02 febrero

1.8. El deseo

Hermoso y radiante en medio de un purísimo cielo, brillaba el sol de otoño la mañana que siguió a la noche en que ocurrieron las escenas referidas. Aunque por la elevación de las casas y lo estrecho de las calles es siempre obscuro el barrio de la Cité, parecía, sin embargo, menos horrible a la luz de tan hermoso día.

A las once de la mañana entró Rodolfo en la calle de Eeves, y se dirigió a la taberna del Conejo Blanco, ya fuese porque no temía el encuentro de las personas con quienes había estado la víspera, o bien porque quería buscarlas.

Iba vestido de obrero como el día anterior, pero en su traje se notaba mayor esmero, pues llevaba una blusa nueva abierta por el pecho que descubría una camisa de lana roja cerrada con botones de plata; el cuello de otra camisa de tela caía sobre una corbata de seda negra anudada sin aliño; los rizos de su pelo castaño caían alrededor de una gorra de terciopelo azul celeste con visera de charol, y en lugar de los zapatos herrados de la víspera, llevaba unas botas perfectamente lustradas que ceñían un lindo pie, que parecía tanto más pequeño por debajo de un ancho pantalón de terciopelo color de aceituna.

Nada desfiguraba este traje la elegante figura de Rodolfo, que era una mezcla singular de gracia, de ligereza y de fuerza.

La Pelona se hallaba en el umbral del Conejo Blanco cuando llegó Rodolfo.

—Servidora de V., señorito… Venís sin duda a buscar el cambio de vuestro luis de oro —dijo con deferente cortesía, no atreviéndose a echar en olvido que el vencedor del Churiador le había dejado la víspera en el tablero una pieza de 20 francos—. Os soy deudora de 17 francos y medio… También tengo otra cosa que deciros: ayer ha venido a buscaros un señor bien portado con una mujer del brazo, disfrazada de hombre. Bebieron de lo reservado con el Churiador.

—¡Ah, bebieron con el Churiador! ¿Y qué le han dicho?

—Aunque digo que bebieron me equivoco, porque no hicieron más que humedecer los labios; y…

—Te pregunto qué es la que han hablado con el Churiador.

—Le han hablado de varias cosas, ¿qué sé yo? De Brazo Rojo, de la lluvia, del tiempo…

—¿Conocían a Brazo Rojo?

—Al contrario, el Churiador les ha explicado quién era…, y lo que sucedió en su casa…

—Bueno, bueno, no se trata de eso.

—¿Queréis vuestro dinero, eh?

—Sí, y me llevaré la Cantaora a pasar un día de campo.

—¡Oh! Eso es imposible, querido mío.

—¿Por qué?

—Porque con no volver a mi casa me arruinaría. Todo lo que lleva puesto es mío, y me debe además noventa francos para acabar de pagarme la posada y la comida durante las seis semanas que ha estado conmigo. Si no fuese honrada como es, no la dejaría salir a la esquina de la calle…

—¿Te debe noventa francos la Cantaora?

—Noventa francos y diez sueldos, para no mentir… Pero, ¿qué os va ni que os viene en eso? Cualquiera diría que ibais a pagarlos por ella. ¡Os la echáis de Caballero!

—Toma —dijo Rodolfo arrojando cinco luises sobre el mostrador—. Dime ahora cuánto te debe por los trapos que le has alquilado.

Deslumbrada la vieja con el oro, examinó los luises uno a uno con aire de desconfianza.

—¿Piensas que te doy moneda falsa? Envía a cambiar el oro, y acabemos pronto… ¿Cuánto valen los andrajos que alquilas a esa desdichada?

El deseo de hacer un buen negocio, el asombro que le causó el ver a un jornalero dueño de tanto dinero, el temor de ser engañada y la esperanza de ganar más todavía, hicieron titubear a la figonera por un momento; al fin dijo:

—Por los vestidos me debe a lo menos… cien francos.

—¿Por aquellos andrajos? Vamos, creo que estás de broma: te quedarás con el dinero de ayer y te daré un luis… nada más. Dejarse saquear por ti es robar otra tanta limosna a los pobres.

—Entonces, querido mío, me quedaré con los vestidos y la Cantaora no saldrá de mi casa. Soy libre para poner a mis cosas el precio que me acomode.

