14 marzo

1.19. El castigo

La escena pasó en un salón iluminado y cubierto con tapices rojos.

Rodolfo, vestido con una gran bata de terciopelo negro que aumentaba la palidez de su rostro, estaba sentado a una espaciosa mesa cubierta con un tapete verde, sobre la cual se veía la cartera del Maestro de Escuela, la cadena de similor de la Lechuza con el agnus dei de lapislázuli, el puñal aún ensangrentado que había herido a Murph, la ganzúa con que se había forzado la puerta y los cinco billetes de mil francos que el Churiador había ido a buscar al cuarto inmediato.

El doctor estaba sentado a un lado de la mesa y el Churiador al otro. El Maestro de Escuela, agarrotado de manera que no podía hacer ningún movimiento, estaba en un gran sillón de ruedas en medio de la sala. Las personas que lo habían conducido se habían retirado.

Rodolfo no estaba irritado, en su semblante se adivinaban la calma, la tristeza y el recogimiento, propios de la misión solemne que iba a desempeñar.

El doctor permanecía pensativo.

El Churiador experimentaba un temor vago, no separaba un momento la vista de Rodolfo.

El Maestro de Escuela estaba descolorido, lívido…, lleno de terror.

Fuera de la sala reinaba un profundo silencio, sólo se oía el ruido triste y continuo de la lluvia.

Rodolfo se dirigió al Maestro de Escuela:

—Desertor del presidio de Rochefort, a donde fuisteis condenado de por vida…, por falsario, ladrón y asesino… Vos sois Anselmo Duresnel.

—¡Eso no es verdad! —dijo el Maestro de Escuela con voz alterada y echando alrededor de sí una mirada feroz e inquieta.

—Sois Anselmo Duresnel… Vos habéis robado y asesinado a un ganadero en el camino de Poissy.

—¡Es falso!

—Más tarde lo confesaréis.

El bandido miró a Rodolfo con terror y sorpresa.

—Esta noche habéis venido aquí para robar, y habéis herido con un puñal al dueño de esta casa…

—Vos sois quien me había propuesto ese robo —dijo el Maestro de Escuela recobrando alguna firmeza—. Me han acometido… y tuve que defenderme.

—El hombre a quien habéis herido no os atacó, pues estaba desarmado. Es cierto que os había propuesto este robo…, pero luego os diré con qué objeto. La víspera, después de haber robado en la Cité a un hombre y a una mujer, les habíais prometido matarme por mil francos…

—Yo soy testigo —dijo el Churiador.

El Maestro de Escuela le dirigió una mirada feroz.

Rodolfo continuó:

—Ya veis que para hacer daño no necesitabais que yo os sedujese…

—No sois mi juez…, no volveré a responderos…

—Ahora os diré por qué os había propuesto este robo. Sabía que erais desertor de presidio y que conocíais a los padres de una joven, cuya desventura había causado vuestra cómplice, la Lechuza… Quería atraeros aquí con el estímulo del robo, único capaz de seduciros; y una vez en mi poder elegiríais, o bien el ser entregado a la justicia, que os haría pagar con la cabeza el asesinato del ganadero…

—¡Es falso!… Yo no he cometido ese crimen.

—O bien el ser expatriado de Francia por cuenta mía, y reducido en otro país a una reclusión perpetua en donde vuestra suerte sería más llevadera que en presidio. Pero sólo os concedería esta conmutación de castigo en el caso de revelarme el secreto que deseaba adquirir. Condenado a presidio perpetuo, habéis quebrantado vuestra prisión; y apoderándome de vos e impidiendo que volvieseis a hacer daño, servía a la sociedad, al paso que conseguía restituir a su familia una pobre criatura, más infeliz que culpable. Éste había sido mi primer designio: no era legal, pero vuestra evasión y vuestros crímenes os ponen fuera de la ley… Ayer, por una revelación providencial, he sabido que erais Anselmo Duresnel.

—¡Es falso! No me llamo Duresnel.

