22 enero

El padre Milón

Hace un mes que el sol intenso arroja sobre los campos su llama ardiente. Bajo esta furia de fuego florece la vida; hasta donde alcanza la vista, la tierra es verde. Y el cielo, azul hasta los confines del horizonte. Las granjas normandas en medido de la llanura parecen, vistas desde lejos, bosquecillos, al estar rodeadas de hayas altivas. Desde cerca, cuando abrimos la barrera rojiza, nos parece contemplar un jardín gigantesco, pues los manzanos, tan fibrosos como los campesinos, permanecen en flor. Los viejos troncos negros, corvos, tortuosos, alineados en los patios, extienden bajo el cielo sus dólmenes brillantes, blancos y rosas. El dulce perfume de su esplendor se mezcla con los pesados olores de los establos abiertos y con los vapores del abono que fermenta, asaltado por las gallinas.

Es mediodía. La familia come bajo la sombra del peral que crece junto a la puerta. El padre, la madre, los cuatro hijos, las dos sirvientas y los tres criados. Apenas si hablan. Comen primero la sopa, luego traen la bandeja de estofado a base de patatas y tocino. De vez en cuando se levanta una sirvienta para llenar la jarra de sidra en la bodega.

El fornido hombre de unos cuarenta años contempla, arrimada a las paredes de su casa, un viñedo sin hojas; parece deslizarse como una serpiente bajo los postigos.

Dice por fin: «Este año brota la viña de padre muy pronto. Pued que».

La mujer vuelve la cabeza y no dice nada. La habían plantado justo en el sitio donde habían fusilado a padre.

Fue durante la guerra de 1870. Los prusianos ocupaban el país. El general Faidherbe, con el ejército del norte, resistía tan bien que mal. Y el estado mayor prusiano se había instalado en esta granja. Su propietario, el viejo Pierre Milón, les había acogido e instalado de la mejor de las maneras. La avanzadilla alemana llevaba un mes en el pueblo. A dos leguas de allí, los franceses permanecían inmóviles. Sin embargo, cada noche desaparecían ulanos.

Los exploradores que enviaban para efectuar rondas, si bien partían por parejas, no regresaban nunca.

Por la mañana los recogían muertos en pleno campo, al borde de un camino, en una fosa. Sus caballos también yacían en medio de los caminos, un tajo de sable en las gargantas. Parecía que esos asesinatos fueran cometidos por los mismos hombres, a quienes no era posible descubrir.

Aterrorizaron a la región. Por simples denuncias fusilaron a campesinos, encarcelaron a mujeres; se hizo cantar a los niños por el método del miedo. Nada descubrieron.

Pero una mañana hallaron al padre Milón extendido en el suelo del establo, la cara partida de un tajo.

A tres kilómetros de la granja aparecieron dos ulanos destripados. Uno de ellos sujetaba todavía su arma ensangrentada. Había peleado y se había defendido. Enseguida montaron un consejo de guerra al aire libre, delante de la granja. Condujeron al viejo. Tenía sesenta y ocho años, era pequeño, delgado, un poco torcido, con manos grandes que recordaban a las pinzas de los cangrejos. Sus cabellos apagados, raros, y tan ligeros como las plumas de un pato joven, no ocultaban suficientemente la piel del cráneo. La del cuello, morena y arrugada, mostraba abultadas venas, que se enterraban bajo las mandíbulas y reaparecían en las sienes. En la comarca lo tenían por avaro y escrupuloso en los negocios.

Lo colocaron de pie, rodeado de cuatro soldados y delante de la mesa de cocina que habían sacado afuera. Cinco oficiales y el coronel tomaron asiento frente a él.

El coronel le habló en francés:

«Padre Milón, hasta ahora sólo hemos tenido elogios para con usted. Se ha portado siempre de manera atenta y complaciente. Pero pesa sobre usted una terrible acusación. Es preciso que se haga la luz. ¿De qué manera ha sido usted herido en la cara?»

El campesino guardó silencio.

El coronel prosiguió:

«Este silencio obstinado lo condena, padre Milón. Deseo que me responda, ¿me ha oído? ¿Sabe usted quién ha matado a los dos ulanos cuyos cadáveres han aparecido esta mañana cerca del Calvario?

El viejo articuló con claridad:

«Fui yo».

