11 febrero

1.13. Murph y Rodolfo

Rodolfo se dirigió al zaguán de la quinta, en donde halló al hombre alto que vestido de carbonero le había anunciado la víspera la llegada de Tomás Seyton y de Sara. Murph, que así se llamaba este personaje, tenía unos cincuenta años; a cada lado de su cráneo, enteramente calvo, se elevaban ensortijados dos mechones de pelo rubio y canoso; su rostro largo y encendido estaba completamente afeitado, a excepción de unas pequeñas patillas color de fuego, que no pasaban del nivel de la oreja y se extendían en forma de media luna por la parte superior de sus redondos carrillos. A pesar de su edad y corpulencia, Murph era ágil y robusto, y en su fisonomía, aunque flemática, resaltaba a veces la benevolencia y la resolución. Llevaba una corbata blanca, un chaleco largo y un frac de faldones anchos que no le pasaban de las corvas, y su calzón verdegrís era del mismo género que sus botines, que no alcanzaban hasta la hebilla. El traje y el aspecto viril representaban el perfecto tipo del caballero labrador inglés. Aclaremos aquí que era inglés y caballero, pero no labrador. En el momento en que Rodolfo llegó al zaguán, Murph metía un par de pistolas en la bolsa de la calesa.

—¿A quién diablos vas a matar con esas pistolas? —le dijo Rodolfo.

—Ésa es cuenta mía, monseñor —replicó Murph retirando el pie del estribo—. Haced vuestro negocio, que yo no descuido mi deber.

—¿A qué hora has mandado venir los caballos?

—Al anochecer, según vuestra orden.

—¿Has llegado esta mañana?

—A las ocho. La señora Adela ha tenido tiempo para alistarlo todo.

—Eres honrado… ¿No estás contento de mí?

—¿No podríais, monseñor, cumplir la tarea que os habéis impuesto sin exponeros a tantos peligros?

—Para inspirar alguna confianza a esas gentes, que quiero conocer, ¿no es preciso que adopte su traje, sus costumbres y su modo de hablar?

—Pero eso no aleja los peligros de que hablo. Anoche, cuando buscábamos a ese Brazo Rojo en la detestable calleja de la Cité, solo el temor de irritaros y desobedeceros ha podido impedirme que os socorriese cuando luchabais con el bandido que habéis encontrado a la entrada de aquella pocilga.

—Es decir, señor Murph, que dudáis de mi fuerza y de mi valor.

—Por desgracia, me habéis puesto cien veces en el caso de no dudar de la una ni del otro. Gracias al señor Flatman, el Bertrand de Alemania, que os ha enseñado esgrima, y a Lacour de París, quien os ha dado lecciones de zancadilla y de caló; porque de todo esto necesitabais para vuestras aventuras. Sois intrépido y tenéis unos nervios de acero, y aunque delgado y esbelto me venceríais con la misma facilidad que un caballo de carreras vence a un mulo de carga.

—Entonces, ¿por qué temes?

—Yo sostengo, monseñor, que no es prudente andarse exponiendo a cuantos peligros se presentan. No digo esto por el inconveniente que hay para que cierto caballero que conozco se tizne la cara con carbón y se convierta en el mismo diablo. A pesar de mis canas, de mi gordura y gravedad, me disfrazaré de bolero si conviene a vuestros planes… Pero me atengo a lo dicho, monseñor…

—¡Oh! Ya lo sé, querido Murph; cuando una idea se introduce en tu cráneo, cuando la lealtad se apodera de tu firme y valeroso corazón, ni el mismo demonio te la arrancaría de allí con sus dientes y uñas…

—¡Cuánta lisonja, monseñor! Apostaría que estáis meditando alguna…

—Habla; dilo de una vez…

—Alguna locura, monseñor.

—¡Pobre Murph! ¡Qué mala hora escoges para tu sermón!…

—¿Por qué?

