03 febrero

1.9. La sorpresa

Hemos dicho que la Cantaora se había apoyado en el tronco de un árbol que estaba tendido a lo largo de un profundo barranco.

Levantóse de repente un hombre del fondo de la cueva, y sacudiendo el heno con que se había tapado, prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

La Cantaora volvió la cabeza, y dio un grito de espanto.

Era el Churiador.

—No tengas miedo, paloma —dijo éste al ver el asombro de la joven, que había corrido hacia su compañero—. Señor Rodolfo, éste es un encuentro particular, ¡eh!… Apuesto a que no lo esperabais, ni yo tampoco… —Y luego añadió en tono serio—: Mirad, señor Rodolfo… Dígase lo que se quiera…, pero hay una cosa allá arriba…, en el aire…, sobre nosotros… Vaya, Dios es muy sabio, y me parece que tiene trazas de decir al hombre: «Anda por donde yo te guío…» En vista de que nos ha empujado a los dos hasta aquí.

—Pero, ¿qué haces ahí? —dijo Rodolfo con sorpresa.

—Os guardo las espaldas, señor maestro… ¡Qué cosa tan rara!… ¡Venir a dar precisamente con mi casa de campo!… Vamos, aquí hay alguna mano escondida…, seguro…

—Pero responde: ¿qué haces ahí?

—Luego lo sabréis; dadme solamente tiempo para subir a la caja de vuestro observatorio con ruedas.

Corrió el Churiador hacia el coche que estaba parado a corta distancia, echó una ojeada por toda la llanura y volvió con presteza a donde estaba Rodolfo.

—¿Me explicarás de una vez lo que significa todo eso?

—¡Paciencia, señor maestro!… Una palabrita más… ¿Qué hora es?

—Las doce y media —dijo Rodolfo mirando el reloj.

—Bueno…, tenemos tiempo… La Lechuza no llegará hasta de aquí a media hora.

—¡La Lechuza! —exclamaron a un tiempo Rodolfo y la Cantaora.

—Sí…, la Lechuza. En dos palabras, maestro…, os diré lo que ocurre: Ayer, luego que salisteis del Conejo Blanco, entró…

—Un hombre alto con una mujer vestida de hombre: preguntaron por mí, ya lo sé. ¿Y luego?

—Luego me dieron de beber y quisieron hacerme charlar por vuestra cuenta… Nada pude decirles… porque como no me habéis comunicado más que aquella descarga cerrada que me hicisteis el honor de…; en fin, no sabía más secreto del maestro Rodolfo que aquellos puñetazos de remate. Quede esto entre nosotros, maestro Rodolfo… Que me lleve el diablo si no os tengo el mismo cariño que un mastín a su amo… desde que me habéis dicho que tenía corazón y honor… ¡Qué importa!… No me va ni me viene…, pero es cosa que me hace pensar… En fin, adelante… Cada uno es cada uno… Y yo…

—Gracias, Churiador, gracias: sigue tu relato.

—El señor alto y la mujer pequeña vestida de hombre, viendo que no sacaban nada de mí, salieron de la taberna y yo salí también: cogieron los dos por el lado del Juzgado, y yo por el de Nuestra Señora. Al llegar al fin de la calle empezó a llover a cántaros… ¡Era un diluvio! Y como allí cerca había una casa demolida, me dije: «Si dura el chubasco dormiré tan bien aquí como en mi zahúrda». Me dejé caer en una especie de bodega abrigada, hice mi cama de virutas y astillas viejas, mi almohada de pedazos de yeso, y héteme aquí acostado como un rey.

—Pero, vamos, ¿y luego?

—Ya sabéis que había bebido… Pues volví a beber con el hombre alto y con la mujer vestida de hombre. Esto es para deciros que tenía la cabeza algo a la jineta… Eso y el ruido de la lluvia no hay cosa que me haga dormir más a gusto. Empezaba a dormitar a poco de haberme echado, cuando un ruido cercano me hizo despertar sobresaltado: era el Maestro de Escuela que estaba hablando como si dijéramos amigablemente con otra persona… Aplico el oído… ¿y qué es lo que escucho?… ¡Rayos! La voz del hombre alto que había estado en la taberna con la mujer disfrazada de hombre.

—¿Hablaban con el Maestro de Escuela y la Lechuza? —preguntó Rodolfo lleno de asombro.

—Con los mismos, y se daban una cita para el día siguiente…

—¿Para hoy?… —dijo Rodolfo.

—A la una.

—Pues es justamente la hora.

—En la encrucijada del camino de San Dionisio y de la Revolte.

—¡Aquí mismo!

—Aquí, ni más ni menos, maestro Rodolfo.

—¡Ah, el Maestro de Escuela!… ¡Cuidado, señor Rodolfo!… —exclamó Flor de María.

—No temas, hija mía… No es él quien ha de venir, sino la Lechuza.