—¡Que Satanás te confunda como mereces! Ahí tienes tu dinero: anda a buscar la Cantaora.

La tabernera guardó el dinero creyendo que el pintor de abanicos había hecho algún robo o tenido alguna herencia, y le dijo con una sonrisa maligna:

—¿Y por qué no subís en persona a buscarla?… Me parece que no le desagradaría… ¡Porque, a fe de Pelona, ayer os miraba con unos ojos!…

—Anda a buscarla y dile que quiero llevarla al campo…, nada más. Que no sepa que he pagado su deuda…

—¿Por qué?

—¿Qué te importa?

—Tenéis razón… Vale más que siga en la idea de que es mi deudora…

—¡Calla y sube… Despacha!

—¡Ay, que genio de vinagre! Pobre del que se meta en fiestas con él… Vamos, ya voy…

Y subió la Pelona.

Al cabo de algunos minutos volvió a bajar.

—La Cantaora no quería creerme; se puso como una grana cuando le dije que estabais aquí… Pero al oír que queríais llevarla al campo se hubo de volver loca: quiso abrazarme por primera vez en su vida.

—Fue con la alegría de…, dejarte.

Entró en aquel momento Flor de María vestida, como la víspera, con un vestido de alepín oscuro, chal color de naranja atado a la espalda, y un pañuelo de cuadros encarnados a la cabeza que dejaba ver dos gruesas trenzas de cabello rubio.

Bajó los ojos al ver a Rodolfo y se cubrió de rubor.

—¿Queréis pasar un día de campo conmigo, hija mía? —dijo Rodolfo.

—Con mucho gusto, señor Rodolfo, si la señora lo permite —dijo la Cantaora.

—Tienes mi licencia, palomita, en atención a tu conducta y a tus méritos… Vamos, dame un beso.

Y la hostelera acercó al de Flor de María su innoble rostro.

La infeliz criatura, venciendo una comprensible repugnancia, acercó su hermosa frente a los labios de la figonera; pero Rodolfo arrojó de un codazo a la vieja contra el mostrador de la taberna, y cogiendo del brazo a Flor de María salió del Conejo Blanco al son de las imprecaciones de la tía Pelona.

—¡Cuidado, señor Rodolfo! —dijo la Cantaora—, la tabernera no dejará de arrojaros alguna cosa a la cabeza, porque es muy mala.

—No tengáis cuidado, hija mía. Pero, ¿qué tenéis? Parecéis abatida y triste… ¿No queréis venir conmigo?

—Al contrario… Pero…, como me dais el brazo…

—¿Y qué?

—Como sois un obrero acomodado…, cualquiera podrá decir a vuestro amo que os ha visto conmigo… y esto os hará perjuicio. Los amos no quieren que sus oficiales se distraigan.

Y la Cantaora retiró suavemente el brazo y añadió:

—Id solo y os seguiré hasta la barrera. Luego que lleguemos al campo, nos reuniremos…

—No temas —dijo Rodolfo, conmovido por este sentimiento delicado, y volvió a tomar el brazo de Flor de María—. Mi patrón no vive en este barrio, y además vamos a tomar un coche en el muelle de las Flores.

—Como gustéis, señor Rodolfo. Yo os dije aquello por temor de que os sucediese algún mal.

—Lo creo y lo agradezco. Pero ya que vamos al campo, decidme francamente a qué sitio deseáis que nos dirijamos.

—Con tal que vayamos al campo, el sitio me es indiferente. El tiempo es hermoso. ¡Deseo tanto respirar el aire libre!… ¿Sabéis que hace seis semanas que no he pasado del mercado de las flores? Y menos mal que la tía Pelona me dejaba salir de la Cité, porque tenía confianza en mí.

—¿Ibais a ese mercado para comprar flores solamente?

—¡Ah! no, porque no tenía dinero, y sólo iba para verlas y para respirar su olor… Pasaba tan contenta la media hora que la Pelona me concedía los días de mercado para pasearme en el muelle, que me olvidaba entonces de todo.

—Pero al volver a la taberna… por aquellas calles tan sucias…

—¡Ah, sí!… Jamás volvía tan contenta como había salido… Y tenía que ocultar mis lágrimas para que no me pegasen… Mirad, señor Rodolfo, lo que más envidia me daba en el mercado era el ver a las jóvenes obreritas que se volvían tan alegres con un hermoso ramo en el brazo.

