08 marzo

1.15. Preparativos

La tuerta volvió a entrar con el tabaco.

—Parece que no llueve ya —dijo Rodolfo encendiendo un cigarro—. ¿Vamos a buscar el coche? No sería malo para sacudir la pereza.

—¿Decís que no llueve ya? —repuso el Maestro de Escuela—. Estáis ciego sin duda. No quisiera exponer una salud tan preciosa como la de mi Finura… Ni que se estropease su hermoso chal nuevo.

—Tienes razón, alma mía: hace un tiempo de perros.

—Como queráis —dijo Rodolfo—. La criada no debe de tardar, y luego que hayamos pagado nos irá a buscar un coche.

—Es lo mejor que habéis dicho en toda la tarde. Iremos a estirarnos un rato por la calle de las Viudas.

Entró en esto la criada, y Rodolfo le dio un napoleón.

—De ningún modo, caballero… No lo permitiré… Eso es abusar… —dijo con voz estrepitosa el Maestro de Escuela.

—Hoy no me privaréis de esta honra, una vez que me he anticipado… Otro día pagaréis vos.

—Sea en buena hora; pero bajo la condición de que aceptaréis lo que os ofreciere en los Campos Elíseos… Es un jabardillo que frecuento con toda confianza.

—Desde luego… Admito vuestro convite.

Pagada la comida, salieron los tres de la taberna, y Rodolfo quiso ser el último en obsequio de la Lechuza. Pero el Maestro de Escuela no lo permitió; le hizo salir primero, y siguiéndole de cerca observaba sus menores movimientos. Entre los bebedores de la taberna se hallaba un carbonero de cara tiznada y un gran sombrero de ala ancha calado hasta los ojos; este carbonero pagaba su cuenta en el mostrador al punto que salían los tres compañeros. A pesar de la extrema vigilancia del Maestro de Escuela y de la tuerta, Rodolfo, que marchaba delante, dirigió a Murph una mirada rápida e imperceptible en el instante de subir al coche.

—¿A dónde vamos, señores? —dijo el cochero.

—Calle de las…

—De las Acacias, en el bosque de Boloña —gritó el Maestro de Escuela interrumpiéndole; y luego añadió—: ¡Se os pagará bien, cochero! —Y volviéndose a Rodolfo—: ¿Por qué diablos queréis que pasemos a la vista de tanto babieca como anda por ahí? En caso de detención, bastaría este solo indicio para perdernos. ¡Ah mocito, mocito, qué imprudente sois!

El coche empezó a rodar, y Rodolfo respondió:

—Tenéis razón; no había caído en ello… Pero con mi cigarro nos vamos a volver cecina. Abramos un cristal.

Y diciendo y haciendo, dejó caer a la calle con el mayor disimulo un papelito doblado; en el que había escrito con lápiz algunas palabras debajo de la blusa… Mas era tal la sagacidad del Maestro de Escuela que a pesar de la inalterable serenidad de Rodolfo, creyó el bandido descubrir en su fisonomía cierta expresión de triunfo, y sacando la cabeza por el cristal dijo gritando al cochero:

—¡Alto!… Detén el coche… Alguno viene detrás.

El coche se detuvo; levantóse el cochero; miró hacia atrás y dijo:

—Nadie viene, caballero.

—Quiero verlo con mis ojos —dijo el Maestro de Escuela saltando precipitadamente del carruaje.

Nada percibió, porque el coche estaba ya algo distante del sitio en que Rodolfo había dejado caer el papel.

—Ya sé que vais a reíros de mí —dijo el Maestro de Escuela subiendo al coche, amohinado—. No sé por qué, me había figurado que alguien nos seguía.

El coche torció en ese momento por una callejuela. Murph, que no lo había perdido de vista y que había observado la evolución de Rodolfo, acudió inmediatamente al sitio y recogió el billete que había caído en el hueco de dos piedras.

Al cabo de un cuarto de hora, dijo el Maestro de Escuela al cochero:

—¡Chico! Hemos cambiado de idea: a la plaza de la Magdalena.

Rodolfo le miró con asombro.

—Por allí vamos bien, amiguito. Desde la Magdalena podremos hacer rumbo a mil partes, y de nada servirá la declaración del cochero si fuésemos cogidos.

Al llegar el coche a la barrera, un hombre alto y moreno, vestido con un sobretodo gris y un sombrero calado hasta los ojos, y montado en un magnífico caballo, atravesó como un relámpago el camino a un trote larguísimo y veloz.

—¡A buen caballo, buen jinete! —dijo Rodolfo asomándose al cristal y siguiendo a Murph con la vista (era él mismo)—. ¿Habéis visto qué paso lleva aquel hombre?

—Ha cruzado tan aprisa que ni tiempo dio para mirarle —repuso el Maestro de Escuela.

Rodolfo disimuló perfectamente la alegría que sintió al ver que Murph había descifrado los caracteres casi jeroglíficos del billete. Seguro el Maestro de Escuela de que nadie seguía al coche, y queriendo imitar a la Lechuza que dormitaba, o que más bien fingía dormitar, dijo a Rodolfo:

—Disimulad, amigo, el movimiento del coche me causa siempre un efecto singular: me duermo como un niño.

El bandido se proponía observar, con pretexto del fingido sueño, si la fisonomía de Rodolfo revelaba alguna emoción secreta.

Rodolfo conoció el ardid, y repuso:

—Hoy he madrugado y también tengo sueño… Voy a haceros compañía.

