11 marzo

1.18. El enfermero

Rodolfo, salvado de las garras de la muerte por el Churiador, y conducido a la casa de la calle de las Viudas, la cual había explorado la Lechuza antes del asalto del Maestro de Escuela, se hallaba acostado en una habitación bien amueblada. En la chimenea resplandecía un vivísimo fuego, y un quinqué puesto sobre una cómoda derramaba su luz por todo el aposento. Sólo el lecho de Rodolfo estaba en la obscuridad, rodeado de densas cortinas de damasco verde.

Un negro de mediana estatura, de cabello y cejas blancas y con una cinta verde en el ojal del frac azul, tenía en la mano izquierda un reloj de segundos, en el cual fijaba la vista mientras contaba con la derecha los latidos del pulso de Rodolfo.

Miraba el negro a Rodolfo, que estaba dormido, con la expresión más compasiva y afectuosa.

El Churiador, cubierto de harapos y de lodo, e inmóvil al pie de la cama, tenía las manos cruzadas sobre la boca: su barba roja y el pelo color de lino estaban revueltos y empapados en agua, y en sus facciones color de bronce se leía la tierna compasión que le inspiraba la grave situación del enfermo. Apenas se atrevía a respirar y contenía el fatigado aliento. Mas lleno de impaciencia al ver la actitud reflexiva del médico y temiendo un pronóstico funesto, se atrevió a hacer en voz baja esta reflexión sin apartar la vista de Rodolfo:

—¿Quién diría, al verlo tan postrado, que es el mismo que me solfeó tan bien las mandíbulas con aquellos puñetazos de despedida? ¡Ojalá sane pronto, aunque para estirar los miembros y ponerse fuerte tenga que hacer ejercicios sobre mi persona! De este modo, sacudiría los malos humores… ¿No es verdad, señor doctor?

Una ligera seña con la mano fue la única respuesta del negro.

El Churiador volvió a guardar silencio.

—¡La bebida! —dijo el doctor.

Dirigióse al momento de puntillas a la cómoda el Churiador, el cual estaba descalzo, pues había dejado sus zapatos herrados a la puerta del aposento; pero al andar sacaba la rodilla de un modo tan extraño, y eran tales sus contorsiones y piruetas, el arqueo de sus brazos y el alternativo subir y bajar de los hombros, que sólo en tan seria ocasión podía dejar de ser objeto de risa. El infeliz pretendía atraer todo su peso a la parte del cuerpo que no tocaba el suelo. Pero las tablas del piso rechinaban, a pesar del tapiz, a cada paso que daba. Anhelando salir airoso de su servicio y temiendo que se le escapase el frágil frasquillo, lo apretó de tal modo en la mano callosa que lo rompió en pedazos, y la poción se derramó por el suelo.

Quedó inmóvil el Churiador ante tal desastre, con una pierna en el aire, los dedos del pie encogidos, lleno de confusión y mirando alternativamente al doctor y al cuello del frasco que conservaba aún en la mano.

—¡Torpe! —exclamó el negro con impaciencia.

—¡Qué bruto soy! —añadió el Churiador apostrofándose a sí mismo.

—Felizmente te has equivocado —dijo el galeno mirando a la cómoda—: había pedido el otro frasco.

—¿Aquel pequeñito, colorado?

—¿Pues cuál ha de ser, si no hay otro?

Giró el Churiador sobre los talones, conforme a su antigua usanza militar, y deshizo con ellos los pedazos de vidrio que estaban en el suelo. Otros pies más delicados se hubieran llenado de heridas; pero el ex-descargador tenía un par de sandalias naturales tan duras como el casco de un caballo.

—Mira cómo andas, que vas a lastimarte —dijo el médico.

El Churiador no hizo el menor caso de esta amonestación. Absorto en el cumplimiento de su nueva misión, que quería desempeñar airosamente para borrar el efecto de la primera, cogió el frágil pomito entre dos dedos, con un escrúpulo y una delicadeza admirables… Una mariposa no hubiera dejado el menor átomo de sus alas entre el pulgar y el índice del Churiador.

El doctor tembló al pensar que un exceso de precaución podía traer consigo una nueva catástrofe; pero felizmente se salvó el frasquillo. Al volver hacia el lecho, rompió otra vez con los pies los vidrios que había en el suelo.

