31 enero

1.7. La bolsa o la vida

Volvieron en sí Tomás y Sara de la distracción en que se hallaban, pues la puerta sonó al cerrarse. Levantáronse dando gracias al Churiador por las noticias que les había comunicado, y éste salió de la taberna en el momento en que el viento redoblaba su furia y la lluvia caía a torrentes.

El Maestro de Escuela y la Lechuza, emboscados en un portal situado frente a la taberna del Conejo Blanco, vieron que el Churiador se alejaba por el lado de la calle en donde había una casa demolida. El ruido de sus pasos, algo entorpecidos por las frecuentes libaciones de la cena, se confundieron con los bramidos del viento y con el estrépito de la lluvia que azotaba las paredes.

Tomás y Sara salieron también de la taberna y tomaron una dirección opuesta a la del Churiador.

—Van perdidos —dijo el Maestro de Escuela—. Prepara el vitriolo.

—Descalcémonos para que no nos sientan —repuso la Lechuza.

—Tienes razón.

Descalzóse la odiosa pareja, y pegados a la pared se fueron deslizando por la obscuridad. Favorecidos por este ardid, los siguieron tan de cerca que casi los tocaban.

—Afortunadamente, nos aguarda el coche en esa esquina —dijo Tomás Seyton—. La lluvia arrecia. ¿Tenéis frío, Sara?

—Puede ser que averigüemos algo por medio del contrabandista; ese Brazo Rojo —dijo Sara sin responder a la pregunta de su hermano.

Éste se detuvo de repente y replicó:

—No es ésta la calle. Debimos tomar a la izquierda al salir de la taberna. Para llegar al coche hemos de pasar por delante de una casa demolida. Retrocedamos.

El Maestro de Escuela y la Lechuza se escondieron en el hueco de una puerta, mientras que la otra pareja casi pasó tocándoles con el codo.

—Prefiero que vayan por el lado de los escombros —susurró el Maestro de Escuela—: Si se resisten…, ya tengo hecho mi plan.

Sara y su hermano volvieron a pasar por delante del Conejo Blanco y llegaron a los escombros de una casa medio demolida, cuyos subterráneos estaban descubiertos y formaban un precipicio a lo largo de la calle.

Con la ligereza de un tigre que se lanza sobre su presa, dio de repente un salto el Maestro de Escuela, y asiendo a Tomás por el pescuezo con una mano, le dijo:

—El dinero, o te echo en esa cueva.

Y empujando a Seyton hacia atrás le hizo perder el equilibrio y lo suspendió con una mano sobre la profunda excavación, mientras que con la otra agarró de un brazo a Sara, que se sintió apretar como con un torno.

Antes que Tomás hiciese el menor movimiento, la Lechuza le registró los bolsillos con maravillosa destreza.

Sara no gritó ni opuso resistencia alguna, y dijo a su hermano con serenidad:

—Dales el bolsillo, Tomás. —Y dirigiéndose al bandido, añadió—: No nos hagáis mal, pues no ponemos resistencia.

La Lechuza, después de haber registrado escrupulosamente los bolsillos de las dos víctimas, dijo a Sara:

—A ver esas manos; veamos si tienes sortijas. No… Ni siquiera un anillo… ¡Qué miseria!

Tomás Seyton no perdió su sangre fría mientras duró esta escena tan rápida como imprevista; dijo al Maestro de Escuela, cuya mano le apretaba con menos violencia:

—¿Queréis hacer un cambio? Mi cartera contiene papeles que no os servirán. Devolvédmela y mañana os daré veinticinco luises de oro.

—Ya…, para cogernos en el garlito —repuso el bandido—. Vamos, lárgate y no mires atrás. Bien librado has salido a poca costa.

—Aguarda —dijo la Lechuza—. Si es hombre de bien, podrá recobrar su cartera. —Y dirigiéndose luego a Seyton, añadió—: ¿Conocéis el llano de San Dionisio?

—Sí.

—¿Sabéis dónde está San Ouen?

—Sí.