—Estoy ahora lleno de orgullo y de satisfacción… Me hallo precisamente…

—En donde habéis hecho un bien; ya lo sé; la quinta modelo que habéis fundado aquí, para recompensar, instruir y estimular a los labradores honrados, es un beneficio inmenso para este país. Generalmente no se piensa más que en mejorar la condición del ganado, y vos os desveláis por mejorar la condición de los hombres… Eso es admirable. Habéis puesto al frente de este establecimiento a la señora Adela Georges, y ninguna elección pudierais hacer más acertada… Tiene la virtud de un ángel… ¡Noble y honrada mujer!… Pocas veces me enternezco, y sin embargo he derramado lágrimas al oír sus infortunios… Pero vuestra nueva protegida… Vaya… No hablemos de esto, monseñor…

—¿Por qué?

—Monseñor, hacéis vuestro capricho, y hacéis bien…

—Yo hago lo que es justo —dijo Rodolfo con un gesto de impaciencia.

—Lo que es justo…, a vuestro modo de ver…

—Lo que es justo para con Dios y mi conciencia —repuso Rodolfo con severidad.

—Creo, monseñor, que no nos entendemos. Os lo repito, no hablemos más de este asunto.

—¡Y yo os ordeno que habléis! —dijo imperiosamente Rodolfo.

—Nunca me he expuesto a que V. A. R. me mandase callar… Espero que V. A. no me obligará a decir más de lo que quiero —respondió Murph con dignidad.

—¡Señor Murph!… —exclamó Rodolfo con una irritación que crecía por momentos.

—¡Monseñor!

—¡Ya sabéis, caballero, que no me gustan las reticencias!

—Perdonad, señor: me conviene usarlas —repuso Murph con orgullo.

—Si desciendo hasta la familiaridad, caballero, es a condición de que vos os elevéis hasta la franqueza.

Sería imposible describir la altivez soberana de la fisonomía de Rodolfo al pronunciar estas últimas palabras.

—Tengo cincuenta años; soy un caballero; V. A. no debe hablarme de ese modo.

—¡Callad!…

—¡Monseñor!

—¡Callad!…

—V. A. no debería poner a un hombre de honor en el caso de recordarle los servicios que le ha prestado… —dijo con frialdad el leal caballero.

—¿Tus servicios? ¡Y qué?... ¿No te los he pagado cumplidamente?

Debemos confesar que Rodolfo no había dado a estas crueles palabras el sentido humillante que reducía a Murph a la condición de mercenario; pero éste las interpretó por desgracia de este modo. Encendiósele el rostro de vergüenza, llevó los puños cerrados a la frente con un ademán de dolorosa indignación; y dirigiendo la vista a Rodolfo, en cuyas facciones se veía un desdén convulsivo y violento, le dijo con voz sofocada y conteniendo un suspiro de tierna conmiseración:

—¡Mirad, señor, que no tenéis razón!…

Estas palabras llevaron a su colmo la irritación de Rodolfo; una llama terrible brilló en sus ojos, y adelantándose hacia Murph con los labios pálidos como un cadáver, exclamó:

—¡Te atreverás, tú!…

Murph retrocedió y dijo como a pesar suyo:

—¡Monseñor!… ¡Monseñor!… ¡ACORDAOS DEL 13 DE ENERO!

Estas palabras hicieron en Rodolfo un efecto mágico. Su rostro, contraído por la cólera, se dilató. Miró fijamente a Murph, bajó luego la cabeza, y después de un momento de silencio murmuró con voz alterada:

—¡Murph! ¿Qué crueldad es ésa?… Mi dolor, mi arrepentimiento me hacían esperar que… ¡Y sois vos el que!… ¡Sois vos!…

Rodolfo no pudo continuar: faltóle la voz, cayó sentado en un banco de piedra y se cubrió el rostro con las manos.

