12 febrero

1.14. La cita

A las doce en punto de la mañana que siguió al día en que Rodolfo había confiado la Cantaora al cuidado de la señora Adela, se hallaba aquél en traje de jornalero no muy lejos de la puerta de la taberna llamada El Canastillo Florido, a un paso de la barrera de Bercy.

A las diez de la noche del día anterior el Churiador había concurrido puntualmente a la cita con Rodolfo, cuyo resultado veremos más adelante. Era, pues, mediodía y el agua caía a torrentes. El Sena había crecido tanto con las lluvias casi continuas que llegaba a una altura extraordinaria e inundaba una parte del muelle. Rodolfo miraba de cuando en cuando con impaciencia hacia el lado de la barrera; por último, descubrió a un hombre y una mujer que se adelantaban cubiertos con un paraguas, y reconoció a la Lechuza y al Maestro de Escuela.

Estos dos personajes se habían transformado completamente: el bandido había depuesto su aire de brutal ferocidad, en lugar del mal vestido con que le había visto Rodolfo llevaba levita de paño verde, sombrero redondo, y su corbata y camisa eran de una extremada blancura. Sin la espantosa fealdad de su rostro y el horrible fuego de ese mirar incierto, cualquiera habría visto en él un hombre pacífico y honrado.

La tuerta llevaba en lugar de sus asquerosos trapajos una toca blanca, un gran chal de felpa de seda, y portaba en el brazo un canastillo.

Cesó la lluvia por un momento, y venciendo Rodolfo el horror que le causaba la espantosa pareja, se adelantó hacia ella. El Maestro de Escuela había sustituido al caló de la taberna un lenguaje casi cortesano, que anunciaba un talento cultivado y hacía un extraño contraste con sus inclinaciones sanguinarias. Luego que Rodolfo se aproximó, le saludó el bandido con una inclinación, y la Lechuza hizo también su reverencia.

—Caballero…, vuestro servidor… —dijo el Maestro de Escuela—. Os ofrezco mi respeto, y me alegro de conoceros… O más bien de volver a veros… Porque anteayer os habíais introducido en mi gracia con unos puñetazos que podrían aturdir a un elefante… Pero no hablemos de esto ahora: ha sido una broma de vuestra parte… Estoy seguro… Una pura broma. Dejemos a un lado ese extraño lance, porque hoy nos reúnen graves intereses… Había visto a las once de la noche en la taberna al Churiador. Le dije que saliese esta mañana a este mismo sitio, si quería ser nuestro… colaborador; mas parece que se niega absolutamente.

—¿Y vos aceptáis?

—Si gustáis, señor… ¿Cuál es vuestro nombre?

—Rodolfo.

—Señor Rodolfo… Entraremos, si gustáis, en el Canastillo Florido. Ni la señora ni yo hemos desayunado todavía… Hablaremos con calma de nuestros negocios y al mismo tiempo echaremos un trago.

—Con mucho gusto.

—Por el camino podemos ir hablando. Vos y el Churiador nos debéis sin disputa una indemnización a mi mujer y a mí…, nos habéis hecho perder más de 2,000 francos. La Lechuza tenía que avistarse cerca de San Ouen con un caballero alto y enlutado que preguntó por vos en el Conejo Blanco, y había ofrecido 2,000 francos por haceros no sé qué servicio… El Churiador me ha explicado después todo ese negocio… Pero pensemos en el almuerzo, querida —dijo el bandido volviéndose a la Lechuza—. Adelántate y pide unas costillas, ternera asada, una ensalada y dos botellas de Burdeos de primera: luego llegaremos los dos.

La Lechuza, que no había apartado un momento la vista de Rodolfo, se alejó después de haber dirigido una mirada al Maestro de Escuela. Éste continuó:

—Decía pues, señor Rodolfo, que el Churiador me había puesto al corriente sobre esa proposición de los dos mil francos.

—No os comprendo.

—Quiero decir, que el Churiador me ha informado poco más o menos de lo que el señor enlutado pretendía que se os hiciese por sus dos mil francos.

—Bueno, ¿y qué?