Rodolfo cogió de la mesa la cadena de la Lechuza, y enseñando al Maestro de Escuela el pequeño agnus dei de lapislázuli, dijo con voz amenazadora:

—¡Sacrílego!… Habéis prostituido, dándola a una criatura infame, esta reliquia santa…, ¡tres veces santa!…, porque vuestro hijo había recibido este piadoso don de su madre y de su abuela.

Atónito al oír esto el Maestro de Escuela, bajó sin responder la cabeza.

—Hace quince años que habéis robado vuestro hijo a su madre, y como debéis poseer el secreto de su existencia, tenía un motivo más para asegurarme de vuestra persona desde el momento en que supe quién erais. No quiero vengarme de ofensas personales… Esta misma noche habéis derramado la sangre de quien no os provocaba, pues el hombre a quien habéis asesinado se había acercado a vos sin la menor sospecha de vuestro furor sanguinario. Os preguntó qué le queríais, y vuestra respuesta fue: «¡La bolsa o la vida!…», y le propinasteis una puñalada.

—Así lo refirió el señor Murph cuando le presté los primeros auxilios —dijo el doctor.

—Es falso…, ha mentido.

—Murph no miente jamás —dijo con frialdad Rodolfo—. Vuestros crímenes piden una reparación ruidosa. Os habéis introducido aquí por asalto y escalamiento y habéis dado de puñaladas a un hombre para robarle… Habéis cometido un asesinato… Vais a morir en ese sitio… Por compasión, por respeto a vuestra mujer y a vuestro hijo, no sufriréis la ignominia del patíbulo… Se dirá que habéis sido muerto combatiendo a mano armada… Disponeos, las armas están preparadas.

—¡Misericordia… Piedad!

—No hay piedad para vos —dijo Rodolfo—. Si no morís aquí, moriréis en el cadalso.

—Prefiero el cadalso… Viviré por lo menos dos o tres meses más… Al fin seré pronto castigado, y a vos os da lo mismo… ¡Piedad…, misericordia!…

—Pero vuestra mujer y vuestro hijo…, que llevan vuestro apellido…

—Mi apellido ya está deshonrado… Aunque no deba vivir más que ocho días, ¡piedad!…

—¡Ni aun ese desprecio a la vida que profesan algunos criminales! —dijo con desdén Rodolfo.

—Además, la LEY prohíbe que uno se haga justicia por su mano —repuso el Maestro de Escuela con más firmeza.

—¡La ley! —exclamó Rodolfo— ¡La ley!… ¿Y osáis invocar la ley después de haber vivido siempre en guerra a muerte con la sociedad?…

Bajó la cabeza el bandido sin responder, y luego dijo en tono más humilde:

—A lo menos dejadme vivir por compasión.

—¿Me diréis dónde está vuestro hijo?

—Sí…, sí… Os diré todo lo que sé…

—¿Me diréis quiénes son los padres de esa niña, cuya infancia ha atormentado la Lechuza?

—En mi cartera hallaréis papeles que os revelarán quiénes son las personas que la entregaron a la Lechuza…

—¿Dónde está vuestro hijo?

—¿Me concederéis la vida?

—Confesad primero…

—Sí; pero cuando sepáis… —dijo el Maestro de Escuela, receloso.

—¡Lo has matado!

—No…, no… Lo he entregado a uno de mis cómplices, que logró salvarse cuando me prendieron.

—¿Qué ha hecho de él ese hombre?

—Le ha enseñado lo necesario para entrar en la casa de un banquero de Nantes…; con el fin de darnos buenas noticias, inspirar confianza al banquero y facilitar así nuestros planes. Esperando siempre escaparme de Rochefort, dirigía desde allí el plan de esta empresa y seguía una correspondencia por cifras con mi amigo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Su hijo! ¡Su hijo!... Este hombre me horroriza —exclamó Rodolfo asombrado y cubriéndose el rostro con las manos.