Y al decir esto, cerró los ojos. La respiración sonora del Maestro de Escuela y de la Lechuza, que roncaban a dúo, engañó de tal manera a Rodolfo que éste entreabrió los ojos, creyó que los dos estaban profundamente dormidos… Pero el Maestro de Escuela y la tuerta, a pesar de sus ronquidos sonoros, se miraban el uno al otro y se hacían señas misteriosas con los dedos sobre la palma de la mano. Cesó de repente este diálogo simbólico, y percibiendo el malhechor por una seña casi imperceptible de la Lechuza que Rodolfo no dormía, soltó una risotada, gritando:

—¡Hola, hola, camarada!… Queréis experimentar a los amigos, ¿eh?

—Eso no debe sorprenderos, puesto que sabéis dormir con los ojos abiertos.

—Es claro: pero yo…, yo soy sonámbulo.

El coche paró en la plaza de la Magdalena. La lluvia había cesado por un momento; pero las nubes acumuladas por el viento eran tan negras y densas que casi anochecía ya. Rodolfo, la Lechuza y el Maestro de Escuela se dirigieron al paseo de la Reina.

—Se me ocurre una idea, camarada; y por cierto, que no es mala —dijo el bandido.

—¿Cuál es?

—Asegurarme de si es o no cierto todo lo que me habéis dicho acerca del interior de esa casa en la calle de las Viudas.

—¿Con qué pretexto os acercaríais ahora al sitio sin causar sospecha?

—No soy tan inocente… Tranquilizaos. ¿De qué me serviría tener una mujer que se llama Finura?… Es más sutil que el mismo viento.

La Lechuza estiró el pescuezo.

—¿La veis, mozalbete? Parece un caballo de batalla que oyó tocar la trompeta.

—¿Queréis acaso enviarla de ondeadora?

—Precisamente.

—Número 17, calle de las Viudas, ¿verdad, palomito? —gritó la Lechuza con impaciencia—. Pierde cuidado; no tengo más que un ojo, pero es un lucero.

—¿La oyes, camarada?… Se impacienta por salir a campaña…

—Con tal de que consiga entrar, me parece bien lo que planeáis.

—Cuidado con el paraguas… Dentro de media hora estaré de vuelta y verás lo que traigo hecho —dijo la horrible tuerta.

—Aguarda un momento, Finura. Vamos a entrar en el Corazón Sangriento, que está a dos pasos de aquí. Si no ha salido el Cojuelo te lo traes y se quedará atisbando en la calle mientras tú andas por dentro.

—Bien pensado —dijo la vieja revolviendo el ojo verde—. El Cojuelo es fino como una ardilla. Apenas tiene diez años, y el otro día ya…

Una seña del Maestro de Escuela interrumpió a la Lechuza.

—¿Qué es eso de Corazón Sangriento...? ¡Vaya un nombre raro para una taberna! —preguntó Rodolfo.

—Quejaos al tabernero.

—¿Cómo se llama?

—¿El tabernero del Corazón Sangriento?

—Sí.

—¿Qué os importa? Él no pregunta jamás por el nombre de sus parroquianos.

—Pero vamos, decidlo…

—Llamadle como os venga en gana: Pedro, Pablo, Simón, Lucas, Bernabé; os responderá de todos modos… Pero ya hemos llegado… Y a tiempo, porque la lluvia arrecia. ¡Cómo sube el río! Parece un mar. Si sigue así dos días, no bastarán los arcos del puente.

—Decís que hemos llegado… Pero, ¿dónde está la taberna?… Yo no veo aquí casa ni cosa parecida.

—Mirad con atención y la descubriréis.

—¿A dónde?

—A vuestros pies.

—¿A mis pies?

—Sí.

—Mirad… Ahí. Ved el techo, y cuidado no lo piséis.

En efecto, Rodolfo no había observado una de las tabernas subterráneas que hace pocos años había en algunos sitios de los Campos Elíseos, especialmente cerca del paseo de la Reina.

Una escalera sucia y húmeda, abierta en la misma tierra, conducía al fondo de una especie de foso o gran cueva, y arrimada a una de las paredes de este foso, cortadas a pico, se veía una choza baja, hedionda y llena de rendijas, cuyo techo cubierto de tejas mohosas apenas subía del nivel del suelo en que se hallaba Rodolfo. Dos o tres cubiles de tablas viejas y apolilladas servían de bodega, de tinglado y de conejera a esta zahúrda miserable.

Un pasillo muy estrecho conducía a lo largo del foso, desde la escalera a la puerta de la choza, y el resto del suelo desaparecía tras un enrejado de cañas y palos que ocultaba dos hileras de mesas toscas, fijas en la tierra. El viento hacía girar sobre sus goznes a uno y otro lado una plancha de hierro cubierta de hollín, en la cual se distinguía un corazón rojo atravesado por un puñal… Este rótulo estaba colocado en un palo en lo más alto de aquella cueva, verdadera sepultura de vivos…

Uníase a la lluvia una niebla espesa y húmeda, y la noche se acercaba por momentos.

—¿Qué os parece de la fonda, camarada? —dijo el Maestro de Escuela.

—Debe de estar bien fresca por la lluvia de estos quince días… Vaya, pasemos adentro.

—Esperad un momento… Quiero saber si el amo está ahí… ¡Atención!

Y pegando el bandido la lengua al paladar, hizo un ruido particular, sonoro y prolongado, el cual podría remedarse de este modo:

—¡Prrrrrrr!…

Un sonido semejante salió de lo profundo de la cueva.

—Es él —señaló el Maestro de Escuela—. Perdonad, joven… Las señoras delante… Dejad que pase la Lechuza… Yo os seguiré. Cuidado con caerse, que está esto muy resbaladizo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario