27 enero

La que se nos viene encima

De padres a hijos se transmiten valores culturales, de eso no cabe ninguna duda: la lengua, la religión, el modo de vestir y de relacionarse con los demás constituyen señas de identidad, hábitos que se instalan en el subconsciente desde muy temprana edad. No sólo heredan costumbres, en ocasiones ancestrales, sino que también se da un relevo de las condiciones que favorecen determinado tipo de enfermedades. A cada época, una enfermedad característica. En la Edad Media se trataba de la peste; en el siglo XIX, de la tuberculosis, la anemia y la neumonía; y en este siglo XXI las enfermedades predominantes son la diabetes, en constante progresión, el cáncer y las crisis cardíacas. Todas ellas aparecen ligadas a hábitos culinarios de muy dañinas consecuencias: se exagera el consumo de sal, azúcar, lácteos y carnes, a la vez que disminuye el consumo de frutas y verduras. El proceso, mantenido durante años, genera carencias y dolencias de todo tipo, señales fatales que suelen abocar en el derrumbe generalizado de los cuerpos. Cuando, al irrumpir en cualquier centro comercial, observo cómo los padres ceden a los caprichos de sus hijos comprándoles golosinas, caramelos y pastelitos, cuando no los llevan a cenar en una pizzería o hamburguesería del barrio, donde hincharán sus vientres con patatas fritas, me digo que todo esto ya lo habían visto hacer en la televisión, cuyos programas, incluidos los didácticos, fomentan sin parar la alimentación desequilibrada, causante de toda clase de desórdenes gástricos. Y entonces barrunto que este copiarse los unos a los otros en todo lo malo acabará creando un desastre, no ya nacional, sino internacional: ningún país parece librarse de la hecatombe.

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