—¡Monseñor! —exclamó Murph con acento doloroso— ¡Mi buen señor, perdonadme, perdonad a vuestro antiguo y leal servidor! Si he dicho esas palabras ha sido en el último apuro y temiendo… ¡Ah!, no por mí, sino por vos, las consecuencias de vuestra ira… Las he dicho a pesar mío, sin ánimo de ofenderos, sin enojo y sólo por compasión… ¡Monseñor! Me pesa el haber sido tan ligero… Por Dios santo, señor, ¿quién puede conocer vuestro carácter mejor que yo, que no os he abandonado desde vuestra infancia?… Perdonadme, perdonad que os haya recordado ese día funesto… ¡Ah, cuánto lo habéis expiado!

Alzó Rodolfo la cabeza y, pálido como la cera, dijo a su compañero con voz suave y melancólica:

—Basta, basta, mi leal amigo; te doy las gracias por haber calmado con una palabra mi desmedida irritación. No me disculpo de haberte tratado con dureza, pues sabes bien que hay mucho camino de los labios al corazón, como dicen las buenas gentes de nuestra tierra. Estaba loco. No hablemos más de eso.

—¡Ah! Ahora os veré triste por mucho tiempo… ¡Qué desgracia la mía!… Mi único anhelo es el libraros de ese humor sombrío, y a cada paso os estoy sepultando más y más en él con mi indiscreción… ¿De qué me sirven luego mi honradez y mis canas si no soy capaz de sufrir con resignación las ofensas que no merezco?

—No hay duda: hablas bien… Pero los dos hemos faltado a la razón, vejete mío —le dijo Rodolfo con dulzura—. Dejemos eso y volvamos a nuestra conversación… Tú alabas la fundación de este establecimiento y el profundo interés que me inspira la señora Adela… Confiesas que merecería este interés por sus raras cualidades y por su infortunio, aun cuando no perteneciese a la familia de Harville…, a esa familia que mereció de mi padre un eterno reconocimiento…

—He aprobado siempre la protección y las bondades que dispensáis a la señora Adela, monseñor.

—Pero te asombras de ver el interés que tomo por esa infeliz criatura perdida, ¿no es verdad?

—Perdonad, señor… No he tenido razón… Lo confieso.

—No… Ya lo sé. Las apariencias han podido engañarte… Mas, como conoces toda mi vida y mis secretos… Como me ayudas con tanto valor como lealtad a llevar a cabo la expiación que me he impuesto a mí mismo…, mi deber o, si mejor te place, mi reconocimiento, me obliga a convencerte de que no obro con ligereza.

—Así lo creo, monseñor.

—Conoces mis ideas con respecto al bien que debe hacer el hombre que reúne las circunstancias de saber, voluntad y poder… Socorrer al infortunado honrado cuando se queja de los males que sufre, es acción meritoria. Buscar a los que combaten la miseria con honor y con energía y auxiliarlos, a veces sin que lo sepan, es aún mejor acción… Prevenir a tiempo el desamparo y las tentaciones que conducen al crimen…, es mejor todavía. Rehabilitar, restituir a la honradez a los que han conservado puros algunos sentimientos generosos en medio de la degradación a que se ven condenados, de la miseria que los consume y de la corrupción que los rodea, y arrostrar para esto el contacto de esa miseria, de esa corrupción y de esos seres nauseabundos…, es obra superior a todas. Perseguir con ánimo vigoroso e implacable el vicio, la infamia y el crimen, ya se arrastren por el cieno o se encumbran en los palacios de la grandeza, no es más que justicia… Pero acudir ciegamente a la miseria merecida, y prostituir y degradar la limosna y la piedad, eso sería horrible, impío y sacrílego. Eso haría dudar del mismo Dios; y el que da, debe hacerlo para que se crea en él y para ensalzar su nombre.

—Monseñor, yo no he querido decir que hubieseis empleado mal vuestros beneficios.