—Estoy seguro de que hubierais sido más feliz sólo con haber tenido tiestos en vuestra ventana.

—¡Qué verdad es esa, señor Rodolfo! Un día la tía Pelona, conociendo mi gusto, me regaló un rosalito: era día de su santo. ¡Si vierais qué contenta estaba! Ya no había tristeza para mí… No hacía más que mirar y mirar el rosal, y me divertía contando las hojas y los capullos… Pero el aire es tan malo en la Cité que al cabo de dos días empezó a marchitarse… Y entonces… Pero os vais a reír de mí, señor Rodolfo.

—No, hija mía: continuad.

—¡Pues bien, mirad! Entonces pedí licencia a la tía Pelona para sacar a pasear mi rosalito, como si fuese un niño… Lo llevaba al muelle figurándome que el aire embalsamado por las otras flores le haría revivir. Mojaba en el agua de la fuente sus hojas mustias, y luego lo ponía un cuarto de hora al sol para enjugarlo… ¡Rosalito mío! Nunca veía el sol en la Cité… Lo mismo que yo…, porque en nuestra calle no baja nunca del techo de las casas… En fin, me volvía a la taberna. ¡Ah!, os aseguro, señor Rodolfo, que a estos cuidados debió sin duda mi rosal diez días más de vida.

—Sí, os lo creo. Pero cuando murió tuvisteis un día de luto, un pesar muy grande; ¿es verdad?

—Lo he llorado, sí; lo he llorado con mucha pena… Porque, mirad, señor Rodolfo, toma una mucho cariño a las flores aunque no sean suyas. Os lo puedo asegurar. Y luego yo quería tanto a mi rosalito porque había agradecido mis cuidados…, porque…, en fin…, a pesar de lo que yo era…

Y Flor de María bajó ruborizada la cabeza.

—¡Desgraciada niña! Con ese sentimiento de vuestra horrible situación, muchas veces debisteis…

—Haber querido huir. Es verdad, señor Rodolfo —lo interrumpió la Cantaora—. ¡Ah, sí!, de un mes a esta parte muchas veces he mirado al Sena por el borde del parapeto… Pero después miraba a las flores y al cielo, y me decía: «El río estará siempre ahí… No tengo más que diez y seis años…, ¿quién sabe?».

—¿Contabais con algo cuando decíais Quién sabe?

—Sí.

—¿Qué?

—Hallar una buena alma que me proporcionase trabajo para salir de la taberna… Esta esperanza me consolaba… Y luego me decía a mí misma: «Es verdad que es grande mi desamparo y miseria; pero a lo menos no he hecho nunca mal a nadie… Si hubiera tenido alguno que me aconsejase, no me hallaría como me hallo…» Y entonces se disipaba mi tristeza, que había aumentado desde la pérdida de mi rosal —añadió Flor de María suspirando.

—¡Qué pena tan grande os da ese rosal!

—Sí… Miradlo, aquí está.

Y sacó del pecho un manojito seco muy recortado y atado con una cinta color de rosa.

—¡Ah, lo habéis conservado!

—Es lo único que poseo en este mundo.

—¡Cómo!, ¿no poseéis nada?

—Nada, señor.

—¿Y esa sarta de coral?

—Es de la figonera.

—¿No tenéis siquiera una basquiña, una gorrita, un pañuelo?…

—No, señor. Nada, nada me pertenece, a no ser las ramitas secas de mi pobre rosal. Por eso las quiero tanto.

Rodolfo y la Cantaora llegaron en esto al muelle de las Flores, en donde los esperaba un coche de alquiler. Rodolfo hizo subir a Flor de María, entró después y dijo al cochero:

—A San Dionisio. Allí te diré por dónde has de seguir.

El carruaje partió. Brillaba un hermoso sol, el cielo estaba claro y sin nubes y un aire fresco entraba libremente por las ventanas del coche.

—¡Ah!, ¡un abrigo de mujer! —dijo la Cantaora al ver un mantón que había en su asiento.

—Sí, podéis usarlo, hija mía. Lo he tomado creyendo que tendríais frío.

La pobre criatura, poco acostumbrada a tales atenciones, miró con sorpresa a Rodolfo.

—¡Dios mío, qué bueno sois, señor Rodolfo! Esto me da vergüenza.

