04 febrero

1.10. El deseo

Quedó Rodolfo pensativo por algunos momentos después de su diálogo con el Albino. Flor de María le miraba con tristeza sin atreverse a interrumpir su silencio.

Rodolfo levantó la cabeza y dijo con amable sonrisa:

—¿En qué pensáis, hija mía? ¿Os ha disgustado el encuentro del Churiador? ¡Estábamos tan alegres!…

—Al contrario, señor Rodolfo; no me he disgustado, porque el Churiador podrá seros útil.

—¿No se creía en la taberna del Conejo Blanco que este hombre conservara sentimientos honrados?

—No lo sé, señor Rodolfo… Antes de lo que pasó ayer le había visto pocas veces y apenas le había hablado… Lo tenía por tan malo como los demás…

—No hablemos más de eso, prenda mía. Sentiría en el alma contristaros, pues mi objeto es haceros pasar un día alegre.

—¡Ah! Estoy muy contenta, muy alegre. ¡Hacía tanto tiempo que no había salido de París!…

—Desde vuestros paseos con Alegría, ¿verdad?

—Es verdad, señor Rodolfo… ¡Dios mío! Era en primavera… Pero aunque estamos en otoño, no por eso tengo menos placer. ¡Qué hermoso sol hace!… ¡Mirad aquellas nubecitas color de rosa… y aquella colina!… Y aquellas casas blancas tan lindas en medio del arbolado… ¡Qué verdes están aún las hojas! Es de admirar en el mes de octubre, ¿verdad, señor Rodolfo? Pero en París las hojas se marchitan tan pronto… ¡Mirad, mirad aquella bandada de palomas, cómo se posa sobre el tejado de un molino!… ¡Jesús! En el campo no se cansa una de mirar; todo es hermoso, todo divierte.

—¡Es admirable el ver cuánto placer os causan todas esas pequeñeces, que forman la verdadera hermosura del campo!

En efecto, a medida que la joven contemplaba el cuadro risueño que se presentaba a su vista la fisonomía expresaba mayor placer y exaltación.

—Y allá abajo… Mirad en el barbecho aquel fuego de rastrojo… ¡Cómo sube el humo blanco hacia el cielo!… Y aquel labrador con sus dos caballos tordos… ¡Cómo me gustaría ser labrador si fuese hombre!… Seguir tras el arado en la llanura… Y ver los sotos grandes y verdes allá a lo lejos, en un día hermoso como éste… Le daría a una ganas de cantar canciones tristes, de esas que hacen saltar las lágrimas…, como la de Genoveva de Brabante.¿Sabéis la canción de Genoveva de Brabante, señor Rodolfo?

—No, no, prenda mía; pero si quieres darme gusto me la cantarás luego… Tenemos por nuestro todo el día.

Al oír estas palabras, vuelta en sí la Cantaora de su éxtasis de placer al considerar que después de aquellas horas de libertad volvería al encierro de la infestada taberna. Ocultó el rostro con las manos y empezó a derramar un copioso llanto.

Rodolfo le dijo, sorprendido:

—¿Qué tenéis, Flor de María? ¿Por qué lloráis?

—Nada…, por nada, señor Rodolfo —y enjugó las lágrimas procurando esbozar una sonrisa forzada—. Perdonadme si me entristezco… No hagáis caso… No tengo nada, os lo juro. No es más que una idea… Ahora voy a estar alegre.

—Pero estabais tan contenta hace un momento…

—Por eso mismo… —respondió sencillamente Flor de María, levantaba hacia Rodolfo los ojos llenos aún de lágrimas.

Estas palabras revelaron a Rodolfo todo el interior de la joven; y queriendo disipar su melancolía, le dijo sonriendo:

—Apuesto a que estabais pensando en vuestro rosal, y que sentíais no traerlo aquí para que disfrutase también del paseo.

La Cantaora tomó esta chanza como motivo para sonreír, la tristeza desapareció gradualmente de su ánimo; sólo pensó en divertirse y en estar alegre. En aquel momento se descubrió la torre de la iglesia de San Dionisio.

—¡Qué hermoso campanario! —exclamó Flor de María.