El coronel, sorprendido, calló durante unos segundos. Miró fijamente al prisionero. El padre Milón seguía impasible, con ese aire torpe y rústico; mantenía los ojos bajos, como si acabara de hablar al cura. Un solo detalle revelaba acaso cierta turbación: se tragaba la saliva con visible esfuerzo, como si un bulto le hubiese atravesado la garganta.

La familia del buen hombre, su hijo Jean, su nuera y sus dos nietos permanecían detrás, a diez pasos, sobresaltados y consternados.

El coronel prosiguió:

«¿También sabe quién ha matado a los exploradores de nuestro ejército, que cada mañana aparecen desde hace un mes por toda la campiña?»

El viejo contestó:

«Fui yo».

—¿Usted los ha matado a todos?

—A todos; sí, he sido yo.

—¿Solo?

—Yo solo.

—Cuénteme, ¿cómo lo hacía?

Esta vez pareció emocionarse; el hecho de que necesitara hablar desde hace mucho lo volvía torpe. Balbuceó:

—¿Qué sé yo?... Lo hice conforme se presentaba la ocasión.

El coronel prosiguió:

«Le advierto que tendrá que contármelo todo. Hará bien en empezar enseguida. ¿Cómo empezó a maniobrar?»

El hombre lanzó una mirada azorada a su familia, que seguía detrás de él. Dudó un instante más y luego, de golpe, se decidió.

«Regresaba a casa una noche, a eso de las diez, al día siguiente de vuestra llegada: primero usted y luego sus soldados. Me habéis cogido por más de 50 ecus en forraje, además de una vaca y dos ovejas. Me dije: "Como me tomen de vez en cuando 20 ecus, se lo tendré en cuenta". Y luego, almacenaba otras cosas en el corazón, que os voy a contar. Hete aquí que descubro a uno de vuestros jinetes fumando su pipa junto a la fosa, detrás de la granja. Fui en busca de la hoz y volví a pasos menudos por detrás. Él no oyó nada. De un solo golpe le corté la cabeza, uno solo, como una espiga que no tiene tiempo de exclamar siquiera: "¡uf!". Buscad en el fondo de la charca: lo encontraréis metido en un saco de carbón con una piedra de las de la barrera.

»Tenía una idea en la mente. Agarré todas sus pertenencias, desde las botas hasta el gorro, y las escondí en el horno de yeso que hay detrás del patio».

El viejo calló. Los oficiales, estupefactos, se miraban entre sí. El interrogatorio se reinició y esto fue lo que descubrieron:

Una vez cometido el asesinato, el hombre había vivido con este pensamiento: «¡Matar un máximo de prusianos!». Experimentaba por ellos el odio acerado y encarnizado del campesino a la vez cupido y patriota. Como él mismo dijo, tenía su idea. Esperó varios días.

Le dejaban libre de ir y venir, de entrar y salir a su antojo, siempre y cuando se mostrara humilde con los vencedores, sumiso y generoso. Cada día veía partir el correo. Una noche salió habiendo oído el nombre del pueblo a donde se dirigían los mensajeros. A fuerza de frecuentar a los soldados, había aprendido las pocas palabras alemanas que precisaba.

Salió del patio y se metió en el bosque, alcanzó el horno de yeso, se introdujo en el fondo de una larga galería y, habiendo recuperado las ropas del muerto, se vistió con ellas.

Entonces se puso a merodear por los campos; rampaba, seguía los taludes para esconderse, atento al menor ruido y tan inquieto como un cazador furtivo.

Cuando juzgó que había llegado la hora, se acercó a la carretera y se escondió detrás de unos matorrales. Esperó un poco más. Al fin, a eso de medianoche, el galope de un caballo retumbó en la dura tierra del camino. El hombre pegó una oreja al suelo para asegurarse de que había un solo jinete. Estaba listo para obrar.

El ulano llegaba al galope, con noticias frescas. Marchaba con el ojo alerta. Cuando estuvo a diez pasos, el padre Milón se arrastró en medio de la carretera, gimiendo: «¡Hilfe! ¡Hilfe! ¡Ayuda, ayuda!». El jinete se detuvo, creyó que era un alemán desmontado y herido. Bajó del caballo y se acercó a él sin sospechar nada. Nada más inclinarse sobre él, recibió en medio del vientre la larga hoja curva del sable. Se derrumbó sin agonía, tan sólo unos temblores supremos lo agitaron. El normando, con la alegría muda del labriego, se levantó y para darse gusto cortó la garganta del cadáver. Después lo arrastró hasta la fosa y allí lo arrojó.