—¿Os avergonzáis porque soy bueno?

—No…, sino que… ya no habláis como hablabais ayer; y parecéis otro…

—Decidme, Flor de María: ¿A cuál preferís, al Rodolfo de ayer… o al de hoy?

—Me gustáis más ahora… Con todo, ayer me parecía que erais más igual a mí… —Y temiendo haberlo ofendido, añadió—: Aunque… bien sé, señor Rodolfo, que esto no puede ser…

—Una cosa extraño en vos, Flor de María.

—¿Qué es, señor Rodolfo?

—Parece que os olvidáis de lo que os dijo anoche la Lechuza… Conoce a las personas que os han criado.

—¡Ah!, no me he olvidado, no… He llorado toda la noche pensando en eso. Pero estoy seguro de que no es verdad. La tuerta habrá inventado ese cuento para mortificarme…

—Puede ser que la vieja esté mejor informada de lo que pensáis… Y si así fuese, ¿no os alegraríais de hallar a vuestros padres?

—¡Ay, señor Rodolfo! Si mis padres no me amaron jamás, ¿a qué fin conocerlos?… Ni siquiera querrían verme… Y si me han amado, ¿cuál sería su vergüenza?… ¡Ah!, se morirían de pesar…

—Si vuestros padres os amaron, Flor de María, os compadecerán, os perdonarán y os amarán todavía más… Si os han abandonado, su vergüenza y su remordimiento, al ver la espantosa situación en que os veis reducida, os vengarán.

—¿Y para qué vengarme?

—Tenéis razón… No hablemos más de este asunto.

Llegaba entonces el coche a la encrucijada de los caminos de San Dionisio y la Revolte, cerca de San Ouen.

A pesar de lo monótono de aquel sitio, Flor de María se llenó de gozo al ver los campos, como ella decía; y olvidando los tristes recuerdos que le había inspirado el nombre de la Lechuza, se cubrió su hermoso rostro de angelical alegría, asomóse a la ventanilla y, batiendo exaltada las manos, gritó:

—¡Señor Rodolfo, qué dicha, qué felicidad!… ¡La hierba!… ¡Los campos!… ¡Dios mío!… Si me permitierais bajar… ¡Hace un día tan hermoso!… ¡Qué gusto me daría correr por esos campos!

—Corramos, hija mía… ¡Cochero, para!

—¿También queréis correr, señor Rodolfo?

—Sí, prenda mía.

—¡Qué felicidad, señor Rodolfo!

Y agarrándola de la mano los dos compañeros empezaron a correr por un prado acabado de segar, hasta que les faltó el aliento.

Sería imposible decir los gritos de gozo, los saltos y arrebatos de alegría que dio y sintió Flor de María. ¡Pobre criatura!, después de tan largo encierro la embriagaba el aire libre… Iba, venía, se paraba y volvía a correr sin poder sujetar los impulsos de su inocente gozo. A cada mata de flores silvestres que encontraba no podía contener nuevas exclamaciones de alegría. Después de haber cogido cuantas flores alcanzó con la vista y de haber corrido algún tiempo, se apoyó por último cansada y sin aliento, pues había perdido la costumbre de hacer ejercicio, en el tronco de un árbol tendido a lo largo de un profundo barranco.

El rostro blanco y transparente de Flor de María, de ordinario pálido, estaba entonces cubierto de un vivo sonrosado. Sus grandes ojos azules brillaban con dulzura; sus labios encarnados y entreabiertos para dar paso a la agitada respiración, dejaban ver dos hermosas hileras de perlas húmedas; su seno se agitaba bajo el pequeño y gastado chal naranja; con una mano comprimía los latidos del corazón, y con la otra presentaba a Rodolfo el ramillete de flores silvestres que había cogido.

Nada más hermoso que la expresión de gozo inocente y puro que exhalaba el rostro de Flor de María.

En cuanto pudo hablar, dijo a Rodolfo con acento de inefable dicha y de agradecimiento casi religioso:

—¡Cómo bendigo a Dios por habernos dado tan hermoso día!

Brilló una lágrima en los ojos de Rodolfo al oír que esta criatura abandonada y perdida daba un grito de felicidad y de gratitud al Ser Supremo, porque le permitía disfrutar de un rayo de sol y de la vista de un prado.

Un accidente inesperado sacó a Rodolfo de su meditación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario