01 febrero

El atrofiado sentido del gusto

Uno se pregunta, tan perfecta como es la naturaleza, por qué no avisa mediante el sabor (desagradable o insípido) de que determinado alimento no le conviene al metabolismo humano. En realidad sí que lo hace, como lo demuestra el hecho de que la cerveza nos sabe amarga la primera vez que la probamos; o la leche de vaca, insípida. Nos provoca incluso retortijones en el estómago, aunque ya los hayamos olvidado. Lo que ocurre es que nuestro sentido del gusto ha quedado atrofiado por el exceso diario en el consumo de sal y azúcar. Hemos abocado a los extremos: para que una comida nos sepa buena tiene que estar sobre todo salada, o, en el caso de los postres, tan endulzada que se asemeja a la miel. Para recuperar el sentido del gusto, con el que poder apreciar los sabores originales, tendríamos que prescindir completamente de la sal y del azúcar durante un mes entero, como mínimo. Y si el cuerpo no puede prevenirnos de la inconveniencia de ingerir determinada sustancia a través del paladar, sí que emplea otros recursos: inflamaciones, diarreas, sinusitis, caries y pérdida del cabello. Por desgracia, a estos fenómenos tampoco les prestamos la debida atención. Continuamos la ingesta de alimentos prohibidos (carnes, lácteos y cereales, principalmente), hasta que sobreviene la enfermedad y entonces acudimos a los medicamentos para disimular los síntomas, en lugar de aplicar el verdadero remedio, que consiste en atenerse a una dieta que respete nuestra naturaleza fisiológica, que es frugívora, como la del chimpancé, con quien compartimos el 99% del código genético. Entonces sólo comeríamos frutas, hortalizas y semillas, éstas últimas, tras un remojo de ocho horas para activarlas y eliminar los potenciales antinutrientes. También emplearíamos el recurso de la fermentación, gracias al cual conseguiríamos que los valores nutritivos de cada alimento se disparen, llegando a duplicarse o incluso a triplicarse.

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