—Mira que te estropeas, ¡desdichado! —dijo en voz baja el doctor.

El Churiador le miró con sorpresa y repuso:

—¿Me estropeo, señor médico?

—Has pisado ya dos veces esos vidrios.

—No os dé cuidado, señor médico: Tengo las plantas de los pinreles tan duras como una tabla.

—¡Una cucharilla! —dijo el doctor.

Volvió a empezar el Churiador sus evoluciones y llevó al médico lo que le había pedido… Luego que Rodolfo hubo tomado algunas cucharadas de la poción, hizo un ligero movimiento con la cabeza y con las manos.

—¡Bien! —dijo el médico—, salió del letargo. La sangría le ha sacado de peligro.

—¿Está fuera de peligro? ¡Bravo, viva la Constitución! —gritó el Churiador en un acceso de alegría.

—¡Callad, hombre, por Dios; no hagáis ruido! —le dijo el negro.

—Bien está, señor médico; me callaré.

—El pulso se va ordenando… ¡Muy bien!

—¿Y el pobre amigo del señor Rodolfo? ¡Ah!, cuando sepa… Pero por fortuna ya…

—¡Silencio!

—Es verdad, señor médico.

—Vamos, sentaos y callad.

—Pero señor, el…

—Sentaos, os digo. Me incomodáis y distraéis mi atención con andar alrededor de mí. ¡Vamos, sentaos!

—Señor médico, estoy más sucio que un lechón, y mancharía los muebles.

—Entonces sentaos en el suelo.

—Mancharé la alfombra.

—Pues haced lo que os dé la gana; pero os ruego que no os mováis de un sitio —dijo con impaciencia el doctor, y sentándose otra vez en la silla de brazos, apoyó la cabeza en ambas manos.

El Churiador, después de haber discurrido un momento, menos por necesidad que tuviese de descanso que por obedecer al médico, cogió una silla con indecible precaución, la tendió en el suelo con el respaldo sobre la alfombra, muy satisfecho de su invención y con el modesto fin de sentarse en los palos delanteros para no mancharla. Hizo toda esta operación con el esmero más delicado; pero ignoraba por desgracia las leyes de la palanca y de la gravedad; y así es que la silla se rompió, y tendiendo el desventurado los brazos por un movimiento involuntario se llevó tras sí un velador en el cual había un plato, una taza y una tetera.

Dio un salto en la silla el doctor y se levantó de repente al oír el estrepitoso ruido, al paso que Rodolfo despertó sobresaltado, se incorporó en la cama, miró alrededor de sí y dijo con inquietud en voz alta:

—¡Murph!, ¿dónde está Murph?

—Sosiéguese V. A. R. —dijo respetuosamente el negro—. Da muchas esperanzas de vida.

—¿Está herido? —gritó Rodolfo.

—¡Ah!, sí, señor.

—¿Dónde está?… Quiero verlo…

Intentó levantarse; pero volvió a caer postrado y vencido por el agudo dolor de las contusiones, agravado por el esfuerzo que hizo en ese momento.

—Deseo ver a Murph. Llevadme junto a él, ya que no puedo moverme —volvió a gritar Rodolfo.

—Señor, está reposando, y no sería prudente causarle una emoción violenta.

—¡Ah, me engañáis! ¡Ha muerto!… ¡Ha muerto asesinado!… ¡Santo Dios!… ¡Y he sido yo la causa de su muerte! —gritó con acerbo dolor, levantando las manos al cielo.

—S. A. R. sabe que no soy capaz de mentir… Aseguro a V. A. por mi honor que el señor Murph vive… Y aunque está gravemente herido, hay casi una certeza de poder salvarlo.

—Queréis prepararme para alguna noticia funesta… Su situación es sin duda desesperada.

—Señor…

—Sí, estoy seguro… Me engañáis… Quiero verle ahora mismo… La presencia de un amigo es siempre saludable…

—Os ruego que me creáis, señor: os afirmo por mi honor que el señor Murph estará pronto sano; a menos que no sobrevenga algún accidente inesperado.

—¿Podré creeros...? ¿Es cierto lo que decís, mi querido David?

