09 febrero

1.12. La quinta

La quinta adonde Rodolfo condujo a Flor de María estaba situada en un extremo de la aldea de Bouqueval, pequeña parroquia solitaria, ignorada y metida en una quebrada a dos leguas de Ecouen. El coche bajó por el camino que había indicado Rodolfo, y siguió luego por la llanura entre hileras de cerezos y manzanos. Las ruedas giraban en silencio sobre el césped corto y fino que cubre generalmente los caminos vecinales.

Flor de María estaba callada y abatida, y Rodolfo casi se arrepintió de haber causado la impresión dolorosa que manifestaba su semblante.

El coche pasó por delante del corral de la quinta, atravesó un espeso olmedal y se paró delante de un pequeño pórtico de madera a la rústica, y medio oculto bajo un frondoso emparrado cuyas hojas empezaba a marchitar el otoño.

—Hemos llegado ya, Flor de María —dijo Rodolfo—.¿Estáis contenta?

—Sí lo estoy, señor Rodolfo… Pero me parece que voy a tener vergüenza delante de la señora. No me atreveré a mirarla…

—¿Por qué, hija mía?

—Tenéis razón, señor Rodolfo… No me conoce.

Y la Cantaora reprimió un suspiro.

Se esperaba sin duda en la quinta la llegada de Rodolfo, porque al punto que el cochero bajó el estribo, se presentó en el pórtico y se adelantó hacia él con ademán respetuoso una mujer de fisonomía dulce y atractiva, de unos cincuenta años y vestida como las arrendatarias ricas de las cercanías de París.

El rostro de la Cantaora se cubrió de un finísimo carmín; después de un momento de duda, bajó del coche.

—Buenos días, señora Adela —dijo Rodolfo a su arrendataria—. No diréis que falto a mi palabra.

Y volviéndose al cochero, le puso algún dinero en la mano y le dijo:

—Puedes volverte a París.

El cochero era un hombre bajo y regordete, con el sombrero calado hasta los ojos, y la cara tapada casi enteramente por el cuello de un levitón forrado en grosera piel. Metió el dinero en el bolsillo y sin decir una palabra subió al pescante, hizo resonar el látigo y desapareció al momento entre la arboleda.

Flor de María se acercó a Rodolfo inquieta y turbada, y le dijo en voz baja para que no pudiese oír la arrendataria:

—¡Dios mío! ¿Qué habéis hecho, señor Rodolfo? ¿Habéis despedido al coche?…

—Es claro.

—¿Y la Pelona?

—¡Qué importa la Pelona?

—¡Ah!… Tengo que volver a su casa esta noche… No hay remedio… Por fuerza, señor Rodolfo. Si no, me tendría por una ladrona… Los vestidos que traigo son suyos… Y le debo… Perdonad…

—Tranquilizaos, hija mía. Yo soy quien debe pediros perdón…

—¡Perdón!… ¿De qué?

—De no haberos informado que no debéis nada a la hostelera y que podéis quedaros aquí si es vuestra voluntad. Cambiaréis esos vestidos por otros que os dará la señora Adela. Es casi de vuestra misma talla y tendrá mucho gusto en prestároslos… Ya veis cómo empieza a hacer su papel de tía.

La Cantaora creía estar soñando. Miraba a Rodolfo y a la arrendataria sin comprender lo que pasaba.

—¡Cómo? —dijo con voz trémula y palpitante—. ¿No volveré más a París?… ¿Puedo quedarme aquí?… ¿La señora… me permitirá?… ¡Oh! ¿Será posible?… ¡Aquel hermoso sueño!…

—Aquí lo tenéis realizado.

—¡Oh, no! No es posible… Sería demasiada felicidad.

—La felicidad nunca puede ser demasiada, Flor de María…

—¡Ah! Señor Rodolfo, por piedad no me engañéis… Mirad que me haríais mucho mal.

—Creedme, amada niña —dijo Rodolfo con voz afectuosa, pero con un tono de dignidad que Flor de María no había notado en él hasta entonces—: os lo repito; desde hoy podéis, si os place, hacer al lado de la señora Adela esa vida cuyo cuadro os ha cautivado tanto. Aunque la señora Adela no sea vuestra tía, os profesará el más tierno cariño; pero podréis pasar por sobrina suya entre las personas de la quinta, y esta leve mentirijilla hará más agradable vuestra situación… Os vuelvo a repetir, Flor de María, que haréis todo esto si os agrada. Cuando os pongáis vuestro trajecito de aldeana, os llevaremos a ver vuestra favorita, la Saltarina, hermosa ternera blanca como la nieve, que está aguardando el collar prometido… También visitaremos a vuestros amigos los pichones y la lechería; y recorreremos toda la finca. Deseo cumplir mi palabra.

Flor de María juntó las manos con vehemencia. La sorpresa, el gozo y la gratitud se pintaron en su extasiada fisonomía. Sus ojos se arrasaron de lágrimas, y exclamó:

—¡Señor Rodolfo!, ¿sois algún ángel del Señor, que así hace bien a los desgraciados sin conocerlos…, y los libráis de la vergüenza y de la miseria?…

—¡Pobre niña! —repuso Rodolfo con una sonrisa melancólica de profunda e inefable bondad—; aunque joven aún, he padecido mucho: he perdido una hija que tendría ahora vuestra edad… Esto os explicará mi compasión hacia los que padecen… Y por vos especialmente. Flor de María, o más bien María, id con la señora Adela… Sí, María, conservad desde hoy este nombre, dulce y hermoso como vos. Antes de marcharme tendré que hablaros. Quedaréis contenta y dichosa.

Flor de María no respondió; hizo una inclinación doblando las rodillas, cogió la mano de Rodolfo, y antes que éste pudiese impedirlo la llevó respetuosamente a los labios con un movimiento lleno de gracia y de modestia, y luego siguió a la arrendataria, quien la contemplaba con profundo interés.

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