—Es el de la magnífica iglesia de San Dionisio. ¿Queréis verla? Haré detener el coche.

La Cantaora bajó los ojos.

—Desde que estoy en casa de la tía Pelona no he entrado en ninguna iglesia; no me he atrevido. En la prisión me gustaba tanto cantar en la misa, y el día de Corpus hacíamos unos ramilletes tan hermosos para el altar…

—Dios es bueno y clemente. ¿Por qué temes rogarle y entrar en una iglesia?

—¡Oh! No, no… Señor Rodolfo…, eso sería una impiedad… Basta ofender a Dios de otra manera.

Después de un momento de silencio, dijo Rodolfo a la Cantaora:

—¿Habéis amado a alguno antes de ahora?

—Nunca, señor Rodolfo.

—¿Por qué?

—Ya habéis visto las personas que van al Conejo Blanco… Y además, para amar es preciso ser honrada.

—¿Cómo?

—No depender sino de sí misma… Poder… Pero, vamos…, señor Rodolfo, si lo lleváis a bien os ruego que no hablemos de eso.

—Bien, Flor de María, hablemos de otra cosa… Mas, ¿por qué me miráis así? Otra vez tenéis lágrimas en los ojos… ¿Soy yo la causa de vuestra pena?

—¡Ah, no! Al contrario; pero sois tan bueno conmigo que eso mismo me da ganas de llorar… Y luego no me tuteáis… Y…, en fin, cualquiera diría al ver la satisfacción con que me veis alegre que sólo me habéis traído aquí para que me divierta. No contento con haberme defendido ayer…, me traéis hoy al campo para hacerme pasar un día como éste a vuestro lado…

—¿Sois de veras feliz?

—¡Ah! ¿Cuándo olvidaré esta felicidad?

—¡Es tan rara la felicidad!

—Sí, muy rara.

—Yo, para suplir lo que no tengo me divierto muchas veces con imaginar lo que me convendría tener, y me digo: He aquí lo que desearía poseer: la fortuna que ambiciono… Y vos, Flor de María, ¿no discurrís también a veces de este modo? ¿No hacéis vuestros castillos en el aire?

—En otro tiempo, cuando estaba en la prisión, sí. Antes de ir a la taberna pasaba el tiempo en eso y en cantar; pero ahora, raras veces… Y vos, señor Rodolfo, ¿qué es lo que ambicionáis?

—¿Yo? Quisiera ser rico; muy rico… Tener criados, una gran casa, ir todos los días al teatro, a buenas reuniones… ¿Y vos, Flor de María?

—¿Yo? Yo con menos me contentaría: quisiera tener con qué pagar a la tía Pelona, algún dinero para mantenerme mientras no hallase trabajo, y un cuartito bien limpio con vista al campo para hacer mi labor, y…

—Y muchas flores en vuestra ventana…

—¡Ah! Eso sí… Vivir en el campo, si pudiera ser, y nada más…

—Un cuartito para trabajar es lo necesario; pero nunca está de más el desear algo superfluo… ¿No querríais poseer también coches, diamantes y ricos vestidos?

—Yo no deseo tanto… Mi libertad, vivir en el campo y estar segura de no morir en un hospital… ¡Ah! Sobre todo, no morir en un hospital… Este pensamiento, señor Rodolfo, me acomete y me espanta muchas veces.

—¡Oh! Sí… Nosotros, los pobres…

—No lo digo por la miseria… Eso no. Pero después…, cuando una se muere…

—¿Qué?

—¿No sabéis lo que hacen de una tras su muerte?

—No.

—Había en la prisión una muchacha conocida mía, que murió en el hospital… ¡Oh! Su cuerpo fue entregado a los cirujanos… —dijo estremeciéndose la pobre criatura.

—¡Eso es horrible! Pero decidme, niña desgraciada. ¿Tenéis con frecuencia esos pensamientos siniestros?

—Os sorprende, señor Rodolfo, el que tenga vergüenza aun después de muerta… ¡Ay de mí! Es lo único que me ha quedado.

Estas palabras conmovieron profundamente a Rodolfo.

