09 marzo

1.16. El corazón sangriento

Después de haber respondido el dueño de la taberna subterránea a la señal del Maestro de Escuela, salió a recibirle con urbanidad al umbral de la puerta.

Este personaje, a quien Rodolfo había buscado en la Cité y a quien no conocía aún bajo su verdadero nombre, o por mejor decir, bajo su nombre habitual, era Brazo Rojo.

Era flaco, débil y apocado, rayaba en los cincuenta, y su fisonomía tenía la expresión y la figura de la garduña y del ratón: la nariz puntiaguda, la barba saliente, los juanetes abultados y unos ojos pequeños, negros, vivos y penetrantes le conferían una expresión indescriptible de astucia, de sutileza y de inteligencia. Una vieja peluca rubia, o más bien amarilla como su tez biliosa, colocada desde lo alto del cogote hasta la frente, dejaba descubierta una nuca sucia y mugrienta. Vestía chaqueta y un delantal largo y grasiento, como los que usan los criados de figón.

Apenas habían acabado de bajar la escalera los tres huéspedes, cuando un niño de diez años a lo más, raquítico, cojo y algo jorobado se puso al lado de Brazo Rojo, a quien se parecía tanto que nadie podría dudar que era hijo suyo.

Tenía el mismo mirar penetrante y astuto, con ese aire desvergonzado e insolente que distingue al pillo de París; tipo de la depravación precoz, y verdadero ratón de gurapas, como se dice en el horrible idioma de las prisiones. Una mata de cabellos pajizos, duros y tiesos como la crin de un caballo, cubría la mitad de su frente. Un pantalón castaño y una blusa gris ceñida con una correa completaban el traje del Cojuelo, así llamado a causa de la imperfección de sus miembros. Estaba al lado de su padre sobre una pierna, como un esparaván cojo a la orilla de una laguna.

—Justamente, aquí está nuestro perdiguero —dijo el Maestro de Escuela a la tuerta—. Finurita, el tiempo corre y la noche se viene encima… Aprovechemos lo que hay de día.

—Tienes razón, palomo… Voy a pedir el cachorrillo a su padre.

—Buenas tardes, amigo —dijo Brazo Rojo con voz de falsete, áspera y aguda, dirigiéndose al Maestro de Escuela—. ¿En qué puedo servirte?

—En que vas a prestar a mi mujer tu cachorro por un cuarto de hora: ha perdido ahí cerca una cosa y quiere que le ayude a buscarla.

Guiñó el ojo Brazo Rojo, hizo una seña de inteligencia al Maestro de Escuela y dijo a su hijo:

—Cojuelo… Sigue a la señora.

El odioso niño se fue cojeando a tomar la mano de la tuerta.

—¡Amor de los amores de mi alma!… ¡Éste sí que es un niño guapo y listo como la pólvora! —exclamó la vieja—. ¡Suerte como la vuestra, Brazo Rojo!… ¡Ay! ¡Qué diferente de mi Chillona! Siempre le daba mal de corazón cuando se acercaba a mí… ¡Denguera del diablo!

—Vamos, Finura, despacha pronto… Ojo alerta…, que aquí te espero.

—No tardaré mucho… Cojuelo, anda delante.

Y la tuerta y el niño subieron la sucia escalera.

—Finura, llévate el paraguas —gritó el bandido.

—No, así voy más desembarazada —respondió la vieja, y desapareció con el Cojuelo en medio de los vapores del crepúsculo y el triste susurro del viento en los corpulentos olmos de los Campos Elíseos.

—Entremos —dijo Rodolfo.

Y tuvo que inclinarse para pasar por la puerta de la taberna. Se dividía ésta en dos salas. En una de ellas había un tablero y una mala mesa de billar, y en la otra algunas mesas y sillas que en otro tiempo habían sido pintadas de verde. Dos ventanas estrechas, con los vidrios hendidos y cubiertos de telarañas, daban a las piezas una luz opaca que apenas dejaba ver el musgo verde y húmedo de las paredes.

Mientras Rodolfo permaneció solo un minuto, Brazo Rojo y el Maestro de Escuela intercambiaron algunas palabras y se hicieron señas misteriosas.

—Beberéis un vaso de cerveza o de aguardiente mientras llega mi Lechuza… —le dijo el Maestro de Escuela.

—No…, no tengo sed.

—Cada loco con su tema… Yo tomaré una copita de aguardiente —repuso el bandido; y se sentó a una mesita verde de la segunda sala.

La obscuridad había aumentado de tal suerte, que era ya casi imposible ver en el ángulo de la segunda sala la entrada de una cueva o subterráneo, adonde se bajaba por una trampilla de dos medias puertas, una de las cuales estaba siempre abierta para la comodidad del servicio. La mesa en la que se instaló el Maestro de Escuela estaba inmediata a esta caverna negra y profunda, y como la tenía a la espalda la ocultaba enteramente de la vista de Rodolfo.

Asomado éste a una ventana procuraba disimular su inquietud, y no se creía enteramente seguro con haber visto a Murph cruzar al gran trote la calle de las Viudas; temía que el digno squire no hubiese comprendido la significación del lacónico billete, que no contenía más que estas palabras:

«Esta noche a las diez. ¡Cuidado!».

Resuelto a no ir a la calle de las Viudas antes de la hora señalada ni a separarse del Maestro de Escuela, temblaba sin embargo al considerar que podía escapársele la ocasión de poseer los secretos que anhelaba. Aunque era vigoroso y estaba bien armado, tenía que habérselas con un asesino capaz de todo, y más terrible aún por su extraordinaria sagacidad… A fin de disimular el pensamiento que le agitaba, se sentó a la mesa del Maestro de Escuela y pidió un vaso por mero cumplimiento.

Brazo Rojo, después de haber dicho al bandido algunas palabras en voz baja, se puso a mirar a Rodolfo con un aire de extraña curiosidad, sardónico y desconfiado.

—Soy de opinión, mocito —dijo el Maestro de Escuela—, que si mi mujer nos dice que están en casa las personas a quienes deseamos ver, podremos hacerles nuestra visita a eso de las ocho.

—Eso sería adelantarse dos horas —repuso Rodolfo— y lo llevarían a mal.

—¿Lo creéis así?

—Estoy bien persuadido.

—Entre amigos no debería haber esa etiqueta.

—Los conozco muy bien, y os repito que no debemos ir antes de las diez.

—Parece que sois algo terco, mozalbete.

—He dicho mi parecer y no me moveré de aquí hasta que den las diez.

—No hay inconveniente; yo cierro mi establecimiento a media noche —dijo Brazo Rojo con voz femenil y chillona—. Es precisamente cuando empiezan a concurrir mis mejores parroquianos… Jamás se quejan los vecinos del ruido en mi casa.

—Ya veo que es preciso avenirse a vuestros deseos, mozuelo —dijo el Maestro de Escuela—. Vaya, no haremos nuestra visita hasta las diez.

—¡Ah, está la Lechuza! —exclamó Brazo Rojo en ademán de escuchar y respondiendo con un grito parecido al que había dado el Maestro de Escuela antes de bajar al subterráneo.

Un momento después entró sola la Lechuza en la sala del billar.

—Todo queda listo, palomo mío… ¡Cayeron en el garlito! —dijo la Lechuza al entrar.

Brazo Rojo se retiró discretamente y sin preguntar por el Cojuelo, a quien no esperaba todavía. La tuerta se sentó enfrente de Rodolfo y del bandido.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó el Maestro de Escuela.

—Por lo visto, este mozo ha dicho verdad.

—¡Ya lo veis! —interrumpió Rodolfo.

—Dejad que se explique. Vamos, Finura, ¿qué hay?

—Llegué al número 17, dejando en acecho al Cojuelo en un hoyo de la calle… Aún era de día. Llamé a una puertecita que tenía los goznes por el lado de fuera y dos pulgadas de claro sobre el umbral. Volví a llamar y me abrieron; pero antes de llamar tuve buen cuidado de meter mi marmota en la faltriquera, a fin de que me tuviesen por una vecina de la misma calle. En cuanto vi al portero me puse a lloriquear con todas mis fuerzas, me quejaba por haber perdido mi periquito, mi animalito querido, el lorito de mi corazón… Le dije que vivía en la calle de Marbœuf; andaba buscando mi loro de jardín en jardín; le pedí que me dejase entrar para ver si podía hallarlo.

—¡Diantre! —exclamó el Maestro de Escuela con un aire de orgullosa satisfacción—: ¡Vale el mundo todo esta mujer!

—¡Por cierto que sí! —dijo Rodolfo—. Pero veamos… ¿Y después?

—¿Después...? El portero me dejó buscar el animalito, y héteme aquí recorriendo todo el jardín y gritando: «¡Periquito! ¡Periquito!», sin dejar de mirar a todas partes para informarme bien de lo que había… Dentro de los muros —prosiguió la vieja—, mucho enverjado, muy buena escalera; en una esquina, por la mano izquierda, un pino tan bien cortado a manera de escala que podría subir por él una embarazada de siete meses. La casa tiene seis ventanas en el piso bajo. No tiene otro piso: cuatro tragaluces de bodega sin barras ni reja. Las ventanas son de dos hojas con clavija por abajo y pasador por arriba. No hay más que apretar contra el marco, meter el alambre y…

—Y en un tris está abierta… —se adelantó el Maestro de Escuela.

La Lechuza continuó:

—La puerta de la entrada es de cristales, y tiene persianas por el lado de fuera.

—¡Cuidado…, acordarse bien! —dijo el bandido.

—No hay duda, es el mismo sitio —dijo Rodolfo—. Parece que lo estoy viendo.

—A mano izquierda —siguió la Lechuza—, cerca del patio, hay un pozo. La cuerda podría servir, porque en esa parte no hay enverjado cerca de la pared, en el caso de que nos cortasen la retirada por la puerta… Al entrar en la casa…

—¿Y has entrado en la casa?… Ya lo veis, camarada, ha entrado también en la casa… —dijo el Maestro de Escuela con orgullo.

—Por supuesto que he entrado. Como no hallaba a mi periquito y había gritado tanto, fingí que no podía sostenerme y pedí licencia para sentarme en el umbral de la puerta. El buen hombre me dijo que entrase y me ofreció un vaso de agua con vino. «Un vaso de agua —le dije—; un vaso de agua sola, querido señor». Entonces me hizo pasar a la antesala… Todo está cubierto de tapicería; con precaución no se sentirían los pasos, ni ruido alguno al caer el vidrio de la ventana que fuese necesario romper. A derecha e izquierda, puertas con cerraduras que no valen un comino y que saltarían con un estornudo. En el fondo hay una puerta cerrada con llave, parece el alma de la casa. ¡Aquello olía a dinero! Por supuesto, yo llevaba en el cesto mi cerillo…

—Ya lo veis, camarada, anda siempre con el cerillo —dijo el bandido.

La Lechuza continuó:

—Determinada a acercarme a la puerta que olía a dinero, fingí que me daba un golpe de tos tan fuerte que me obligaba a arrimarme a la pared. Al oírme toser el señorote, dijo: «Voy a poneros azúcar en el agua». Sin duda buscó una cuchara porque oí el sonido de la plata en la pieza de la mano derecha… No te olvides, ¿entiendes, hermoso mío? Con pocas palabras: tosiendo y gimiendo me fui acercando a la puerta del fondo, y con cera que llevaba en la palma de la mano saqué el molde del agujero de la llave, como quien no quiere la cosa… Ahí tienes el molde… Si no sirve hoy servirá otro día… Ahora nos diréis si aquélla es o no la puerta del cofre fuerte —añadió la tuerta dirigiéndose a Rodolfo.

—Justamente; allí está el dinero —repuso éste; y dijo para sí: «¡Luego, Murph se ha dejado engañar por esta bruja detestable! ¡Imposible! Hasta las diez no espera ser acometido; y entonces habría tomado las precauciones necesarias».

—Pero todo el dinero no está allí —continuó la Lechuza, echando fuego por el ojo verde—. Al acercarme a las ventanas con la excusa de que buscaba mi loro, he visto algunos talegos de escudos sobre el escritorio de uno de los cuartos que hay al lado izquierdo de la puerta… Los he visto tan claramente como te estoy viendo a ti, mi amor… Había más de una docena.

—¿Y el Cojuelo? —dijo bruscamente el Maestro de Escuela.

—Metido en su agujero…, a dos pasos de la puerta del jardín… De noche ve como un gato. Como no tiene otra entrada el número 17, cuando vayamos nos dirá si ha llegado alguna persona.

—Bien está… —dijo el Maestro de Escuela.

Y apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando se arrojó de improviso sobre Rodolfo, y asiéndolo por el cuello lo precipitó en la cueva que estaba abierta detrás de la mesa…

Fue tan súbito, tan inesperado y vigoroso este ataque, que Rodolfo no tuvo tiempo para preverlo ni evitarlo. La Lechuza dio un grito de espanto, aunque no vio el resultado de esta lucha momentánea; y luego que cesó el ruido que hizo el cuerpo de Rodolfo al caer por la escalera, el Maestro de Escuela, que conocía bien los subterráneos de la casa, bajó lentamente a la cueva, aplicando el oído con sumo cuidado.

—¡Mira cómo vas, amoroso!… ¡Cuidado! —gritó la horrenda tuerta inclinándose sobre la trampa—. ¡Saca el churi!

El bandido desapareció sin responder una palabra. Ningún ruido se oyó al principio; pero al cabo de algunos instantes resonaron en el fondo de la cueva los goznes de una puerta, y todo volvió a quedar en silencio.

La obscuridad era completa. La Lechuza sacó del cesto un fósforo, lo encendió y extendióse por la sala una lúgubre claridad.

Salía en aquel momento por la trampa el rostro monstruoso del Maestro de Escuela… La Lechuza no pudo contener una exclamación de espanto al ver aquella cabeza pálida, llena de costurones, horrible, con los ojos fosfóricos, que parecía arrastrarse por el suelo en medio de las tinieblas, alumbradas apenas por la moribunda luz del cerillo… Algo recobrada la vieja de su primera sorpresa, gritó con cierto aire de maléfica adulación:

—¡Qué espantoso tienes que ser, amor del alma, cuando me diste miedo… a mí!…

—Pronto, pronto…, a la calle de las Viudas —dijo el bandido echando una barra de hierro a la puerta de la trampa: de aquí a una hora no será ya tiempo. Si es un lazo que nos quieren tender, aún no está armado a estas horas… Si no lo es, bastamos para dar el golpe.

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