—Enfrente de San Ouen, al final del camino de la Revolte, el campo es llano y la vista alcanza lejos. Salid allí mañana solo y con el dinero. Llevaré la cartera: si me dais os daré.

—¡Mira que te va a coger, Lechuza!

—¿Soy yo alguna tonta...? El campo es descubierto y se ve desde larga distancia. No tengo más que un ojo, pero es bueno. Y si va acompañado el gerifalte, ya pondré pies en polvorosa y se quedará sin la cartera.

Ocurriósele de repente a Sara una idea, y dijo al bandido:

—¿Queréis ganar dinero?

—Sí.

—¿Habéis visto en la taberna de donde venimos todos, porque ahora os reconozco, a un hombre a quien ha ido a buscar un carbonero?

—¿Uno delgado con bigotes? Sí; me iba a comer un pedazo de aquel espárrago, pero no me dio tiempo… Me aturdió con dos puñetazos y me hizo caer sobre un banco… Es la primera vez en mi vida… ¡Pero me vengaré!

—Bueno, pues de ése es de quien hablo —dijo Sara.

—¿De él...? —gritó el Maestro de Escuela—. Venga, 1000 francos y lo mato…

—¡Miserable! ¿Quién habla de matar?… —dijo Sara al Maestro de Escuela.

—¿Qué queréis entonces?

—Salid mañana al llano de San Dionisio y hallaréis allí a mi compañero —continuó Sara—. Ya veréis como está solo, y os dirá lo que habéis de hacer. Si cumplís, no sólo os dará 1000 francos, sino 2000.

—Mira, palomito —dijo en voz baja la Lechuza—, es negocio de dinero. Ésta es gente adinerada que quiere deshacerse de algún enemigo. Sin duda, el gayón que te querías tragar… Es preciso ir. yo iré en tu lugar… Dos mil francos, querido, valen la molestia de andar un poco de camino.

—Bien está, irá mi mujer —dijo el Maestro de Escuela—. Le diréis lo que se ha de hacer, y veremos…

—Mañana a la una.

—A la una.

—En el llano de San Dionisio.

—En el llano de San Dionisio.

—Entre San Ouen y el camino de la Revolte, al final del camino.

—Está dicho.

—Os llevaré vuestra cartera.

—Y yo os daré los 500 francos prometidos, y si sois razonable arreglaremos el otro negocio.

—Bueno; ahora coged a la derecha, que nosotros nos iremos por la izquierda. Y cuidado con seguirnos, porque si no…

Alejáronse precipitadamente el Maestro de Escuela y la Lechuza, y Tomás Seyton y Sara se dirigieron hacia el atrio de Nuestra Señora.

Un testigo invisible había presenciado esta escena… El Churiador se había metido en los escombros de la casa para abrigarse de la lluvia. Interesóle vivamente la proposición que acerca de Rodolfo hizo Sara al bandido, y alarmado por el peligro que creyó le amenazaba, sintió no tener en su mano el medio de salvarlo. El odio que experimentaba por el Maestro de Escuela y la Lechuza pudo haber contribuido a ello.

Determinó advertir a Rodolfo del peligro en ciernes. Pero no sabía cómo hacerlo, pues había olvidado las señas de la casa del titulado pintor de abanicos. ¿Cómo, pues, hablar a Rodolfo si por ventura no regresaba a la taberna del Conejo Blanco? Entregado a estas reflexiones, el Churiador había seguido maquinalmente a Tomás y Sara; los vio subir al coche que los aguardaba en el atrio de Nuestra Señora.

Al partir éste saltó a la zaga el Churiador, y a la una de la noche se detuvo en el baluarte del Observatorio, donde se apeó la pareja y desapareció por una callejuela que empieza en aquel sitio. Como la noche era muy obscura, el Churiador sacó de la faltriquera una navaja grande y realizó una profunda incisión en el tronco de uno de esos árboles, a fin de reconocer al día siguiente el lugar en que se hallaba. Dirigióse luego a su habitación, de la cual se hallaba muy distante.

Largo tiempo hacía que no había disfrutado de un sueño tan profundo y tranquilo como el de esa noche; no le aterraría la horrible visión del sargento y de los soldados moribundos.

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