—Escucha, fiel amigo… Ya sabes que la hija cuya muerte deploro sin cesar, y a la cual hubiera amado tanto más cuanto mayor ha sido la indiferencia con que la había mirado Sara, su indigna madre, debería tener ahora algo más de dieciséis años…, los mismos que esa infeliz criatura. Sabes también que no puedo menos de dejarme arrastrar por una profunda y dolorosa simpatía hacia las jóvenes de esta edad…

—Lo sé, monseñor… Y así es como debí haberme explicado el interés que sentís por vuestra protegida… Además, ¿no se honra a Dios socorriendo a todos los desgraciados?

—Sí, amigo mío. Cuando lo merecen; y por eso nadie es más digno de compasión y respeto que una mujer como la señora Adela, que educada por una madre buena y piadosa en la estrecha observancia de todos los deberes, no ha faltado jamás a ellos…, ¡jamás!…, a pesar de haber sido víctima de la adversidad más espantosa… Pero, ¿no se honra también a Dios sacando del fango a una de esas raras criaturas a quienes se ha complacido el cielo en colmar de sus dones?… ¿No merece también compasión y respeto una niña desventurada, que abandonada a su solo instinto, atormentada, envilecida y despreciada, ha conservado en el fondo de su alma las nobles virtudes con que Dios la había dotado? ¡Si hubieras oído a esa pobre niña!… Al escuchar la primera palabra afectuosa que le dirigí; al oír la primera voz honrada y amiga que llegó a sus oídos, brotaron en su alma ingenua el gusto, la inclinación y los pensamientos más puros y delicados, a la manera que las flores silvestres abren su hermoso cáliz en la primavera, con los primeros rayos del sol… En mi conversación de una hora con Flor de María he descubierto en ella tesoros de bondad, de gracia y de cordura; sí, de cordura, amigo mío. Con la sonrisa en los labios y una lágrima en los ojos he oído sus inocentes consejos llenos de razón, para inducirme a que ahorrase cuarenta sueldos diarios a fin de poder combatir un revés inesperado y librarme de malas tentaciones. ¡Pobre inocente niña! Me hablaba en un tono tan serio y de tan profunda convicción, experimentaba tal complacencia al darme sus sanos consejos, y fue tal su gozo al oír mi promesa de que los seguiría, que he dejado correr algunas lágrimas no pudiendo reprimir la dulce sensación que experimentaba… Pero también tú te enterneces, mi querido Murph.

—Sí, monseñor… Eso de haceros economizar cuarenta sueldos diarios…, teniéndoos por un jornalero…, en lugar de comprometeros a que gastaseis con ella… Sí, ese rasgo me llega al corazón.

—Silencio; ahí viene la señora Adela… Ten todo listo para marcharnos, pues debemos llegar temprano a París.

Flor de María estaba desconocida, gracias al cuidado de la señora Adela. Una linda cofia de aldeana y dos gruesas bandas de cabello rubio coronaban su rostro virginal. Un pañuelo de muselina blanca cruzaba su seno, cubierto también en parte por la pechera de un delantal de tafetán tornasolado, cuyos visos azules y color de rosa lucían sobre el fondo oscuro de un vestido del carmen, que parecía haber sido hecho para ella. El semblante de la joven estaba serio y lleno de profundo recogimiento; pues hay felicidades que inspiran en el alma una tristeza inefable y una santa melancolía. La seria gravedad de Flor de María no sorprendió a Rodolfo, porque la esperaba: alegre y habladora, hubiera formado de ella una idea menos elevada.

En el semblante triste y resignado de madama Georges se descubrían las huellas de una larga adversidad. Miraba a Flor de María con una compasión tranquila, profunda y casi maternal, porque la gracia y dulzura de la joven criatura la habían conquistado.

—Aquí tenéis a mi hija, señor Rodolfo, que viene a daros las gracias por las bondades que le dispensáis —dijo madama Georges presentando la Cantaora a Rodolfo.

Al oír las palabras mi hija, la Cantaora volvió lentamente los ojos hacia madama Georges, y la miró por algunos momentos con una expresión de indecible reconocimiento.

—Os doy gracias por María, querida señora. Es digna del tierno interés que por ella toméis… Y nunca dejará de merecerlo.

—Señor Rodolfo —dijo la Cantaora con voz trémula—, ya lo sabéis… ¿No es verdad?… No encuentro nada que deciros…

—Vuestra emoción me lo dice todo, amada niña.

—¡Oh! Reconoce bien la mano de la Providencia en su felicidad —dijo la señora Adela, enternecida—. Su primera acción al entrar en mi cuarto ha sido echarse a los pies de un crucifijo.

—Es porque ahora, gracias a vos, señor Rodolfo…, no tengo miedo de rezar.

Murph se volvió de repente para no revelar la emoción que le habían causado las sencillas palabras de la Cantaora.

Rodolfo dijo a ésta:

—Hija mía, tengo que hablar con la señora Adela… Mi amigo Murph os llevará a ver la quinta…, y os hará ver vuestros futuros protegidos. Nosotros os seguiremos dentro de un rato… ¡Hola, Murph… Murph! ¿No me oyes?

El buen hidalgo estaba en aquel momento vuelto de espaldas y fingía sonarse con un estrépito formidable. Metió el pañuelo en el bolsillo, se caló el sombrero hasta los ojos, y volviéndose de medio lado ofreció el brazo a María. Había maniobrado con tal destreza que ni Rodolfo ni madama Adela pudieron notar la expresión de su semblante. Cogió del brazo a María, dirigióse con ella a las cuadras de la quinta, y sus pasos eran tan largos y descompasados que la Cantaora tuvo que correr, como había corrido en otro tiempo detrás de la Lechuza.

—¿Qué os parece María, señora Adela? —dijo Rodolfo.

—Ya os he dicho, señor Rodolfo, que apenas vio un crucifijo al entrar en mi cuarto, se echó de rodillas delante de él. Me sería imposible pintaros lo espontáneo y fervoroso de aquel acto de la pobre niña. Al momento, he conocido que su alma no estaba pervertida. La expresión del agradecimiento que os profesa, señor Rodolfo, es pura, sencilla y libre de toda exageración. Os diré dos palabras que os probarán cuán natural y vehemente es en ella el instinto religioso. Cuando le pregunté: «¿No ha sido muy grande vuestra sorpresa y vuestro gozo al deciros el señor Rodolfo que os quedaríais aquí?… ¡Qué impresión tan profunda debió de causaros esta noticia!…». ¡Oh, sí! —me respondió—; cuando el señor Rodolfo me lo dijo, no sé lo que me pasó allá dentro; pero sentí el mismo gozo piadoso que cuando entraba en una iglesia… Es decir, cuando me dejaban entrar —añadió—; porque ya sabréis, señora Adela, que yo… No la dejé proseguir al ver su rostro encendido y cubierto de rubor. «Ya sé, hija mía… Os daré siempre el nombre de hija, ¿queréis?… Ya sé que habéis padecido mucho. Pero Dios bendice a los que le aman y le temen…; tanto a los desgraciados como a los arrepentidos…».

—Cada vez estoy más contento con mi obra, mi querida señora Adela. Esa pobre niña cautivará vuestro amor… Habéis reconocido sus excelentes cualidades.

—Lo que también me ha sorprendido, señor Rodolfo, es que no me haya hecho la menor pregunta acerca de vos, pese a que todo esto excitará en ella la mayor curiosidad. Esta reserva prudente y delicada me indujo a querer averiguar si sabía algo acerca de vos; por eso le dije: «Debéis tener mucha curiosidad por saber quién es vuestro misterioso bienhechor». «Ya lo sé… —repuso con una sencillez encantadora—; se llama mi bienhechor».