El caballo, tranquilo, aguardaba a su amo. El padre Milón montó en la silla y partió al galope a través de la llanura.

Al cabo de una hora distinguió a otros dos ulanos que entraban juntos al cuartel. Hacia ellos fue derecho, gritando de nuevo: «¡Hilfe! ¡Hilfe!». Los prusianos dejaron que se acercara, sin desconfiar al haber reconocido el uniforme. Y pasó el viejo como una bola de cañón entre ambos, derribando a uno y otro con su sable y su revólver.

A continuación degolló a los caballos, ¡caballos alemanes!

Y después entró sin hacer ruido en el horno de yeso y escondió un caballo en el fondo de la oscura galería. Se quitó el uniforme, volvió a ponerse las ropas miserables y se fue a la cama para dormir hasta la mañana siguiente.

No salió durante cuatro días; esperaba que terminase la encuesta abierta. Al quinto volvió a salir y mató a otros dos soldados valiéndose de la misma estratagema. A partir de entonces, no paró. Cada noche rodaba a la ventura, aquí y allá derribaba a prusianos, galopaba por los campos desiertos, bajo la luna, ulano perdido, cazador de hombres. Una vez cumplida la misión, había dejado tras él cadáveres tendidos a lo largo de los caminos. El viejo volvía a meter en el fondo del horno de yeso su caballo y uniforme.

Hacia el mediodía, con aire tranquilo, le proporcionaba avena y agua. Alimentaba a su montura con generosidad, puesto que exigía de ella un gran esfuerzo.

Pero la víspera, uno de los asaltados se había mostrado alerta y de un sablazo le había cortado la cara al viejo payés.

No obstante, se había cargado a los dos. Había vuelto una vez más, escondido el caballo y retomado sus humildes atuendos; pero ya cerca del hogar había experimentado una flojera y se había arrastrado hasta el establo, sin posibilidad de alcanzar la casa.

Le habían encontrado lleno de sangre, tendido sobre la paja...

Al acabar su narración, alzó de pronto la cabeza y miró con obstinación a los oficiales prusianos. El coronel, acicalándose el bigote, le preguntó:

«¿Nada más que añadir?»

—Nada. Las cuentas son justas: he matado a trece, ni más ni menos.

—¿Sabe usted que va a morir?

—No os había pedido que me acordarais la gracia.

—¿Ha sido usted soldado?

—Sí, en mis tiempos he estado en campaña. Además, ustedes han sido los que habían matado a mi padre, que era soldado en tiempos del emperador. Sin contar que también habéis matado al mayor de mis hijos, François, el mes pasado, cerca de Évreux. Os debía, os he pagado. Ahora no nos debemos nada.

Los oficiales se miraban. El viejo prosiguió:

«Ocho por mi padre, ocho por mi hijo: nada nos debemos. ¡No he sido yo el que os ha buscado líos! ¡Ni siquiera os conocía! Tampoco sé de dónde venís. Y llegasteis a mi casa para dar órdenes como si estuvieseis en la vuestra. Me he vengado de mí y de los otros. Nada de remordimientos».

Y, levantando el torso anquilosado, el viejo se cruzó de brazos, en una pose de héroe humilde.

Los prusianos hablaron en voz baja un buen rato. Un capitán que también había perdido a su hijo el mes pasado defendía a este pordiosero magnánimo.

Entonces se levantó el coronel y, habiéndose acercado al padre Milón, le susurró:

«Escuche, anciano, tal vez haya un modo de salvarle la vida. Es...»

Pero el buen hombre ya no escuchaba, la mirada fija en el oficial vencedor. En tanto que el viento agitaba los cabellos en desorden de su cabeza, esbozó un horroroso gesto con que la expresión se le volvió tensa, la cara cortada por el tajo. E, hinchándosele el pecho, escupió con todas sus fuerzas en la cara del prusiano.

El coronel, ofuscado, alzó la mano y el hombre una vez más le escupió en el rostro.

Todos los oficiales se habían levantado y gritaban órdenes al mismo tiempo.

En menos de un minuto el buen hombre, siempre igual de impasible, fue puesto contra la pared y fusilado mientras enviaba sus últimas sonrisas a Jean, el mayor de los hijos, a su nuera y a los dos pequeños, quienes contemplaban perturbados la escena.

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