10 marzo

1.17. La cueva

Rodolfo quedó sin sentido ni movimiento al pie de la escalera del subterráneo: tan violenta y repentina había sido la horrible caída. El Maestro de Escuela le arrastró hasta la entrada de otra cueva mucho más profunda, le arrojó en ella y la cerró corriendo los cerrojos de una puerta maciza forrada con barras de hierro. Subió en seguida para cometer un robo, o acaso un asesinato, en la calle de las Viudas.

Volvió en sí Rodolfo al cabo de una hora y se halló tendido sobre tierra y rodeado de densas tinieblas. Antes de levantarse alargó la mano para reconocer los objetos que había alrededor y tocó los peldaños de una escalera de piedra, mas habiendo sentido en los pies una viva impresión de frío, acudió también a reconocer la causa y comprobó que los tenía metidos en un charco.

Hizo un esfuerzo violento para levantarse del suelo, y consiguió sentarse en el último peldaño de la escalera. Disipóse poco a poco su aturdimiento; por fortuna, ninguno de sus miembros se había fracturado. Se puso a escuchar, pero nada oyó… Nada más que un ruido sordo y continuo, cuya causa no pudo adivinar en ese momento.

Al paso que iba recobrando los sentidos se agolpaban en su memoria las circunstancias de la sorpresa de que había sido víctima, y estaba ya para combinar todos los recuerdos de aquel accidente, cuando percibió de nuevo que tenía los pies en el agua. Inclinóse otra vez y notó que el agua le subía ya hasta el tobillo.

Entonces comprendió la causa de aquel ruido sordo que no había dejado de oír en el profundo silencio de la cueva… El agua había empezado a inundar el subterráneo. La creciente del Sena era extraordinaria y la cueva se hallaba más baja que el nivel del río.

Este peligro despertó completamente a Rodolfo de su letargo; subió como un relámpago a lo más alto de la escalera. En el último paso tropezó con una puerta cerrada que en vano intentó abrir.

En situación tan desesperada, la primera voz que articuló fue para llamar a Murph.

—Si nadie le previene, ese monstruo le asesinará… Y será por mi culpa; ¡yo seré la causa de su muerte!… ¡Pobre Murph!

Esta idea cruel llevó a su colmo la exasperación de Rodolfo. Apoyado con los pies en el segundo escalón, encorvado el cuerpo y asido a la puerta con las manos, hizo esfuerzos prodigiosos sin lograr que se moviera… Bajó otra vez a la cueva para buscar algún madero que sirviese de palanca, y en el penúltimo escalón pisó dos o tres cuerpos redondos y elásticos que se movían debajo de sus pies: ratones que el agua había expulsado de sus agujeros. Después de haber recorrido a tientas toda la caverna sin poder hallar ningún objeto que sirviese a su designio, volvió a subir lentamente la escalera, sumergido en la más profunda desesperación.

Contó los escalones, que eran trece, de los cuales tres ya estaban sumergidos.

¡Trece!… Hay ocasiones en que el ánimo más firme se deja dominar por ideas supersticiosas, y Rodolfo consideró este número como un funesto presagio. La suerte posible de Murph volvió a asaltar su imaginación. Buscó alguna abertura entre el suelo y la puerta, pero la humedad había hinchado de tal modo la madera que estaba herméticamente unida al suelo.

Rodolfo gritó con todo su aliento por ver si su voz llegaba a los huéspedes de la taberna: en seguida se puso a escuchar; pero nada oyó, más que el mismo ruido débil y continuo del agua que llenaba la cueva por momentos.

Sentóse de espaldas a la puerta, fatigado y rendido, y lloró por su amigo cuya vida peligraba acaso en aquel momento ante un puñal asesino. Se arrepintió de sus proyectos temerarios, por más generoso que hubiese sido el motivo. Desgarrábale el corazón la memoria de los servicios y de la fiel adhesión de Murph; de aquel amigo leal, que aunque rico y colmado de honores había abandonado a una esposa y a un hijo queridos para auxiliarle en la temeraria expiación que había resuelto imponerse.

De pie junto a la puerta, tocaba con la cabeza a lo alto de la bóveda. El agua crecía sin cesar… Sólo quedaban libres cinco escalones, y podía calcular el tiempo que debía durar su agonía. Era una muerte lenta, muda y espantosa. Acordándose de la pistola que llevaba consigo, determinó dispararla contra la puerta a quemarropa por ver si conseguía moverla… Buscó el arma, pero no la encontró pues la había perdido durante su breve lucha con el Maestro de Escuela. Rodolfo hubiera esperado con serenidad la muerte, a no tener fijo su pensamiento en la suerte de Murph. Si había cometido algunas acciones reprensibles, Dios era testigo del bien que había hecho y sabía también el que se proponía hacer aún. Sin quejarse del fallo supremo, veía en su destino el justo castigo de una acción criminal que aún no había expiado…

Un nuevo suplicio vino a poner a prueba su resignación. Los ratones, arrojados por el agua de sus madrigueras, fueron subiendo de escalón en escalón, porque no hallaban por dónde salir, y asaltaron las ropas de Rodolfo, quien experimentó horror al sentir por su cuerpo las patas heladas de los roedores… Quiso arrojarlos de sí, pero le mordieron y ensangrentaron las manos. Volvió a gritar; pero nadie le oyó… Dentro de pocos instantes no podría articular una sola voz. El agua le llegaba ya al pescuezo y muy pronto le cubriría la boca.

El aire empezaba a faltar y Rodolfo sintió los primeros síntomas de la asfixia: latían con violencia las arterias de sus sienes, desvanecíasele la cabeza y se acercaba el instante de morir… El agua entró en sus oídos con funeral ruido y todo empezó a girar alrededor de él. El último destello de su razón iba a oscurecerse, cuando oyó a la puerta de la cueva pasos precipitados y el sonido de una voz.

La esperanza reanimó su espíritu desfallecido, y reponiéndose con enérgica reacción del ánimo, pudo oír distintamente estas palabras:

—Ya lo ves, aquí no hay nadie.

—¡Rayos…, es verdad! —exclamó con triste voz el Churiador.

Y los pasos se alejaron.

Rodolfo, sin fuerzas ya ni sentido, no pudo sostenerse y resbaló por la escalera.

Abrióse de repente la puerta hacia fuera, y el agua del subterráneo salió por ella como por la compuerta de una esclusa. El Churiador, que había vuelto atrás (luego diremos por qué), cogió por los brazos a Rodolfo, quien tendido y medio ahogado se mecía con un movimiento convulsivo en el umbral de la puerta.

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