—Según eso, la amaréis, ¿no es verdad? Ocupará por lo menos, ¡mujer virtuosa!, una parte de vuestro corazón…

—Sí, le consagraré mi cuidado y mis desvelos… Como los hubiera consagrado también a… él… —dijo la señora Adela con angustiada voz.

Rodolfo la cogió de la mano.

—Vamos, vamos, no os desalentéis tan pronto… Si hasta hoy han sido vanos nuestros pasos, podrá ser que un día…

La señora Adela meneó la cabeza con tristeza y amargura, y dijo:

—¡Pobre hijo mío!… ¡Tendría ahora veinte años!…

—Decid más bien que los tiene…

—¡Dios lo haga y os escuche, señor Rodolfo!

—Así lo espero. Ayer he ido a buscar a un cierto Brazo Rojo, que según me habían informado podría darme alguna noticia de vuestro hijo. Al salir de su casa y después de una quimera que allí tuve, encontré a esta desgraciada joven.

—¡Ah, señor!… Es a lo menos una dicha el que en medio de los desvelos que os acarrea vuestro deseo de protegerme, halléis ocasiones de socorrer al infortunio.

—¿No habéis recibido noticia de Rochefort?

—Ninguna —dijo madama Adela con voz apagada y trémula.

—¡Tanto mejor!… No queda duda de que ese monstruo pereció en los bajos de fango al querer huir de pres…

Rodolfo se detuvo en el momento de pronunciar esta terrible palabra.

—¡De presidio! ¡Ah, decidlo…, de presidio!… —exclamó la desgraciada señora llena de horror y con una expresión de delirio—. ¡El padre de mi hijo!… ¡Ah! Si vive aún ese hijo desventurado… Si como yo no ha cambiado de nombre, qué vergüenza, Dios mío…, ¡qué ignominia! Pero esto no es lo peor… Si su padre ha cumplido su horrible promesa… ¡Ah! ¿Qué ha hecho de mi hijo? ¿Por qué me lo ha robado?

—Ese misterio es la tumba de mi espíritu —dijo Rodolfo con aire pensativo—. ¿Con qué fin os había robado ese miserable vuestro hijo hace quince años, cuando quiso marcharse al extranjero, según me habéis dicho? Un niño de aquella edad no podía menos de embarazar su huida.

—¡Ah, señor Rodolfo! Cuando mi marido —la infeliz se estremeció al pronunciar esta palabra— después que lo arrestaron en la frontera, fue conducido a París y puesto en la cárcel, en donde se me ha permitido hablarle, me dijo con horrible énfasis: «Me he llevado a tu hijo porque le amas, y porque es un medio de obligarte a que me envíes dinero, del cual disfrutará conmigo…; o del cual no disfrutará… Esa es cuenta mía… Que viva o que muera, poco me importa… Pero si vive, pierde cuidado que yo le pondré en buen lugar… Sufrirás la ignominia del hijo como has sufrido la ignominia del padre». ¡Ah! Un mes después mi marido fue condenado a presidio perpetuo… Desde entonces, nada he podido saber de la suerte de mi hijo a pesar de mis ruegos y de mis cartas. ¡Ah, señor Rodolfo! ¿Dónde estará? Aún oigo esas horribles palabras: «¡Sufrirás la ignominia del hijo como has sufrido la del padre!».

—Pero eso sería una atrocidad inexplicable. ¿A qué fin iniciar en el vicio y la corrupción a un niño inocente? Pero, sobre todo, ¿a qué fin robároslo?

—Ya os lo he dicho, señor Rodolfo; para obligarme a enviarle dinero, pues aunque me había arruinado, me quedaban todavía algunos recursos que he agotado de este modo. A pesar de su perversidad, no podía creer que dejase de consagrar una parte del dinero a la educación del desgraciado niño…

—¿No tenía vuestro hijo alguna señal, algún indicio por el cual pudiera ser reconocido?

