegamos al baluarte del Observatorio. Como la noche estaba obscura como un pozo y no se veía nada, hice una cortadura en un árbol para reconocer el sitio al día siguiente.

—¡Perfectamente, amigo!

—Esta mañana acudí al sitio. A diez pasos del árbol señalado he visto una callejuela cerrada con una verja. En el lodo de la callejuela había pisadas grandes y pequeñas. Al fin de la misma, una puertecita de jardín en donde cesaban las pisadas. El nido del grande y de la pequeña debía estar ahí.

—Gracias, Albino, gracias; me has hecho un gran servicio sin saberlo.

—Eso no, señor Rodolfo; perdonad… Lo sabía, y por eso lo he hecho.

—Ya lo sé, ya, amigo mío, y quisiera recompensar tu servicio más que de palabra. Por desgracia no soy más que un pobre jornalero…, aunque esos den dos mil francos por hacerme algún mal, según dices… Voy a explicártelo todo.

—Si os place, bueno; por mí no lo hagáis… Si alguno os quiere llegar al bulto, aquí estoy yo. Lo demás no me importa.

—Ya adivino lo que quieren… Sábete que poseo el secreto de cortar el marfil para los abanicos por un medio mecánico; pero este secreto no me pertenece a mí solo. Estoy esperando a mi asociado para ponerlo en práctica, y sin duda quieren hacerse a toda costa con la máquina que tengo en mi casa, porque hay mucho dinero que ganar con este invento.

—¿Con que el alto y la pequeña son…?

—Los fabricantes en cuyo establecimiento trabajo, y a quienes no he querido comunicar mi secreto.

Esta explicación pareció satisfactoria al Churiador, cuya inteligencia no estaba muy desenvuelta, y repuso:

—Ahora lo comprendo… ¡Qué envidiosos!… ¡Cobardes!… No tienen valor para dar el golpe por su mano, y… Pero, en una palabra, aquí está lo que dije para mi coleto esta mañana: Yo, me dije, sé la cita de la Lechuza y del hombre alto; tengo buenas piernas y voy a esperarlos; mi amo el descargador me echará de menos; peor para él… Llego aquí, veo este barranco, traigo de acullá un brazado de heno, me entierro en él hasta los ojos y aguardo a la Lechuza… Pero en este medio tiempo aparecéis en el llano con la pobre Cantaora, que viene a sentarse a la misma orilla de mi escondite. Y entonces, ¿qué hago?… Una broma. Doy un grito como un escaldado y salgo de mi cueva…

—¿Cuál es tu intención?

—Esperar a la Lechuza, que no dejará de llegar primero, y oír lo que habla con el hombre alto, por lo que os pueda ir en ello. En todo el llano no hay más que este tronco de árbol tendido, parece hecho para sentarse en él y desde aquí se descubre mucho terreno. La cita es en la encrucijada, a cuatro pasos; apostaría a que viene a sentarse aquí. Si no viene y no puedo oír lo que pasa, caigo sobre la Lechuza y temblará el mundo… No haré más que pagarle lo que le debo por el diente de la Cantaora. Le retorceré el pescuezo hasta que me cante de llano el nombre de los padres de la pobre chica, ya que dijo que los conocía… ¿Qué os parece mi idea, maestro Rodolfo?

—Buena, querido mío. Pero es preciso cambiar algo el plan.

—¡Ah!, sí. En primer lugar, Churiador, no riñáis con nadie por causa mía… Si hacéis daño a la Lechuza, el Maestro de Escuela…

—No tengas cuidado, pimpollito… Yo pondré mi mano en la Lechuza… Por tener como defensor al Maestro de Escuela, doblaré la receta.

—Escucha, Churiador; yo sé otro modo de vengar a la Cantaora, que te diré más tarde. Por ahora —dijo Rodolfo alejándose algunos pasos de la Cantaora y bajando la voz— por ahora, ¿quieres hacerme un verdadero servicio?

—Hablad, maestro Rodolfo.

—¿No te conoce la Lechuza?

—La he visto ayer por primera vez en el Conejo Blanco.

—He aquí lo que tienes que hacer… Te esconderás desde luego; mas al punto que la sientas cerca de ti, saldrás del agujero.

—¿Para retorcerle el pescuezo?

—No…, eso más adelante… Hoy es menester impedir que hable con el hombre alto… Si éste ve que hay alguien con ella, no se atreverá a acercarse… Si se acerca, no te separes de ella un solo instante…, pues no le hará proposición alguna delante de ti…

—Si el hombre me llama curioso…, hago mi negocio, y adelante… Al fin no es un Maestro de Escuela ni un maestro Rodolfo. Sigo a la Lechuza como una sombra, el hombre no dice una sola palabra que yo no oiga, y por último se marcha con su madre gallega… Pero he de dar una tunda a la Lechuza, ¿verdad? Esto lo necesito para descargar la conciencia… Ya me pican las carnes…

—Todavía no es tiempo… ¿Sabe la tuerta si eres o no ladrón?

—No, a no ser que el Maestro de Escuela le haya comunicado que no me lleva el diablo por ese camino.

—Y si se lo ha dicho, tú procurarás hacerla creer lo contrario.

—¿Yo?

—Tú.

—¡Qué diablo, señor Rodolfo!… ¿Qué me decís?… Esa farsa no me acomoda.

—Harás lo que quieras… Y verás cómo no te propongo una infamia… Luego que el hombre se haya alejado, como la Lechuza estará furiosa por no haber podido hacer su negocio, procurarás calmarla diciendo que sabes dónde hay un buen gazapo, que estás aquí aguardando a tu cómplice, y que si el Maestro de Escuela quiere tomar parte… ganará mucho oro, y…

—¡Vaya… vaya!… Pero, señor…

—Al cabo de una hora le dirás: «Mi compañero no viene… Sin duda deja el golpe para otro día…» Y citarás a la Lechuza y al Maestro de Escuela para mañana. ¿Entiendes?

—Entiendo.

—Y esta noche a las diez, saldrás a la esquina de la calle de las Viudas y los Campos Elíseos. Allí te diré lo demás…

—Si es una zancadilla, tomad bien las medidas… El Maestro de Escuela es muy ladino… Le habéis sacudido el polvo… y a la menor sospecha es capaz de asesinaros.

—No tengas miedo.

—¡Cáspita!, hacéis de mí lo que os da la gana. Pero no está ahí el mal, porque ya se me alcanza la suerte que aguarda al Maestro de Escuela y a la Lechuza… El mal está… Señor Rodolfo, permitidme decir una palabra.

—Habla.

—No es porque os crea capaz de tenderle un lazo para hacerle caer en manos de la policía… Es un bribón refinado, digno de mil muertes… Pero hacerlo prender…, eso no me toca a mí.

—Ni a mí tampoco, amigo mío; pero tengo unas cuentas que ajustar con él y con la Lechuza, ya que tratan con las personas que me quieren mal… Si me ayudas todo saldrá a pedir de boca.

—Pues por mí, dicho y hecho; porque al fin el uno no vale más que el otro… ¡Pronto, pronto! —gritó el Churiador—; ya descubro por allá abajo un puntito blanco. Es sin duda la marmota de la Lechuza… Marchaos pronto, que me voy a mi agujero.

—Hasta esta noche a las diez…

—En la esquina de la calle de las Viudas y los Campos Elíseos. Está dicho…

Flor de María, que no había oído esta última parte del coloquio del Churiador con Rodolfo, subió al coche con su acompañante.