—Sí, creedme, señor.

—Pues bien: sabéis la consideración en que os tengo y la confianza que os he dispensado desde que estáis en mi casa… Pero, escuchad: si fuese necesaria una junta, una consulta…

—Ése ha sido mi primer pensamiento; mas ahora estoy seguro de que sería del todo inútil… Y además no he querido introducir en la casa gente extraña antes de saber si vuestras órdenes de ayer…

—Pero, ¿cómo ha sido todo esto? —dijo Rodolfo interrumpiendo al negro—. ¿Quién me ha sacado del subterráneo en donde me estaba ahogando ayer?… Tengo una idea confusa de haber oído la voz del Churiador. ¿Me habré engañado?

—No, monseñor; ese mozo puede informaros de todo, porque fue el autor de vuestra salvación.

—¿Dónde está?

El doctor miró a uno y otro lado para llamar al improvisado enfermero, que confuso y avergonzado de su caída se había escondido detrás de las colgaduras de la cama.

—Aquí está —dijo el médico—; no se atreve a presentarse.

—Acércate; ven acá sin recelo, amigo mío —dijo Rodolfo alargando la mano a su salvador.

La confusión del pasmado Churiador era tanto mayor, porque acababa de oír que el médico daba a Rodolfo los tratamientos de Monseñor y de V. A.

—Vamos, acércate; ¡dame la mano! —repitió Rodolfo.

—Perdonad, señor…, no; señor, no; yo quería decir monseñor…, su alteza…, pero…

—Llámame señor Rodolfo, como siempre… Quiero más bien que me trates así.

—También a mí me gustaría más, porque se me va la boca para… Pero mi mano, perdonad…; he hecho hoy tantas cosas con ella…

—¡Qué importa! Venga la mano.

Vencido por las instancias del enfermo, alargó con timidez la mano, y Rodolfo se la apretó cordialmente.

—Vamos a ver; siéntate y cuéntame todo… ¿Cómo has dado con la cueva?… ¿Y el Maestro de Escuela?

—Está aquí, bien amarrado —dijo el negro.

—Bien amarrados, por cierto, así él como la Lechuza. ¡Qué muecas harán! Vaya, a estas horas deben de haberse puesto de ropa de pascuas el uno al otro.

—¿Y Murph? ¡Ah!, cuánto me acuerdo de él… ¿David, en dónde recibió la herida?

—En el lado derecho, señor, y por fortuna sobre una costilla falsa.

—¡Oh, es preciso tomar una venganza terrible!… ¡David, cuento con vos!…

—Ya lo sabéis, señor; os tengo consagrada mi existencia —repuso el negro con fría calma.

—Pero tú, querido mío, ¿cómo has llegado aquí tan oportunamente? —dijo Rodolfo al Churiador.

—Si gustáis monseñ… no, señor…, alteza Rodolfo…, empezaré por el principio.

—Que me place: empieza ya; pero cuidado, llámame señor Rodolfo no más.

—Bien está… Pues, señor Rodolfo, como digo, ya os acordáis de que ayer tarde, volviendo del campo a donde habíais ido con la Cantaora, me dijisteis: «Procura ver al Maestro de Escuela en la Cité y decirle que sabes dónde se puede dar un buen golpe, pero que no quieres tomar parte en él. Bríndale con tu lugar, y si lo toma, que se presente mañana (esta mañana) en la barrera de Bercy, junto al Canastillo Florido, que allí se encontrará con la persona que ha preparado el negocio».

—¿Y luego?

—Y luego, nada más dejaros me fui a la Cité… Entré en casa de la Pelona y no estaba allí el Maestro de Escuela. Subí por la calle de San Eloy, pasé por la de Fèves, por la de la Ropería Vieja… Ni por pienso… Por fin, al llegar al atrio de Nuestra Señora lo vi con la bruja de la Lechuza en la tienda de un sastrezuelo revendedor, alcahuete y ladrón, todo en una pieza. Estaban comprando algunas cosas de lance, sin duda con el dinero que habían robado al señor alto que os andaba buscando. La Lechuza ajustaba un chal encarnado… ¡Bruja del demonio!… Desembuché mi cuento al Maestro de Escuela, y me dijo que le tenía cuenta y que no faltaría a la cita. «¡Hecho!», dije para mí… Esta mañana he venido aquí a deciros lo que había, según me ordenasteis ayer cuando me dijisteis: «Pues bien, vuelve mañana antes del amanecer; pasarás el día en la casa; y por la noche…verás algo nuevo». Nada más añadisteis; pero yo comprendí bien, porque a buenos entendedores… Dije yo entonces para mí: «Ésta es una trampa que le arman al Maestro de Escuela… Maldito lo que me importa. Es un bribón redomado… Asesinó al boyero, y aun dicen que a otra persona en la calle de Roule… Redomado».