—Ninguna, señor Rodolfo, excepto la que os he dicho: un agnus dei grabado en lapislázuli, colgado al cuello con una cadenita de plata. Esta reliquia la había bendecido el Santo Padre.

—Vamos, valor, señora Adela. Dios es omnipotente.

—Sí, señor Rodolfo; sólo a su providencia debo vuestro socorro.

—Pero ha sido demasiado tarde, mi querida señora. Muchos años de aciaga pesadumbre os hubiera evitado, si…

—¡Ah, señor Rodolfo! ¿No me habéis colmado de beneficios?

—¿En qué...? He comprado esta quinta. En vuestra prosperidad erais hacendosa por recreo, y hacíais valer vuestros bienes. Habéis consentido en servirme aquí de directora, y gracias a vuestros desvelos y actividad este establecimiento produce…

—¿Os produce, monseñor? —dijo madama Adela interrumpiendo a Rodolfo— Las rentas no sólo se emplean casi enteramente en mejorar la suerte de los labradores, que tienen por un gran favor el entrar en esta quinta modelo, sino también en socorrer a muchos desgraciados del distrito por la mediación de nuestro virtuoso párroco, el señor Laporte.

—Ya que habláis de ese buen cura —interrumpió Rodolfo para evitar las alabanzas de la señora Adela—, ¿habéis tenido la bondad de comunicarle mi llegada? Quisiera recomendarle mi protegida… ¿Ha recibido mi carta?

—El señor Murph se la ha llevado esta mañana.

—En esa carta refería en pocas palabras la historia de esta niña; aunque no estaba seguro de poder venir hoy, Murph os hubiera traído a Flor de María.

Un criado de la quinta entró en el jardín e interrumpió este diálogo.

—Señora, el señor abad os espera.

—¿Ha llegado la silla de posta, hijo mío? —dijo Rodolfo.

—Sí, señor Rodolfo; están enganchando.

Y el criado salió del jardín.

La señora Adela, el cura y los habitantes de la quinta sólo conocían al protector de Flor de María por el nombre de Rodolfo. La discreción de Murph era imperturbable, pues ponía tanto cuidado en monseñorear a Rodolfo en su conversación privada como en llamarle simplemente Señor Rodolfo cuando le hablaba delante de otras personas.

—Se me había olvidado deciros, señora —dijo Rodolfo marchando hacia la casa—, que María tiene el pecho malo, según creo; las privaciones y la miseria han alterado su salud. Esta mañana he notado su palidez, a pesar de que sus mejillas estaban muy encendidas, y me pareció que sus ojos tenían un brillo algo febril… Necesita mucho cuidado.

—Contad con mis desvelos, señor Rodolfo. Pero no será cosa de peligro si Dios quiere. A su edad, en el campo, respirando el aire libre, con reposo y felicidad, pronto recobrará la salud perdida.

—Así lo espero; pero sin embargo desconfío de vuestros médicos de aldea. Diré a Murph que os traiga mi médico, que es un doctor negro muy hábil, y os dirá el método que debéis seguir con María… Más adelante, cuando su espíritu esté tranquilo, pensaremos en su porvenir… Acaso convendrá más que permanezca a vuestro lado si estáis contenta con ella.

—Ése es mi deseo, señor Rodolfo… Ocupará el lugar del hijo cuya pérdida lloro noche y día.

—En fin, esperemos que Dios no os desamparará a vos ni a ella.

Cuando Rodolfo y la señora Adela estaban ya cerca de la casa, se incorporaron con ellos Murph y María.

El buen caballero dejó el brazo de la Cantaora, y dijo con visible emoción al oído de Rodolfo:

—Esta criatura me ha embrujado; no sé si me interesa más que la señora Adela… He sido un salvaje, una bestia brava.