—¿Cómo han podido conocer a esos miserables el hombre y la mujer disfrazada que me buscaban en la taberna? —dijo Rodolfo.

—Eso no lo sé. Pero me parece que no he despertado hasta el remate de la función; porque el hombre alto hablaba de recobrar su cartera, que la Lechuza le ofrecía traer hoy aquí…, a cambio, por supuesto, de quinientos francos. Según esto es de creer que el Maestro de Escuela les había robado antes que yo despertarse y que sólo pude oírlos cuando estaban ya de buenas.

—¡Es cosa original!

—¡Dios mío!, tengo miedo por vos, señor Rodolfo —dijo Flor de María.

—El maestro Rodolfo no es ningún chiquillo, paloma; y si las cosas se pusiesen como temes…, aquí estoy yo.

—Adelante, Churiador: ¿qué hubo después?

—El grande y la pequeña prometieron dos mil francos por haceros… no sé qué. La Lechuza es quien debe venir aquí ahora mismo para devolver la cartera y saber de qué se trata, a fin de informar de todo al Maestro de Escuela, quien se encargará de lo demás.

Flor de María se estremeció.

Rodolfo sonrió con desdén.

—Dos mil francos por haceros alguna travesura, señor Rodolfo… Vamos, eso me hace pensar (salvo la comparación) que cuando veo un cartel ofreciendo cien francos de gratificación por un perro perdido, me digo modestamente: «Animal, si tú te perdieras en lugar de un perro nadie daría cien maravedís por volverte a encontrar»… ¡Dos mil francos por haceros algún daño!… Esto me hace discurrir… ¿Quién diantres sois?

—Luego lo sabrás.

—Basta, señor Rodolfo… Cuando oí esta proposición dije para mi sayo: Es preciso saber dónde moran estos ricachos que quieren azuzar al Maestro de Escuela contra el maestro Rodolfo. Luego que se alejaron salí de mi madriguera y los seguí al galope. El grande y la pequeña llegaron a un coche que estaba en el atrio de Nuestra Señora, se metieron dentro, yo me puse en la zaga, echamos a andar y llegamos al baluarte del Observatorio. Como la noche estaba obscura como un pozo y no se veía nada, hice una cortadura en un árbol para reconocer el sitio al día siguiente.

—¡Perfectamente, amigo!

—Esta mañana acudí al sitio. A diez pasos del árbol señalado he visto una callejuela cerrada con una verja. En el lodo de la callejuela había pisadas grandes y pequeñas. Al fin de la misma, una puertecita de jardín en donde cesaban las pisadas. El nido del grande y de la pequeña debía estar ahí.

—Gracias, Albino, gracias; me has hecho un gran servicio sin saberlo.

—Eso no, señor Rodolfo; perdonad… Lo sabía, y por eso lo he hecho.

—Ya lo sé, ya, amigo mío, y quisiera recompensar tu servicio más que de palabra. Por desgracia no soy más que un pobre jornalero…, aunque esos den dos mil francos por hacerme algún mal, según dices… Voy a explicártelo todo.

—Si os place, bueno; por mí no lo hagáis… Si alguno os quiere llegar al bulto, aquí estoy yo. Lo demás no me importa.

—Ya adivino lo que quieren… Sábete que poseo el secreto de cortar el marfil para los abanicos por un medio mecánico; pero este secreto no me pertenece a mí solo. Estoy esperando a mi asociado para ponerlo en práctica, y sin duda quieren hacerse a toda costa con la máquina que tengo en mi casa, porque hay mucho dinero que ganar con este invento.

—¿Con que el alto y la pequeña son…?

—Los fabricantes en cuyo establecimiento trabajo, y a quienes no he querido comunicar mi secreto.

Esta explicación pareció satisfactoria al Churiador, cuya inteligencia no estaba muy desenvuelta, y repuso:

—Ahora lo comprendo… ¡Qué envidiosos!… ¡Cobardes!… No tienen valor para dar el golpe por su mano, y… Pero, en una palabra, aquí está lo que dije para mi coleto esta mañana: Yo, me dije, sé la cita de la Lechuza y del hombre alto; tengo buenas piernas y voy a esperarlos; mi amo el descargador me echará de menos; peor para él… Llego aquí, veo este barranco, traigo de acullá un brazado de heno, me entierro en él hasta los ojos y aguardo a la Lechuza… Pero en este medio tiempo aparecéis en el llano con la pobre Cantaora, que viene a sentarse a la misma orilla de mi escondite. Y entonces, ¿qué hago?… Una broma. Doy un grito como un escaldado y salgo de mi cueva…

—¿Cuál es tu intención?