—Mi falta estuvo en no decírtelo todo… Acaso no hubiera sucedido este desastre.

—Ésa es cuenta vuestra, señor Rodolfo. Lo que a mí me importaba era serviros… porque, en una palabra, yo no sé cómo es, pero os tengo un aquél, una inclinación tan grande, que… Hablemos de otra cosa. Pues, señor, como iba contando, dije acá para mí: «El señor Rodolfo me paga el tiempo; luego, mi tiempo le pertenece y debo emplearlo en su servicio…» Esta reflexión dio pie a otra idea, y me volví a decir: «El Maestro de Escuela es muy lagarto, va a sospechar que le arman una zancadilla… Es verdad que el señor Rodolfo le propondrá mañana el negocio; pero el bribón es capaz de venir hoy por aquí a reconocer el sitio, y si desconfía del señor Rodolfo traerá otro consigo y dará hoy mismo el golpe por su cuenta. Por si acaso me esconderé por ahí en algún sitio, desde donde pueda ver los muros y la puerta del jardín, que otra no tiene… Si hubiera un rincón donde meterme… Aunque llueve, pasaría en él todo el día; y sobre todo la noche; y mañana de madrugada, iría a ver al señor Rodolfo». Volví pues a la calle de las Viudas para agazaparme por allí. Pero, ¿qué es lo que veo? Nada menos que una tabernilla a diez pasos de vuestra puerta… Me instalo en la buena de la taberna, cerca de una ventana, pido un azumbre de vino y un cuarterón de nueces, y digo que estoy esperando a un amigo jorobado y a una mujer alta, con lo cual me pareció que nadie maliciaría. En seguida me puse a mirar hacia vuestra puerta… ¡Santa Bárbara, cómo caía el agua!, parecía un diluvio. No pasaba un alma y la noche se venía encima.

—Pero, ¿cómo has entrado en mi casa? —preguntó Rodolfo interrumpiéndole.