—No tan bueno como os parece; porque habiendo encontrado ayer por la mañana el Churiador a la Lechuza cerca de San Ouen, no se separó de ella un sólo instante, hasta que vio llegar al señor alto; de manera que éste no se atrevió a acercarse. Debéis por tanto daros trazas para hacernos ganar los dos mil francos perdidos.

—Nada más fácil… Pero volvamos a nuestro asunto: había propuesto un negocio soberbio al Churiador; mas después de haberlo aceptado, se desdijo.

—Tiene ideas singulares…

—Mas, al desdecirse me ha observado…

—Os ha echo observar…

—¡Cáspita!… Tenéis la gramática en la punta de los dedos.

—Ya veis; soy Maestro de Escuela…

—Me ha hecho observar que él no era como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer, y me ha insinuado que vos podríais ayudarme a dar un golpe de mano.

—¿Podréis decirme, y perdonad la indiscreción, con qué fin habéis citado ayer al Churiador en San Ouen, lo cual le ha proporcionado la dicha de encontrarse con la Lechuza? Algo embarazado se vio para responderme a esta pregunta.

Rodolfo se mordió imperceptiblemente los labios, y respondió alzando los hombros:

—Ya lo creo; no le he contado más que la mitad de mi proyecto… Como no estaba seguro de que aceptase…

—Prudente habéis andado.

—Y tanto más prudente, porque tenía dos cuerdas que tocar.

—Sois muy precavido… Pero la cita que habíais dado al Churiador en San Ouen era para…

Rodolfo, después de un momento de incertidumbre, tuvo la dicha de hallar una fábula verosímil para remediar la torpeza del Churiador, y repuso:

—He aquí lo que hay en el asunto: El golpe que intento dar es muy bueno y seguro, porque el dueño de la casa se halla en el campo… Todo mi cuidado era que volviese a París, y a fin de asegurarme he ido a Piedrafita, en donde tiene su casa de campo, y me he cerciorado de que no vendría hasta pasado mañana.

—Muy bien: pero volvamos a la cuestión… ¿Por qué habéis citado al Churiador para San Ouen?

—¡Qué rudo sois!… ¿Cuánto hay de Piedrafita a San Ouen?

—Cerca de una legua.

—¿Y de San Ouen a París?

—Otro tanto.

—Pues bien, si no hallara a nadie en Piedrafita, es decir, si la casa estuviese desierta, habría también un gazapo que coger…; menos bueno que en París, pero no despreciable. He regresado a San Ouen para verme con el Churiador, que me esperaba, y teníamos que volver a Piedrafita por un camino transversal que yo conozco; y…

—Ya comprendo. ¿Pero qué haríais si el lance debiese ser en París?

—Por la barrera de la Estrella al camino de la Revolte, y de allí a la calle de las Viudas.

—Es claro, no hay más que un paso. La evolución es muy diestra, porque desde San Ouen podíais emprender igualmente bien cualquiera de los dos golpes. Ahora me explico la presencia del Churiador en San Ouen… Decíamos que la casa de la calle de las Viudas estará sin gente hasta pasado mañana.

—Sin una alma más que el portero.

—¿Es operación que valga la pena de…?

—Sesenta mil francos en oro en el gabinete del dueño.

—¿Conocéis bien las entradas y salidas?

—Como a mis manos.

—¡Chitón!… Hemos llegado ya a la taberna: ni una palabra delante de los profanos. Tengo un apetito furioso, ¿y vos?

La Lechuza estaba en el umbral de la puerta del figón.

—Por aquí —dijo—, por aquí… He mandado poner el almuerzo.

Rodolfo quiso hacer entrar antes al bandido, y tenía serias razones para ello… Pero el Maestro de Escuela se resistió de tal modo que Rodolfo tuvo que entrar primero. Antes de sentarse a la mesa, el Maestro de Escuela tocó ligeramente los tabiques a fin de asegurarse de su espesor y sonoridad.

—No hay necesidad de hablar muy bajo —dijo—; el tabique no es delgado. Nos servirán todo el almuerzo de una vez, y con eso no seremos interrumpidos en la conversación.