—Esperar a la Lechuza, que no dejará de llegar primero, y oír lo que habla con el hombre alto, por lo que os pueda ir en ello. En todo el llano no hay más que este tronco de árbol tendido, parece hecho para sentarse en él y desde aquí se descubre mucho terreno. La cita es en la encrucijada, a cuatro pasos; apostaría a que viene a sentarse aquí. Si no viene y no puedo oír lo que pasa, caigo sobre la Lechuza y temblará el mundo… No haré más que pagarle lo que le debo por el diente de la Cantaora. Le retorceré el pescuezo hasta que me cante de llano el nombre de los padres de la pobre chica, ya que dijo que los conocía… ¿Qué os parece mi idea, maestro Rodolfo?

—Buena, querido mío. Pero es preciso cambiar algo el plan.

—¡Ah!, sí. En primer lugar, Churiador, no riñáis con nadie por causa mía… Si hacéis daño a la Lechuza, el Maestro de Escuela…

—No tengas cuidado, pimpollito… Yo pondré mi mano en la Lechuza… Por tener como defensor al Maestro de Escuela, doblaré la receta.

—Escucha, Churiador; yo sé otro modo de vengar a la Cantaora, que te diré más tarde. Por ahora —dijo Rodolfo alejándose algunos pasos de la Cantaora y bajando la voz— por ahora, ¿quieres hacerme un verdadero servicio?

—Hablad, maestro Rodolfo.

—¿No te conoce la Lechuza?

—La he visto ayer por primera vez en el Conejo Blanco.

—He aquí lo que tienes que hacer… Te esconderás desde luego; mas al punto que la sientas cerca de ti, saldrás del agujero.

—¿Para retorcerle el pescuezo?

—No…, eso más adelante… Hoy es menester impedir que hable con el hombre alto… Si éste ve que hay alguien con ella, no se atreverá a acercarse… Si se acerca, no te separes de ella un solo instante…, pues no le hará proposición alguna delante de ti…

—Si el hombre me llama curioso…, hago mi negocio, y adelante… Al fin no es un Maestro de Escuela ni un maestro Rodolfo. Sigo a la Lechuza como una sombra, el hombre no dice una sola palabra que yo no oiga, y por último se marcha con su madre gallega… Pero he de dar una tunda a la Lechuza, ¿verdad? Esto lo necesito para descargar la conciencia… Ya me pican las carnes…

—Todavía no es tiempo… ¿Sabe la tuerta si eres o no ladrón?

—No, a no ser que el Maestro de Escuela le haya comunicado que no me lleva el diablo por ese camino.

—Y si se lo ha dicho, tú procurarás hacerla creer lo contrario.

—¿Yo?

—Tú.

—¡Qué diablo, señor Rodolfo!… ¿Qué me decís?… Esa farsa no me acomoda.

—Harás lo que quieras… Y verás cómo no te propongo una infamia… Luego que el hombre se haya alejado, como la Lechuza estará furiosa por no haber podido hacer su negocio, procurarás calmarla diciendo que sabes dónde hay un buen gazapo, que estás aquí aguardando a tu cómplice, y que si el Maestro de Escuela quiere tomar parte… ganará mucho oro, y…

—¡Vaya… vaya!… Pero, señor…

—Al cabo de una hora le dirás: «Mi compañero no viene… Sin duda deja el golpe para otro día…» Y citarás a la Lechuza y al Maestro de Escuela para mañana. ¿Entiendes?

—Entiendo.

—Y esta noche a las diez, saldrás a la esquina de la calle de las Viudas y los Campos Elíseos. Allí te diré lo demás…

—Si es una zancadilla, tomad bien las medidas… El Maestro de Escuela es muy ladino… Le habéis sacudido el polvo… y a la menor sospecha es capaz de asesinaros.

—No tengas miedo.

—¡Cáspita!, hacéis de mí lo que os da la gana. Pero no está ahí el mal, porque ya se me alcanza la suerte que aguarda al Maestro de Escuela y a la Lechuza… El mal está… Señor Rodolfo, permitidme decir una palabra.

—Habla.

—No es porque os crea capaz de tenderle un lazo para hacerle caer en manos de la policía… Es un bribón refinado, digno de mil muertes… Pero hacerlo prender…, eso no me toca a mí.

—Ni a mí tampoco, amigo mío; pero tengo unas cuentas que ajustar con él y con la Lechuza, ya que tratan con las personas que me quieren mal… Si me ayudas todo saldrá a pedir de boca.

—Pues por mí, dicho y hecho; porque al fin el uno no vale más que el otro… ¡Pronto, pronto! —gritó el Churiador—; ya descubro por allá abajo un puntito blanco. Es sin duda la marmota de la Lechuza… Marchaos pronto, que me voy a mi agujero.

—Hasta esta noche a las diez…

—En la esquina de la calle de las Viudas y los Campos Elíseos. Está dicho…

Flor de María, que no había oído esta última parte del coloquio del Churiador con Rodolfo, subió al coche con su acompañante.

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