—Me habíais dicho, señor Rodolfo, que volviese al día siguiente por la mañana, y no quise venir antes por no parecer entrometido… Pues como iba diciendo, estaba a la ventana echando mis tragos y comiendo mis nueces, cuando allá por entre la niebla veo aparecer a la Lechuza con el mono de Brazo Rojo, es decir, con el Cojuelo por otro nombre. ¡Hola!, dije para mí… Ya viene el nublado… ¡Ahora sí que aprieta! En efecto, el Cojuelo se metió como un topo en una de las zanjas que hay enfrente de vuestra casa, como para abrigarse del aguacero… La Lechuza se quitó la marmota, la metió en la faltriquera y llamó a la puerta. ¿Quién os parece que vino a abrirla? Vuestro amigo Murph en persona, señor Rodolfo. En esto, la tuerta empezó a estirar los brazos y a hacer aspavientos, y entró corriendo en el jardín. Yo estaba en ascuas y me daba al diablo porque no podía adivinar lo que quería hacer la Lechuza… Por último volvió a salir, se puso el gorrete, dijo dos palabras al Cojuelo, que se quedó en el agujero, y tomó las de Villadiego… ¡Alto aquí!, me dije: «Vamos echando cuentas… El Cojuelo ha venido con la Lechuza; luego, el Maestro de Escuela y el señor Rodolfo se quedaron en la taberna de Brazo Rojo. La Lechuza vino a reconocer la casa; luego, no hay duda de que dan el golpe esta misma noche. Si lo dan esta misma noche, cayó en el garlito el señor Rodolfo, que piensa que no habrá nada hasta mañana. Si el señor Rodolfo cayó en el garlito, tengo que ir a casa de Brazo Rojo para ver cómo anda el negocio… Sí, pero si mientras tanto llega el Maestro de Escuela…, no hay duda… Pues bien, entonces voy a entrar en la casa para decir al señor Murph que abra bien los ojos… Pero el diablo del Cojuelo está cerca de la puerta, y si me ve y me oye llamar avisará a la Lechuza, y entonces todo se lo lleva la trampa… Además de que puede ser que el señor Rodolfo haya arreglado de otro modo el negocio para esta noche…» ¡Rayos!, no sabía qué hacer; mi cabeza parecía un horno con tanto discurrir y no veía más que fuego. Por último, me dije: voy a salir, que estando fuera discurriré mejor. En efecto, discurrí. ¿Qué hago? Voy y me quito la blusa y la corbata, me acerco a la cueva del Cojuelo, lo agarro por el pellejo de la espalda y por más que chilla, y pernea, y me araña y me muerde, lo envuelvo en la blusa, lo ato por un lado con las mangas y con la corbata por otro, dejándole modo de respirar, y con el fardo debajo del brazo me dirijo al muro bajo de un jardín que allí cerca estaba; echo el Cojuelo a volar y va a dar consigo allá entre unas coles. ¡Cómo gruñía!, parecía un lechón; pero con el viento y la lluvia, a dos pasos de distancia no se le oía más que si estuviera muerto. Hecho esto, me escabullo como puedo y me subo a uno de los árboles altos que hay enfrente de vuestra puerta, sobre la misma zanja en que había estado el Cojuelo. Al cabo de diez minutos oí pasos. Llovía a todo llover y la noche estaba como boca de lobo… Apliqué el oído y, ¿quién pensáis que era?… La Lechuza.

—«¡Cojuelo!… ¡Cojuelo!…» —llamó en voz baja—. «Está lloviendo a cántaros, y el demonio del escarabajo se habrá cansado de esperar» —dijo enfurecido el Maestro de Escuela—. «¡Si me cae en las uñas lo desuello vivo!». —«¡Anda con cuidado, amoroso!» —dijo la Lechuza—. «Puede ser que haya ido a darnos algún aviso. ¿Y si todo esto fuese una trampa para cogernos?… El otro no quería dar el golpe hasta las diez…». —«Pues, por eso mismo» —repuso el Maestro de Escuela—. «No son más que las siete. Tú has visto el dinero, ¿no es verdad?… —Quien no se aventura, no pasa la mar. Dame la ganzúa y la lima sorda».

—¿Llevaban esos instrumentos? —preguntó Rodolfo, admirado.

—Venían de casa de Brazo Rojo, que la tiene llena de todo lo necesario… La puerta se abrió en un instante… «Quédate ahí —dijo el Maestro de Escuela a la Lechuza—: cuidado con oír algo». «Pon el puñal en un ojal del chaleco para tenerlo más a mano» —dijo la tuerta; y el Maestro de Escuela entró en el jardín, Al ver esto me bajo del árbol, corro hacia la Lechuza, la atolondro con dos puñetazos… Me precipito al jardín; pero, ¡demonios!… Era demasiado tarde.

—¡Pobre Murph!

—Se revolcaba con el Maestro de Escuela en la escalerilla de la entrada, y aunque estaba herido se mantenía firme sin pedir socorro. Entonces me dije: «¡Qué hombre tan leal! es como los perros de casta: mucho colmillo y poco ladrar…» Y en esto, me echo sobre los dos y agarro al Maestro de Escuela por el gañote, única parte disponible por el momento. ¡Viva la Constitución! ¡Soy yo, el Churiador! ¡Somos dos, señor Murph! —«¡Ah, ladrón!, ¿de dónde sales tú?» —me gritó el Maestro de Escuela, espantado—. «¡Déjate de preguntas!» —le respondí apretándole una pierna con mis rodillas y agarrándole de firme un brazo… Era el bueno…, el del puñal… «¿Y el señor Rodolfo?» —me preguntó el señor Murph, sin dejar por eso de ayudarme en la faena.

—¡Amigo fiel, hombre valeroso! —exclamó Rodolfo.

—«Nada sé de él —le respondí—. Puede ser que lo haya matado este perillán…». Y cargué de nuevo sobre el Maestro de Escuela, que quería llegarme con el puñal; pero como yo estaba echado de pechos sobre su brazo y sólo tenía libre la muñeca, no pudo tocarme el bulto. —«¿Estáis solo?» —pregunté al señor Murph sin dejar de pelear con el Maestro de Escuela—. «Hay gente cerca, pero no me oirían gritar» —me respondió—. «¿Están lejos?». —«Diez minutos». —«Gritemos, pidamos socorro por si pasa alguno que nos oiga». —«Eso no (me replicó); ya que le tenemos aquí, no debemos consentir que nadie se lo lleve… Me siento desfallecer… Estoy herido…». —«¿Qué rayo hacemos entonces? Corred a buscar socorro, si tenéis ánimo. Yo procuraré sujetarlo». En esto, se marcha el señor Murph y yo me quedo solo con el Maestro de Escuela. ¡Cáspita! no es por alabarme, pero hubo momentos en que no estaba a mi gusto… Estábamos medio en el suelo y medio en el último paso de la escalera… Yo tenía abrazado por el pescuezo al ladrón… Y mi cara contra la suya… El bandido bufaba como un buey y rechinaba los dientes… La noche estaba como la pez… La lluvia caía a mares… La lámpara que había quedado en la entrada nos daba alguna luz. Yo le había enlazado una pierna con las mías… Pero como tiene los riñones tan fuertes, se levantaba conmigo a más de una cuarta del suelo. Quería morderme, pero no podía. Jamás he tenido tanto vigor. ¡Caramba!, me saltaba el corazón… Advertí que me hallaba en el caso del que se agarra a un perro rabioso para que no muerda a la gente… —«Si me dejas escapar no te haré daño ninguno», me dijo el Maestro de Escuela con voz sofocada—. «¡Ah, cobarde! —le repliqué—: Luego, toda tu valentía consiste en tu fuerza, y no hubieras asesinado al boyero de Poisy si hubiera sido tan fuerte como yo, por lo menos, ¿eh?». —«No. Pero te voy a matar como a él»—. Y al decir esto, dio un respingo tan violento apretando al mismo tiempo las piernas, que casi me puso por debajo… Si entonces no le hubiera sujetado bien el brazo del puñal…, adiós mundo para mí… Como en aquel momento tenía en falso el brazo izquierdo, aflojé los dedos… y todo se lo llevaba la trampa… Entonces me dije: «Yo estoy debajo y él está encima, y va a matarme. Pero no importa; no le envidio la fortuna… El señor Rodolfo me ha dicho que tenía corazón y honor… Ahora sé que es verdad…» Estando en esto, descubro a la Lechuza de pie junto a la escalera, con su ojo redondo y su chal encarnado… La bruja me parecía una pesadilla… —«Finura —gritó el Maestro de Escuela—, mira que se me cayó por ahí el puñal. Búscalo… por ahí…, debajo de él…, y dale de firme entre las paletillas… ¿Entiendes?… Dale firme». —«Bueno, bueno, palomo; aguarda un poco». Y la Lechuza empezó a buscar y buscar alrededor de nosotros: parecía un pájaro viejo de mal agüero… Por fin vio el puñal y estaba para arrojarse a él…, cuando en este medio tiempo, yo, que estaba panza abajo, le arreo una patada con el talón en el estómago y la mando a volar por el aire; pero al instante volvió sobre mí con un refunfuño que daba miedo. Aunque ya no podía más, me mantenía aún agarrado al Maestro de Escuela; pero me daba por debajo unos puñetazos tan fuertes en la cara, que iba a dejarlo todo, cuando aparecen tres o cuatro hombres armados en el descanso de la escalera, y con ellos el señor Murph, descolorido y arrimado al señor médico. Atrapan al Maestro de Escuela y a la Lechuza y los trincan con fino talento y urbanidad… «Vamos a otra cosa», me dije. ¿Y el señor Rodolfo?… Salto sobre la Lechuza y, acordándome del diente de la pobre Cantaora, la cojo por un brazo y se lo retuerzo diciéndole: —«¿Dónde está el señor Rodolfo?». No me respondía palabra, mas a la segunda vuelta que di al torno me gritó—: «En casa de Brazo Rojo, en la cueva, en el Corazón Sangriento…». Bueno, dije yo… Al paso quise recoger al Cojuelo entre las coles, porque era mi camino… Busco y rebusco y no encuentro nada más que mi blusa, que había rasgado con los dientes. Llego al Corazón Sangriento, échome al pescuezo de Brazo Rojo… «¿Dónde está el mozo que ha venido aquí esta noche con el Maestro de Escuela?». —«No me aprietes tanto, que ya te lo diré: han querido pegarle un chasco y está metido en esa bodega que voy a abrir». Bajamos a la cueva… Nada…, ni una alma. —«Puede ser que haya salido mientras estuve de espaldas a la trampa —dijo Brazo Rojo—; ya ves que no está aquí». Ya me volvía muy triste, cuando a la luz de la linterna descubro otra puerta en el fondo de la cueva. Arrójome a ella, tiro hacia mí y recibo como si dijéramos una hisopada en el hocico… Os veo con los brazos fuera del agua, os pesco, os echo sobre mis costillas y os traigo aquí después de ver que no había quien fuese a buscar un coche. Esto pasó, señor Rodolfo… Y a la verdad, no es por alabarme, pero estoy contento con la cosa hecha.