—¡Pero sólo se trataba de falsificación! —gritó el bandido—; y aun así cuando mi hijo supo lo que de él se pretendía, se indignó de tal manera que todo lo dijo a su principal y desapareció de Nantes… Hallaréis en mi cartera una indicación de los pasos que se han dado para encontrar a mi hijo… La última noticia suya es que habitó una casa en la calle del Templo con el nombre supuesto de Francisco Germán. Ya veis que todo lo he declarado…, todo… Ahora cumplid vuestra palabra y haced que se me prenda tan sólo por el robo de esta noche.

—¿Y el ganadero de Poissy?

—No es posible que llegue a descubrirse, porque no hay pruebas. A vos os lo confieso para probaros mi buena voluntad; pero delante del juez, negaré…

—¡Luego lo confiesas!

—Estaba lleno de miseria y no tenía con qué vivir… La Lechuza me lo aconsejó… Ahora me arrepiento… Ya veis que lo confieso… ¡Ah!, si no me entregaseis a la justicia os daría mi palabra de honor de no volver…

—Vivirás… Y no te entregaré a la justicia.

—¿Me perdonáis? —gritó el Maestro de Escuela, no creyendo lo que escuchaba—. ¿Me perdonáis?

—¡Te juzgo y te castigo! —exclamó Rodolfo con voz solemne—. No te entregaré a la justicia porque irías al cadalso o a presidio; y esto no debe ser… En el presidio dominarías aún a esa turba de malvados con tu fuerza y tu iniquidad, y satisfarías tu instinto de opresión brutal… Serías odiado y temido de todos. El crimen también tiene su orgullo, y tú te gozarías con tu propia monstruosidad… A presidio no: tu cuerpo de hierro se burlaría del trabajo forzado y del rebenque del mayoral. Las cadenas se rompen, los muros se minan y se escalan; el día menos pensado romperías tu prisión y volverías a arrojarte en la sociedad como una bestia feroz, señalando tu paso con la rapiña y el asesinato…, porque nada está a salvo de tu fuerza hercúlea y de tu puñal. ¡No, no irás a presidio! Pero ya que en la prisión romperías tus cadenas…, ¿qué se hará para librar a la sociedad de tu furor de tigre?; ¿entregarte al verdugo?

—¡Luego, es mi muerte lo que queréis! —exclamó el bandido.

—No…, porque con tu empeño encarnizado de vivir esperarías evadirte de las angustias del suplicio hasta el último momento, y esta esperanza insensata te ocultaría los horrores del castigo hasta que estuvieses en poder del verdugo… Y entonces, embrutecido por el terror, no serías más que una masa inerte ofrecida en holocausto a los manes de tus víctimas. No morirás, te repito, porque esperarías salvarte hasta el último segundo… Y tú, monstruo, no debes esperar… No…, si no te arrepientes no quiero que tengas esperanza alguna en esta vida…

—¿Pero, qué tiene conmigo este hombre?… ¿Quién es?… ¿Qué quiere?… ¿Dónde estoy?… —gritó el Maestro de Escuela, casi delirando.

Rodolfo continuó:

—Si por el contrario despreciases la muerte, tampoco deberías ser condenado al último suplicio… El cadalso sería para ti un teatro sangriento como otros muchos, en donde harías ostentación de tu ferocidad…, en donde mirando la vida con bestial indiferencia, condenarías tu alma y darías el último aliento con una horrenda blasfemia… No será, te lo digo, porque el pueblo no debe ver a un criminal burlarse con estúpida indiferencia de la cuchilla de la ley, insultar al verdugo y mofarse en la agonía del soplo divino con que el Todopoderoso anima nuestro ser. Nada hay más sagrado que la salvación de una alma. «Todo crimen se expía y se redime», ha dicho el Salvador; pero como del Tribunal al cadalso no hay más que un paso, es necesario dar más tiempo a la expiación y al arrepentimiento. Este plazo…, lo tendrás… Y quiera el cielo que sepas aprovecharlo.

El Maestro de Escuela, confundido y anonadado, temió por primera vez en su vida y sintió que había algo más horrible que la muerte. Este vago temor lo llenó de un horror indecible.

Rodolfo continuó:

—Anselmo Duresnel, no irás a presidio…, no subirás al patíbulo…

—¿Qué queréis entonces de mí?… ¿Sois algún demonio salido del infierno para atormentarme?