—Ya sabía yo que habías de hacer justicia a mi protegida, amigo Murph —dijo Rodolfo apretando la mano del hidalgo. La señora Adela, apoyada en el brazo de María, entró en la sala del piso bajo, en donde se hallaba el párroco Laporte.

Murph se fue a preparar lo necesario para el regreso suyo y el de Rodolfo.

Los muebles y paredes de este aposento, sencillo, pero cómodo y abrigado, estaban cubiertos de tela persiana, como el resto de la casa, y según había dicho Rodolfo a la Cantaora. Cubría su piso una alfombra fuerte y bien tejida. El fuego de chimenea daba un calor agradable, y dos hermosos ramilletes de flores puestos en vasos de cristal llenaban el aire de un olor balsámico y suave. Por las persianas verdes se entreveía el prado y el riachuelo, y más a lo lejos, el frondoso soto de castaños.

El cura estaba sentado junto a la chimenea. Tenía ochenta años, y servía aquella pobre parroquia desde los últimos días de la revolución.

Nada más venerable que su fisonomía senil, descarnada y melancólica; su largo cabello blanco caía sobre el cuello de una sotana negra remendada en varias partes. El buen cura decía que era más decente en su ministerio el llevar una misma sotana dos o tres años, y vestir a dos o tres niños pobres con buen paño, que andar siempre de nuevo y tener muchos feligreses desabrigados. Como era tan viejo, le temblaban las manos sin cesar, y cuando las levantaba para accionar en la conversación, parecía que estaba echando bendiciones.

—Señor abad —dijo respetuosamente Rodolfo—, la señora Adela quiere encargarse de esta niña, a quien os suplico dispenséis vuestra bondad.

—Tiene derecho a ella, buen señor, como todos los que vienen a nosotros… La clemencia de Dios es inagotable, hija mía… Os lo ha probado con no abandonaros… en trances bien dolorosos… Todo lo sé… —Y agarró una mano de María con sus manos trémulas y venerables—. El hombre generoso que os ha salvado realizó esta sentencia de la Escritura: «El Señor está cerca de los que le invocan; llenará los deseos de los que le temen; escuchará su clamor y los salvará». Ahora haceos merecedora de su bondad con vuestra conducta. Me hallaréis siempre dispuesto a animaros y sosteneros en la buena senda por que habéis entrado. Tendréis en la señora Adela un buen ejemplo diario y constante… En mí, un consejero diligente. El Altísimo concluirá la obra.

—Y yo le pediré por los que han tenido compasión de mí y me han traído a su santa ley, padre mío —dijo la Cantaora cayendo de rodillas delante del sacerdote.

La emoción que sentía era demasiado viva; la ahogaban los sollozos.

La señora Adela, Rodolfo y el sacerdote sintieron también una profunda y religiosa emoción.

—Alzaos, querida hija mía —dijo el cura—. Pronto mereceréis… la absolución de las grandes culpas de que habéis sido más bien víctima que culpable; porque, según las palabras del profeta: «El Señor sostiene a los que están para caer, y levanta a los que han caído».

Murph abrió en aquel momento la puerta de la sala.

—Adiós, padre mío… Adiós, señora Adela… Os recomiendo vuestra hija… Nuestra hija, más bien. Adiós, María. Pronto volveré a veros.

El venerable párroco, apoyado en los brazos de la señora Adela y de la Cantaora, salió de la sala para ver partir a Rodolfo.

Los últimos rayos del sol iluminaban aquel grupo interesante y melancólico.

Un sacerdote anciano, símbolo de la caridad, del perdón y de la esperanza eterna…

Una mujer que ha sufrido todas las amarguras que pueden afligir a una esposa y a una madre…

Una joven que sale apenas de la infancia, sumida pocos momentos antes en el abismo del vicio por la miseria y por la seducción de infames criminales…

Rodolfo subió al carruaje, Murph se sentó a su lado, y los caballos partieron al galope.

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