Entró con el almuerzo una criada, y antes que se retirase vio Rodolfo al carbonero Murph gravemente instalado en una mesa del cuarto inmediato. El aposento en que pasaba esta escena era largo, estrecho y alumbrado por una ventana que daba a la calle enfrente de la puerta. La Lechuza estaba de espaldas a esta ventana, el Maestro de Escuela a un lado de la mesa y Rodolfo al otro.

Luego que salió la criada se levantó el bandido, cogió su cubierto y fue a sentarse al lado de Rodolfo, de manera que le interceptaba la puerta.

—Estaremos más a gusto —dijo— y no tendremos que hablar tan alto.

—Ya… Y también porque queréis impedirme que salga por la puerta —dijo con calma Rodolfo.

El Maestro de Escuela hizo un gesto afirmativo, y sacando del pecho un puñalito largo y redondo como una pluma de ganso, cuyo mango de madera desaparecía en sus velludos dedos, dijo:

—¿Veis este instrumento?

—Sí.

—Aviso a los aficionados…

Y frunciendo las cejas hizo un movimiento significativo y arrugó su frente achatada como la de un tigre.

—Palabra de honor: yo misma he afilado el churi de mi hombre —añadió la Lechuza.

Rodolfo metió la mano bajo la blusa con una calma maravillosa, sacó una pistola de dos tiros, la enseñó al Maestro de Escuela y volvió a meterla en el bolsillo.

—Muy bien…, hemos nacido para entendernos el uno al otro —dijo el bandido—; pero no me comprendéis… Tengo que estar preparado para lo imprevisible… Si viniesen a prenderme, ya me hubieseis o no tendido un lazo…, os despacharía en el acto.

Y dirigió una mirada feroz a Rodolfo.

—Y yo me echaría también sobre él para ayudarte, palomito —dijo la Lechuza.

Rodolfo no respondió, encogió los hombros, llenó un vaso de vino y lo bebió.

Sobrecogido el Maestro de Escuela al ver la sangre fría de Rodolfo, prosiguió:

—Quería solamente preveniros…

—¡Bueno, bueno!… Devolved a su sitio vuestro instrumento, que aquí no hay contra quién usarlo. Yo tengo los huesos algo duros y podríais romper la punta —dijo Rodolfo—. Hablemos ahora de nuestro asunto…

—Hablemos de nuestro asunto… Pero no digáis mal de mi escarbadientes. No hace ruido ninguno ni incomoda a nadie.

—Y saca una obra limpia que da gusto, ¿no es verdad, palomo? —añadió la Lechuza.

—A todo esto —le dijo Rodolfo a la Lechuza—, ¿es cierto que conocéis a los padres de la Cantaora?

—Mi palomo trae consigo dos cartas que hablan de eso… Pero cuidado con que las vea la Chillona… Antes le arrancaría los ojos… ¡Oh, qué cuentas tenemos que ajustar cuando la encuentre en el Conejo Blanco!…

—Todo se nos va en hablar, Lechuza, y los negocios no marchan.

—¿Podremos garlar delante de ella? —preguntó Rodolfo.

—Con toda confianza: la conozco. Podrá servirnos para tomar informes, vigilar, ocultar, vender, etc. Posee todas las cualidades de una excelente mujer —añadió el bandido alargando la mano a la horrible vieja—. No tenéis idea de los servicios que me ha prestado… Pero quítate el chal, finura, y tendrás al salir menos frío… Ponlo en el canastillo…

La Lechuza se quitó el chal.

A pesar de su presencia de ánimo, Rodolfo no pudo contener un movimiento de sorpresa al ver colgado de una cadena de similor que llevaba al cuello la vieja, un agnus dei de lapislázuli, en todo conforme al que llevaba al cuello el hijo de madama Adela cuando desapareció de su poder.

Este descubrimiento inspiró a Rodolfo una idea repentina. Según el Churiador, el Maestro de Escuela había eludido todas las pesquisas de la policía, desfigurándose el rostro después de haber huido de presidio… Y hacía seis meses que el marido de la señora Adela había desaparecido de presidio sin que nadie supiese su paradero. Rodolfo imaginó que el Maestro de Escuela podría ser muy bien el marido de aquella desgraciada, y que en tal caso conocería sin duda la suerte de su hijo, además de poseer papeles relativos al nacimiento de la Cantaora. Rodolfo tenía, según esto, nuevos motivos para no dar de mano a su proyecto. Afortunadamente, el Maestro de Escuela no advirtió su distracción, ocupado entonces en hacer plato a su compañera.