—Querido mío, te debo la vida… Es una deuda que pagaré: vive seguro. David, ¿queréis ir a ver cómo está Murph? Volved al punto a informarme —dijo Rodolfo.

El negro salió del aposento.

—¿Sabéis dónde está el Maestro de Escuela, amigo mío?

—En la sala baja con la Lechuza. ¿Queréis llamar a la guardia, señor Rodolfo?

—No.

—¿Tenéis ánimo de soltarlos?… ¡Ah, señor Rodolfo!, no os andéis con generosidades… Os digo y os repito que es un perro rabioso… Andad con cuidado…

—¡No morderá más a nadie…, pierde cuidado!

—¿Queréis encerrarlo en alguna parte?

—No… Dentro de media hora saldrá de aquí.

—¿El Maestro de Escuela?

—Sí.

—¿Sin gendarmes?

—Sí.

—¿Saldrá de aquí… libre?

—Saldrá libre.

—¿Y solo?

—Solo.

—¿Pero irá…?

—Adonde quiera… —dijo Rodolfo interrumpiendo al Churiador con una sonrisa siniestra.

El negro volvió a entrar en el aposento.

—¿Cómo está Murph, David?

—Durmiendo, monseñor —dijo con tristeza el médico—. La respiración está algo oprimida.

—Sigue estando en peligro, ¿verdad?

—Su estado es bastante grave, monseñor… Pero debemos esperar…

—¡Ah, Murph!…, ¡querido Murph!… ¡Venganza!… ¡Venganza!… —gritó Rodolfo con un furor concentrado. Y luego añadió—: David…, una palabra…

Y habló en voz baja al oído del negro.

Éste se estremeció.

—¿Tembláis? —le dijo Rodolfo—. Tiempo ha que sabéis mi intención… Ha llegado el momento de realizarla.

—No tiemblo, monseñor… Esa idea encierra una completa reforma penal digna del estudio de los mejores casuistas de derecho criminal; porque esa pena sería… terrible…, eficaz…, y produciría las más de las veces el arrepentimiento… En este caso es aplicable. Sin enumerar los crímenes que echarían a presidio perpetuo a ese bandido…; ha cometido tres asesinatos: el boyero, Murph y vos… Es de justicia.

—Y aún después le quedará un campo…, un horizonte sin límites para la expiación… —añadió Rodolfo. Después de un momento de silencio, continuó—: ¿Le bastarán cinco mil francos, David?

—Sí, monseñor.

—Querido mío —dijo Rodolfo al Churiador, que estaba asombrado—, tengo que hablar a solas con el señor. En el cuarto inmediato, sobre el escritorio, hallarás una cartera encarnada; saca de ella cinco billetes de a mil francos y tráemelos…

—¿Para quién son esos cinco mil francos? —dijo involuntariamente el Churiador.

—Para el Maestro de Escuela… Y al mismo tiempo dirás que le traigan aquí.

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