08 febrero

1.11. A medida del deseo

En esto, dijo Rodolfo al cochero una vez que habían pasado la aldea de Sárcelles:

—Toma el primer camino a la derecha, atraviesa Villiers-le-Bel, tuerce luego a la izquierda y sigue de frente.

Y volviéndose a la Cantaora, continuó:

—Flor de María, ya que vais tan contenta en mi compañía, podríamos divertirnos haciendo castillos en el aire, como decíamos antes. A lo menos no me echaréis en cara lo que gaste de este modo.

—¡Oh! Por ese gasto, no… Vamos, haced vuestro castillo.

—No… primero el vuestro, Flor de María.

—Pues bien; a ver si adivináis el mío, señor Rodolfo.

—Vamos a ver… Supongo que este camino… Y digo éste porque vamos por él…

—¿Y para qué buscarlo más lejos?

—Supongo, pues, que este camino nos conduce a una hermosa aldea, muy distante de la carretera.

—Sí, cuanto más retirada mejor.

—Está situada en una cuestecita, y hay árboles entre las casas.

—Y pasa cerquita un riachuelo…

—Ni más ni menos…, un riachuelo… Al fin del lugar, hay una linda casa de campo. A un lado de la casa hay un palomar y una huerta, y al otro un jardín con muchas flores.

—Y suponemos que es la casa adonde vamos.

—Sin duda.

—¿Y en dónde nos darán leche?

—¿Cómo leche? Eso no; rica nata y huevos frescos.

—Que cogeríamos del nido nosotros mismos, ¿verdad?

—Sin duda.

—¿E iríamos al establo a ver las vacas?

—Seguramente.

—¿Y también las veríamos ordeñar?

—Es claro.

—¿Y veríamos el palomar?

—También el palomar.

—¡Jesús, qué felicidad!

—Pero dejadme acabar de haceros la descripción de la quinta.

—Bueno; seguid.

—En el piso bajo hay una gran cocina para las personas de la quinta y un comedor para la dueña de casa.

—Y la casa tiene persianas verdes… Y es tan alegre, ¿no es verdad, señor Rodolfo?

—Vayan las persianas verdes; soy de vuestro parecer… No hay cosa más alegre que las persianas verdes… Como es natural, la dueña de la quinta sería vuestra tía.

—Ya se ve que sí… Y una mujer muy guapa.

—Excelente: os amaría como una madre.

—¡Ay, tía de mi alma!… ¡Debe de ser tan delicioso el ser amada por alguna persona!…

—¿Y la amaríais también?

—¡Oh! —exclamó la Cantaora juntando las manos y alzando los ojos al cielo con una expresión de felicidad imposible de retratar—: ¡Oh, sí! La amaría; y también la ayudaría a trabajar, a coser, a lavar, a guardar las frutas para el invierno; en fin, a todos los quehaceres de la casa… No se quejaría de mí, no; ¡os lo aseguro, señor Rodolfo!… Y por la mañana…

—Esperad, Flor de María, que acabe de pintaros la casa… ¡Qué impaciente sois!

—Seguid, seguid, señor Rodolfo. Ya se conoce que estáis acostumbrado a pintar lindos países en vuestros abanicos —dijo riendo la Cantaora.

—Pues dejadme acabar mi casa, habladorcilla…

—Sí, es verdad, soy una charlatana… ¡Pero estoy tan encantada con eso!… Vamos, señor Rodolfo, ya os escucho: acabad vuestra casa de campo.

—Vuestro cuarto está en el primer piso.

—¡Mi cuarto! ¡Qué gusto! ¡Vaya, veamos mi cuarto! —Y la joven se estrechó contra Rodolfo, mirándole con sus grandes ojos muy abiertos y llenos de curiosidad.

—Vuestro cuarto tiene dos ventanas que dan al jardín de flores y a un prado regado por el riachuelo. Al otro lado del río hay un soto de viejos castaños, en medio de cuyas ramas se ve el campanario de la iglesia.

—¡Ay, qué sitio tan lindo, señor Rodolfo! ¡Cómo me gustaría verlo!

—Y tres o cuatro vacas que pacen en el prado, separado del jardín por un seto de zarzas.

—¿También se ven las vacas desde mi ventana?

—Perfectamente.

—Y una de ellas sería mi favorita, ¿no es verdad, señor Rodolfo? Le fabricaré un collar con una campanilla y la acostumbraré a comer en mi mano.

—¿Qué más querrá ella? Es blanca, joven, y se llama Saltarina.

—¡Saltarina!... ¡Qué nombre tan lindo! ¡Pobre Saltarina mía, cómo la voy a querer!

—Acabemos de arreglar vuestro cuarto, Flor de María. Las paredes están cubiertas de una linda tela persa, y las cortinas son del mismo género. Un gran rosal y una enredadera de madreselva cubren el muro de la quinta por el lado de vuestras ventanas, de suerte que sólo con alargar la mano podéis coger todas las mañanas un ramillete de rosas y de madreselva cubiertas aún de rocío.