Flor de María observó el aire melancólico de su compañero, y le dijo con timidez:

—Perdonad, señor Rodolfo. Yo no debería tener esas ideas. Me habéis traído para que estuviese alegre, y sólo hablo de cosas tristes…, ¡tan tristes, Dios mío! No sé cómo pasa esto; no puedo remediarlo… Nunca he sido tan feliz como hoy, y sin embargo lloro a cada momento… No queréis que llore, ¿es verdad, señor Rodolfo?… Pero ya veis que mi tristeza se fue tan pronto como ha venido… Ahora no os daré más penas… Estaré contenta… Mirad, señor Rodolfo…, miradme a los ojos… Ya soy dichosa.

Y después de haber abierto y cerrado los ojos dos o tres veces para disipar una lágrima rebelde, los abrió cuanto pudo y miró a Rodolfo con una sencillez encantadora.

—Flor de María, os ruego que no os reprimáis… Alegraos si queréis, o entristeceos si os gusta más… También yo, hija mía, tengo a veces ideas tan melancólicas como las vuestras… Sería para mí un tormento el fingir una alegría que en realidad no sintiese.

—¿De veras, señor Rodolfo? ¿También vos os entristecéis?

—También, hija mía; mi porvenir no es más seguro que el vuestro… No tengo padre ni madre… Si mañana caigo enfermo no sabré cómo sostenerme… Lo que gano lo gasto en el mismo día.

—Hacéis mal, muy mal, señor Rodolfo —dijo la Cantaora en un tono de grave reconvención que le hizo sonreír—. Deberíais poner algo en la caja de ahorros… Todo mi mal viene de no haber economizado bastante… Con cien francos ahorrados, un obrero no depende jamás de nadie, ni se ve nunca en apuros… Y os apuros obligan muchas veces a obrar mal.

—Ése es un consejo muy prudente, alma mía. Pero, ¿cómo podría yo reunir 100 francos?

—Es muy sencillo, señor Rodolfo. Voy a ajustaros la cuenta… Veréis. ¿No me habéis dicho que ganabais a veces cinco francos diarios?

—Cuando trabajo, sí.

—Es preciso trabajar siempre. ¡Quién os tuviera lástima! Con un oficio tan bueno como el vuestro, pintor de abanicos, deberíais andar siempre contento. Es preciso confesar que sois poco razonable, señor Rodolfo… —dijo la Cantaora con tono severo—. Un jornalero puede vivir muy bien con tres francos: os quedan cuarenta sueldos diarios, que vienen a ser sesenta francos al cabo del mes… Y sesenta francos no es moco de pavo.

—Es verdad; pero me gusta tanto muchas veces el no hacer nada…

—Señor Rodolfo, os lo vuelvo a decir, no tenéis más razón que un chiquillo.

—Vaya pues, no os incomodéis, maestrita mía. Reconozco que me dais buenas lecciones y las seguiré.

—¿De veras? —dijo la joven, llena de alborozo—. ¡Si supierais qué placer me dais con eso!… Economizaréis cuarenta sueldos diarios, ¿no es verdad?

—Sí, los economizaré —dijo Rodolfo, sonriendo a pesar suyo.

—¿De veras?

—Os lo prometo.

—Ya veréis qué gozo os darán las primeras economías. Pero aún tengo que deciros algo más, si me prometéis no enfadaros…

—¿Tan malo os parece mi genio?

—¡Oh! Pero no…, eso me parece que no debo…

—Nada debéis ocultarme, Flor de María.

—Pues bien…, entonces…, en fin…, puesto que tenéis cualidades tan buenas que no parecéis de vuestro estado… ¿Por qué frecuentáis unas tabernas como la de la tía Pelona?

—Si no hubiese venido a la taberna no habría tenido la ocasión de pasar a vuestro lado un día de campo, Flor de María.

—Es verdad; pero no importa, señor Rodolfo… También yo voy muy contenta… Pero de buena gana renunciaría pasar otro día como éste si supiera que os había de causar algún perjuicio.

—Todo lo contrario, porque me dais excelentes consejos para mi gobierno.

—¿Y los seguiréis?

—Lo prometo bajo palabra de honor. Economizaré cuarenta sueldos diarios.

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