—¡Hola! ¡Qué hermosa cadena lleváis al cuello!… —dijo Rodolfo a la tuerta.

—Sí, hermosa…, y barata… —contestó riendo la vieja—. Pero es de mala ley…, hasta que mi pichón me regale una buena…

—Eso depende del señor… Si hacemos buen negocio no te faltará cadena.

—¡Qué bien imitada está! —prosiguió Rodolfo—. ¿Qué significa esa cosita azul…?

—Es un regalo de mi palomo, hasta que me compre un tocante… ¿No es verdad, corazón?

Rodolfo veía confirmadas sus sospechas, y esperaba la respuesta del Maestro de Escuela… Éste repuso:

—A pesar del tocante, es preciso conservar esa prenda… Es un talismán… que trae consigo la buena dicha.

—¿Un talismán? —preguntó Rodolfo con indiferencia—. Luego, creéis en los talismanes. ¿Y en dónde diablos lo habéis encontrado?… Os agradecería que me dijeseis la fábrica.

—No se hacen ya en el día, caballerito: se cerró la fábrica… Tal cual la veis, esa joya es muy antigua… Cuenta tres generaciones… La estimo mucho, porque es una tradición de familia —añadió con una horrible sonrisa—. Por eso la he ofrecido a la Lechuza, para que le aporte suerte en los lances en los que me ayuda con tanta habilidad. Ya la veréis maniobrar, ya la veréis si hacemos juntos alguna operación comercial… Pero volvamos a nuestros carneroís… Decíais que en la calle de las Viudas…

—Número 17, casas de un ricachón… que se llama…

—No cometeré la indiscreción de preguntaros su nombre… ¿Decís que tiene en un cuarto sesenta mil francos en oro?

—¡Sesenta mil francos en oro! —exclamó la Lechuza.

Rodolfo hizo una señal afirmativa.

—¿Conocéis los andares de esa casa?

—Perfectamente.

—¿Y es difícil la entrada?

—Un muro de siete pies de alto da a la calle de las Viudas; jardín; ventanas rasgadas… La casa no tiene más piso que el bajo.

—¿Y no hay más que un portero para guardar este tesoro?

—No más.

—¿Cuál es vuestro plan de campaña, mocito?

—Muy sencillo…: salvar el muro, abrir con ganzúa la puerta, o hacer saltar el postigo. ¿Os agrada el plan?

—No podré responderos hasta que todo lo haya visto por mis ojos, es decir, con la ayuda de mi Lechuza; pero si todo lo que me decís es verdad, no debe dejarse de la mano el negocio… Esta misma noche…

Y el bandido clavó la vista en Rodolfo.

—¿Esta noche?… Es imposible —respondió éste.

—¿Por qué, siendo así que el dueño no vuelve hasta pasado mañana?

—Es cierto, pero yo no puedo esta noche…

—¿De veras?… Pues yo tampoco mañana…

—¿Por qué razón?

—Por la misma que os impide hacerlo esta noche… —dijo el bandido con socarronería.

Después de un momento de silencio, Rodolfo replicó:

—Pues bien… Vayamos esta noche. ¿Dónde nos veremos?

—No nos separaremos ya —dijo el Maestro de Escuela.

—¿Cómo?

—¿Para qué separarnos? El tiempo se va aclarando, y podremos ir a echar un vistazo a la calle de las Viudas: veréis cómo trabaja mi mujer. Hecho esto, volveremos a echar una mano de cientos y a comer un bocado en una taberna de los Campos Elíseos inmediata al río… Allí me conocen; y como la calle de las Viudas está desierta desde las primeras horas de la noche, volveremos a dar el golpe a las diez.

—Bueno; a las nueve volveremos a vernos.

—¿Queréis dar el golpe conmigo, o no?

—Desde luego.

—Pues entonces, no nos separaremos un momento… Si no…

—¿Si no, qué?

—Sospecharía que tramáis una mala jugada y que por eso os alejáis de mí…

—Si quisiera armaros algún lazo…, ¿quién me lo impediría esta noche?…

—Yo… Como no esperabais que os propusiese tan pronto el golpe, no estabais preparado… Y no apartándoos de mí, no podréis comunicaros con nadie…

—Luego, desconfiáis de mí.

—Y mucho… Pero como puede haber verdad en lo que proponéis, y como la mitad de 60,000 francos merece el quién-vive, quiero ponerme en ello… Pero ha de ser esta misma noche, o nunca… En el segundo caso, es decir, si no se da el golpe, ya sabré qué hombre tengo… Y el día menos pensado os hallaréis con un regalo de mi mano.

—Y os pagaré la fineza… Podéis vivir seguro.

—Todo eso es pura tontería —dijo la tuerta—. Soy de la opinión de mi hombre: o esta noche o nunca.

Rodolfo sentía una ansiedad cruel: si perdía esta ocasión de apoderarse del Maestro de Escuela, no volvería a encontrarla jamás; pues el bandido, viviendo desde entonces sobre aviso, o reconocido acaso y encerrado de nuevo en presidio, llevaría consigo los secretos que Rodolfo ansiaba poseer. Así es que, confiado en el acaso y en su destreza y valor, dijo al Maestro de Escuela:

—Bueno, consiento; no nos separaremos.

—Entonces contad conmigo… Pero van a dar las dos… La calle de las Viudas está lejos y llueve a mares: pagaremos el escote y tomaremos un coche.

—Si tomamos un coche podré fumar antes un cigarro.

—Sin duda —dijo el Maestro de Escuela—. A mi cara costilla no le hace daño el humo del tabaco.

—Voy a comprar cigarros —dijo Rodolfo levantándose.

—No os incomodéis —dijo el Maestro de Escuela deteniéndole—. Ésta irá por ellos.

Rodolfo volvió a sentarse.

El Maestro de Escuela había penetrado su designio.

La Lechuza salió.

—¡Qué buena mujer tengo, eh! —dijo el bandido—. Es tan complaciente que se echaría al fuego por mí.

—Ya que habláis de fuego, ¿notáis que aquí no hace mucho calor? —dijo Rodolfo ocultando las manos bajo la blusa.

Y continuando la conversación con el Maestro de Escuela, sacó del bolsillo un lápiz y un pedazo de papel, y sin que pudiese ser notado escribió de prisa algunas palabras. Puso esmero en separar bastante las letras para no confundirlas, pues escribía debajo de la blusa y sin ver.

Hecho el billete sin que lo percibiese el Maestro de Escuela, era preciso que llegase a su destino.

Rodolfo se levantó, acercóse a la ventana y empezó a cantar entre dientes, haciendo compás con los dedos en los vidrios.

El Maestro de Escuela se acercó a él, miró con atención hacia fuera, y le dijo:

—¿Qué música es ésa?

—Estoy cantando: No te llevarás mi rosa.

—Es una bonita canción. Pero quisiera saber si tiene la virtud de llamar la atención de los que pasan.

—No era ése mi propósito.

—A lo mejor sí, mocito. ¿Por qué tocabais si no con tanta fuerza en los vidrios? En fin, el guardián de esa casa en la calle de las Viudas podrá acaso ser hombre determinado… Si se repone… vos no lleváis más que una pistola, que es arma de mucho ruido; mientras que un utensilio como éste —y le enseñó el mango de su puñal— no incomoda ni llama la atención de nadie.

—¿Pensáis acaso asesinarle? —dijo en voz alta Rodolfo—. Si es tal vuestra intención, no habrá nada de lo dicho… No contéis conmigo.

—¿Y si pretende defenderse?

—Huiremos.

—¡Acabáramos!… Bueno es que nos convengamos antes… Es decir, se trata de un simple robo con escalamiento y fractura.

—Nada más.

—Poca cosa es; pero, en fin, pase…

—Y como no me separaré de ti un instante —se dijo Rodolfo—, yo te impediré que derrames sangre.

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