—¡Dios mío, señor Rodolfo, qué buen pintor sois!

—Veamos ahora cómo pasaréis el día.

—Vamos a ver.

—En primer lugar vuestra querida tía llega a vuestra cama y os despierta dándoos un tierno beso en la frente. Os trae una taza de leche porque tenéis el pecho malito, ¡pobre niña! Os levantáis, dais una vuelta por la quinta, visitáis a Saltarina, a los pollitos, a los pichones, a las flores del jardín… Llega el maestro a las nueve y os enseña a escribir.

—¿Mi maestro?

—Ya veis que es preciso aprender a leer, escribir y contar; así podréis ayudar a vuestra tía a llevar los libros de la quinta.

—Es claro, señor Rodolfo; no se me había ocurrido… Es preciso que aprenda a escribir para ayudar a mi tía —dijo muy seria la pobre niña, tan absorta con la pintura de una vida tan halagüeña.

—Después de vuestra lección miráis en qué estado se halla la ropa blanca de la casa, y os ponéis a bordar una cofia de aldeana… A eso de las dos os ejercitáis un poco en escribir; y luego salís con vuestra tía a dar un paseo, visitáis a los segadores en verano y a los labradores en otoño. Os fatigáis mucho y volvéis a casa con un puñado de hierba, recogida en el campo para vuestra querida Saltarina.

—Porque hemos de volver por el prado, ¿no es verdad, señor Rodolfo?

—Por supuesto; hay un puente de madera sobre el río. Cuando volvéis son ya las siete; y como en este tiempo son ya frías las tardes, halláis encendido un fuego resplandeciente en la cocina, y os arrimáis a la lumbre a conversar con la buena gente que allí está cenando de vuelta del trabajo. En seguida coméis con vuestra tía. Algunas veces acompañan a la mesa el señor cura o un labrador acomodado. Después os ponéis a leer o a trabajar, mientras que vuestra tía juega un rato a los naipes. A las diez os da un beso en la frente, subís a vuestro cuarto, y al día siguiente empezáis de nuevo vuestras ocupaciones y entretenimientos.

—De ese modo, señor Rodolfo, cualquiera viviría cien años sin fastidiarse un momento.

—Pero esto no es nada. ¿Y los domingos, dónde los dejáis? ¿Y los días festivos?

—¿Y qué se hace en esos días, señor Rodolfo?

—En los días de fiesta os engalanáis, os ponéis un lindo vestido de aldeana y un sombrerillo redondo que os hace más hermosa que un sol. Subís al cabriolé con vuestra tía y Joaquín, el criado de la quinta, para ir a la misa mayor de la parroquia. En verano asistís también con vuestra tía a todas las fiestas de las parroquias vecinas. Sois tan linda, tan amable, tan hacendosa. Vuestra tía os ama tanto y el cura habla tan bien de vuestras cualidades, que todos los labradores jóvenes del contorno desean bailar con vos, porque así es como empiezan siempre los casamientos… Y de este modo vais fijando poco a poco la atención en un buen muchacho… Y…

El silencio de la Cantaora llenó de sorpresa a Rodolfo.

La infeliz criatura reprimía con dificultad los sollozos. Las palabras de Rodolfo habían deslumbrado por un momento su imaginación; pero se percató por último de la realidad, y este fuerte contraste con un sueño tan dulce y sugerente le hizo comprender su verdadera situación.

—Flor de María, ¿qué tenéis?

—¡Ah, señor Rodolfo! Sin querer me habéis hecho mucho mal… He creído por un momento en ese paraíso…

—Pero ese paraíso existe… ¡Cochero, para!… Mirad, ahí lo tenéis.

El cochero se detuvo.

La Cantaora levantó maquinalmente la cabeza. Estaba en lo alto de una pequeña colina. Cuál fue su asombro, su estupor, al ver la hermosa aldea construida en un declive, la casa de campo, el prado, las hermosas vacas, el riachuelo, el soto de castaños, la torre de la iglesia, el mismo cuadro, en fin, que Rodolfo le había pintado… Nada faltaba, ni siquiera la alegre Saltarina: blanca y hermosa ternera, futura predilecta de la Cantaora. Un sol otoñal iluminaba este delicioso paisaje. Las hojas amarillas y color púrpura de los castaños se mezclaban con el azul del cielo.

—Decidme ahora, Flor de María, ¿soy buen pintor o no? —preguntó Rodolfo sonriendo.

La Cantaora le miraba con una sorpresa mezclada de inquietud… Lo que contemplaba le parecía sobrenatural.

—¿Qué significa esto, señor Rodolfo?… ¡Dios mío!… ¿Estoy despierta?… Casi tengo miedo… ¡Cómo!... ¿Lo que me habéis dicho podría ser verdad?

—Nada más sencillo, hija mía… La dueña de la quinta es mi nodriza, y yo me he criado aquí… Le he escrito esta mañana temprano para anunciarle mi llegada… Y todo es cierto.

—¡Tenéis razón, señor Rodolfo! —dijo la Cantaora dando un profundo suspiro.

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