—Oye… —dijo Rodolfo levantándose con aire de autoridad severa y amenazadora—: tú has abusado criminalmente de tu fuerza… Yo paralizaré tu fuerza… Los más vigorosos temblaban delante de ti… Tú temblarás delante de los más cobardes y débiles… ¡Asesino!… Tú has sepultado en una noche eterna a criaturas del Señor… Las tinieblas de la eternidad empezarán para ti en esta vida… Hoy… Ahora mismo… Tu castigo será igual a tus crímenes… Pero este horrible castigo —añadió Rodolfo con un aire de compasión dolorosa— dejará por lo menos un porvenir sin límites a la expiación de tus crímenes… Yo sería tan delincuente como tú si al castigarte quisiese únicamente satisfacer una venganza, por legítima que fuese… Tu castigo, lejos de ser estéril como la muerte, será fecundo… Lejos de condenarte, te redimirá… Para que no causes más daño, te privo de que puedas contemplar los esplendores de la creación… Te sepulto en una oscuridad impenetrable para que, solo y envuelto en el temeroso recuerdo de tus crímenes, contemples incesantemente su deformidad… Sí…, aislado para siempre del mundo exterior, tendrás que contemplarte a ti mismo…, y entonces tu horrible rostro envilecido por la infamia se cubrirá de rubor…, tu alma corrompida por el crimen sentirá la conmiseración… Todas tus palabras son blasfemias… Y todas tus palabras se convertirán en plegarias que dirigirás al Omnipotente… Eres osado y cruel porque eres fuerte… Y serás manso y humilde porque serás débil… Tu corazón, que jamás ha sentido el arrepentimiento, llorará un día las víctimas de tu ferocidad… Degradaste la inteligencia con que el Señor te había dotado, prostituyéndote al robo y al homicidio y convirtiéndote en bestia salvaje. Pero vendrá un día en que la expiación y los remordimientos hagan recobrar a esa inteligencia su dignidad… Ni aun has respetado lo que respetan las bestias salvajes: ni a la hembra ni a los hijuelos… Después de una larga vida consagrada a la expiación de tus crímenes, tu última plegaria será para pedir a Dios que te conceda la felicidad de morir en los brazos de tu mujer e hijo…

La voz de Rodolfo se conmovió al decir estas palabras.

El Maestro de Escuela no manifestó miedo alguno, porque creyó que su juez había querido aterrarlo antes de llegar a esta última lección moral; y animado por la dulzura del acento de Rodolfo, dijo con una risa grosera e insolente:

—Seamos claros… ¿Estamos aquí adivinando charadas… o dando lección de catecismo…, o qué hacemos?…

Rodolfo no respondió, y dijo al doctor:

—David…, lo que se ha resuelto… ¡Que caiga sobre mí solo el castigo de Dios si no obro con acierto!…

El negro tocó la campanilla.

Entraron dos hombres en la sala.

David les señaló la puerta de un gabinete lateral, a donde hicieron rodar la silla en que el Maestro de Escuela estaba agarrotado, de manera que no podía moverse.

—¡Oh!, ¡queréis matarme ahora!… ¡Piedad!… ¡Piedad!… ¡Misericordia!… —gritó cuando lo llevaban.

—Sujetadle la cabeza y ponedle una mordaza —dijo el negro al entrar en el gabinete.

El Churiador y Rodolfo quedaron solos.

—Señor Rodolfo —dijo el Churiador con voz trémula—, señor Rodolfo, habladme de una vez… Yo tengo miedo… ¿Estoy soñando?… ¿Qué le hacen al Maestro de Escuela? No se oye nada… Y esto me da aún más miedo…

David salió del gabinete, pálido como lo están los negros… Sus labios estaban blancos como el papel.

Los dos hombres sacaron de nuevo a la sala la silla en que estaba atado el Maestro de Escuela.

—Quitadle la mordaza y desatadlo —dijo David.

Siguió a esta orden un momento de espantoso silencio.

Los dos hombres desataron al Maestro de Escuela y le quitaron la mordaza.

Levantóse de repente el bandido: en su cara abominable estaban pintados la rabia, el horror y el espanto. Dio un paso con los brazos tendidos hacia delante, y dejándose caer de nuevo en el sillón, tendió los brazos al cielo y gritó con un acento de indecible angustia y de furor:

—¡Ciego!…

—David, dadle esa cartera —dijo Rodolfo.

El doctor puso una cartera en las manos trémulas del bandido.

—En esa cartera hay bastante dinero para asegurarte un albergue y pan en cualquier sitio retirado, hasta el fin de tus días… Ahora estás libre… Vete… Arrepiéntete…, que el Señor es misericordioso.

—¡Ciego! —repitió el Maestro de Escuela tomando maquinalmente la cartera.

—Abrid las puertas… Que salga —dijo Rodolfo. Y las puertas se abrieron de par en par.

—¡Oh, ciego!…, ¡ciego!… —repitió el bandido fuera de sí.

—Estas libre… Tienes dinero… Márchate.

—¡Marcharme!… Pero… ¿Cómo?… ¡Si no veo! —exclamó el bandido con furor—. Es un crimen espantoso el abusar así de la fuerza…

—¡Es un crimen el abusar de la fuerza! —repitió Rodolfo con voz solemne—. Y tú, ¿qué has hecho de tu fuerza?

—¡Oh!, ¡la muerte!… Sí; ¡hubiera preferido la muerte! —gritó el Maestro de Escuela—. Ahora estoy a la merced de todo el mundo…, de todo tengo miedo… ¡Un niño me vencería en este momento!… ¡Dios mío!…, ¿qué será de mí?

—Tienes dinero…

—Me lo robarán —dijo el bandido.

—¡Te lo robarán!… ¿Entiendes esas palabras que profieres ahora con temor…, tú, consumado ladrón?… Márchate… Vete…

—Por el amor de Dios —dijo con humildad el bandido—, ¡que me acompañe alguno! ¿Qué va a ser de mí por esas calles?… ¡Ah, matadme por piedad!… ¡Matadme!

—No… Un día te arrepentirás.

—¡Jamás!… ¡Nunca me arrepentiré!… —gritó lleno de rabia y desesperación—. ¡Oh, yo me vengaré!… Sí…, ¡me vengaré!…

Y se levantó del sillón con los puños cerrados.

Al primer paso se estremeció.

—¡No…, no…, no podré vengarme…, a pesar de ser tan fuerte!… ¡Ah, qué digno de lástima soy!… ¡Nadie se apiada de mí…, nadie!…

Sería imposible pintar el estupor y el asombro del Churiador durante esta escena terrible. Se vio una expresión de lástima en su rudo semblante, y acercándose a Rodolfo le dijo en voz baja:

—Señor Rodolfo, no llevó más que su merecido…, era un facineroso terrible… También quiso matarme hace poco; pero ahora está ciego y no sabe por dónde ha de ir… Pueden estropearlo por esas calles… ¿Queréis que le lleve a algún sitio en donde pueda estarse quieto por lo menos?

—Sí… —dijo Rodolfo conmovido por este rasgo de generosidad; y tomando la mano del Churiador—: Sí…, acompáñale…

El Churiador se acercó al Maestro de Escuela y le dio una palmada en el hombro.

El bandido se estremeció y dijo con voz sorda:

—¿Quién me toca?

—Yo.

—¿Quién eres tú?

—El Churiador.

—¡Vienes también a vengarte!…

—No sabes cómo has de salir de aquí… Toma mi brazo…, voy a acompañarte.

—¡Quién!…, ¿tú?

—Sí, yo… Ahora me das lástima… Vamos, vente…

—Quieres hacerme una treta, ¿eh?

—No soy cobarde, ya lo sabes…; no me valdré de tu desgracia para ofenderte… Anda, vamos que ya es de día.

—¡De día!… ¡Ah!, ¡ya no veré jamás el día! —exclamó el bandido.

Rodolfo no pudo presenciar por más tiempo esta escena; salió precipitadamente de la sala, seguido de David, e hizo una señal a los criados para que se retirasen.

El Churiador y el Maestro de Escuela quedaron solos.

—¿Es verdad que hay dinero en esta cartera? —dijo el bandido después de un rato de silencio.

—Sí… Yo mismo he puesto en ella cinco mil francos. Con ese dinero ya puedes encontrar posada y vivir el resto de tus días en cualquier sitio… En una aldea, por ejemplo… ¿Quieres que te lleve a casa de la Pelona?

—No, que me robará.

—¿A casa de Brazo Rojo?

—¡Me asesinaría para robarme!

—Entonces, ¿a dónde quieres que te lleve?

—No lo sé… Por fortuna, tú no eres ladrón, Churiador. Toma, escóndeme bien la cartera en el chaleco, porque si la ve la Lechuza me la limpia.

—¿La Lechuza? Allá está en el hospital… Cuando estaba agarrado contigo esta noche, le disloqué una cadera.

—¿Qué ha de ser de mí, Dios mío, con esta cortina negra que tengo delante de los ojos?… Y si en esta cortina negra se me presentan los semblantes pálidos y moribundos de los que…

Estremecióse el bandido y dijo con voz alterada al Churiador:

—¿Murió el hombre de esta noche?

—No.

—Tanto mejor.

Permaneció algunos momentos en silencio, y dando luego un impetuoso salto exclamó enfurecido:

—¡Tú tienes la culpa de todo esto…, tú, Churiador! ¡Ladrón!… A no ser por ti, hubiera despachado a ese hombre y le hubiera robado el dinero… ¡Estoy ciego por causa tuya!… ¡Sí, tú tienes la culpa!…

—Vamos, déjate de eso que no es bueno para la salud… ¿Vienes o no?… Estoy trasnochado y quiero dormir… Mañana tengo que ir al muelle a pelear con mis palos. Si te vienes te llevaré adonde quieras, y después me iré a dormir.

—¡Pero si no sé a dónde ir!… A mi cuarto no me atrevo…, porque sería preciso decir…

—Pues entonces escucha: ¿quieres venirte a mi agujero por uno o dos días?… Tengo unos huéspedes que te gustarán, y como no saben quién eres te darán posada y te cuidarán como a un enfermo… Mira, hay justamente un hombre de San Nicolás, que yo conozco y cuya madre vive en San Amadeo: es mujer bondadosa, pero no está muy sobrada y puede ser que se encargue de cuidarte… ¿Te vienes o no?

—Puedo fiarme de ti, Churiador… No temo que me robes el dinero, porque afortunadamente no eres ladrón.

—¿Y cuando me echabas en cara el no serlo como tú?

—Entonces…, ¿quién podía adivinar?…

—Si entonces te hubiera dado crédito…, a estas horas ya no tendrías dinero.

—Es verdad; pero tú no guardas odio ni rencor… —dijo con mansedumbre el bandido; tú vales mucho más que yo.

—¡Caramba! ¡Ya lo creo! El señor Rodolfo me dijo que tenía corazón y honor.

—Pero, ¿quién es ése?… ¡No es un hombre! —gritó el bandido con furiosa desesperación—. ¡Es un monstruo!…

El Churiador alzó los hombros y dijo:

—Ya vuelves a incomodarte. ¿Nos vamos o no?

—A tu casa, ¿no es verdad, Churiador?

—Sí.

—No me guardas ningún rencor por lo de esta noche… ¿Me lo linas, Churiador?

—Te lo juro.

—¿Y estás seguro de que no murió… ese hombre?

—Estoy seguro.

—Siempre será uno menos —dijo el bandido—. Si se supiera cuántos… ¡Ah!, el viejecito de la calle de Roule…, y la mujer… del canal de San Martín… ¡Sí; ahora no pienso más que en esto!… ¡Ciego, Dios mío!… ¡Ciego! —exclamó en voz alta; y apoyado en el brazo del Churiador, salió de la casa de la calle de las Viudas.

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