17 enero

1.3. Historia de la Cantaora

—Empecemos por el principio —dijo el Churiador.

—Cierto —dijo Rodolfo—. ¿Tus padres?

—No los conozco —respondió Flor de María.

—¡Qué casualidad!… ¿No lo decía yo?... Somos de una misma familia —la interrumpió el Churiador.

—¿También tú, Churiador?

—Huérfano de las calles de París… Como tú, ni más ni menos, hija mía.

—¿Quién te ha criado, Cantaora? —preguntó Rodolfo…

—No lo sé, señor. Desde que yo me acuerdo…, tendría entonces seis o siete años…, estaba con una vieja tuerta a quien llamaban la Lechuza porque tenía la nariz encorvada y un ojo verde muy redondo.

—¡Ja, ja, ja! Parece que la estoy viendo —gritó el Churiador.

—La tuerta —continuó la joven— me hacía vender buñuelos de noche en el Puente Nuevo, un modo de hacerme pedir limosna. Cuando no llevaba diez sueldos por lo menos me pegaba en vez de darme de cenar.

—¿Y estás segura de que esa mujer no era tu madre? —preguntó Rodolfo.

—Vaya si lo estoy. La misma Lechuza me echaba en cara el que no tuviera padre ni madre; siempre me decía que me había recogido en la calle.

—Según eso —dijo el bandido—, te daba correa por cena cuando no le llevabas diez sueldos.

—Y después me acostaba en unas pajas, ¡y tenía tanto frío!

—Ya se ve… ¡La paja! —exclamó el Churiador—. ¡El estiércol sería cien veces mejor! Pero dicen que hay gente tan melindrosa…

Este chiste hizo sonreír a Flor de María; que continuó diciendo:

—Por la mañana el almuerzo era lo mismo que la cena del día anterior. Me enviaba a Montfaucon a buscar miñosas para pescar, porque durante el día tenía la vieja su tienda de sedales junto al puente de Nuestra Señora. ¡Qué largo me parecía el camino desde la Mortellería hasta Montfaucon!… Ya se ve; como no tenía más que siete años y andaba muerta de hambre y de frío…

—El ejercicio te hizo crecer derecha como un huso —dijo el Churiador, haciendo fuego para encender su pipa.

—Llegaba siempre muy cansada —continuó la Cantaora— y a mediodía me daba un mendruguito de pan.

—Que no se podía comer, ¿verdad? —dijo el bandido aspirando el humo a bocanadas—. No te quejes, prenda mía, que por eso te cabe la cintura en un puño. Pero, ¿qué tenéis, camarada?… Camarada, no… ¿Señor Rodolfo? Parecéis triste. ¿Será porque esta gachona ha pasado miseria? A todos nos apretó bien el hambre. ¿Qué importa la miseria?

—¡Ah! No has pasado tanta como yo, Churiador —dijo Flor de María.

—¿Quién, yo...? Hija del alma, figúrate que eras una reina comparada conmigo. Cuando eras pequeña tenías por lo menos paja donde dormir y pan que comer. Pero yo, prenda, yo pasaba mis mejores noches de descanso en los hornos de yeso de Clichy, como un verdadero vagabundo, y mi comida eran tronchos que recogía por las calles. Pero las más de las veces, como había tanto camino hasta los hornos de Clichy, y notando que la gaza me roía los huesos, me tendía debajo de los portales del Louvre. Y en invierno disponía de sábanas blancas como la nieve.

—Un hombre es más duro. Pero una pobre niña… —dijo Flor de María—. Así andaba yo, tan gorda como una golondrina.

—¿Y te acuerdas de eso, pimpollo?

—Vaya que si me acuerdo... Cuando me zurraba la Lechuza siempre me caía al primer golpe; entonces me daba puntapiés y me decía gritando: «Esta lagartija tiene menos fuerza que un pollo; ni siquiera recibe un bofetón sin caer patas arriba». Y luego me llamaba Chillona, que es mi nombre de bautismo; no tengo otro.

—Lo mismo que yo: mi bautismo fue el de los perros perdidos. Me llamaban cosa…, máquina…, oyes…, el Albino… ¡Qué sé yo! Es de admirar cómo nuestros relatos se semejan —dijo el Churiador.

—Es claro, en la miseria —repuso Flor de María, que casi siempre dirigía la palabra a este hombre, pues se sentía cohibida delante de Rodolfo, no se atrevía a levantar los ojos para mirarlo, pese a que por lo visto era de su misma clase.

—¿Y qué hacías después de traer las miñosas? —preguntó el Churiador.

—La tuerta me hacía pedir limosna cerca del sitio en que estaba, porque hasta el anochecer no iba a freír los buñuelos al Puente Nuevo. ¡Qué lejos quedaba mi pedacito de pan! Pero, pobre de mí si le pedía de comer, porque entonces me pegaba y me decía: «Anda, Chillona, anda a hacer diez sueldos de limosna, y después te daré de cenar». Entonces yo, como tenía hambre y la Lechuza me pegaba tanto, lloraba a más no poder. La tuerta me colgaba al cuello mi tablerito de buñuelos y me ponía en el Puente Nuevo, en donde me traspasaba el frío si era invierno. Algunas veces me dormía de pie; pero no me duraba mucho el sueño porque la Lechuza me despertaba a golpes. En fin, yo estaba en el Puente Nuevo hasta las once con mi tablerito al cuello, casi siempre llorando. Al verme llorar, los que pasaban sentían lástima y algunos me daban hasta diez y hasta quince sueldos, que yo entregaba a la Lechuza. Pero ésta, para ver si me quedaba aún con algo, me registraba de pies a cabeza y me miraba hasta dentro de la boca.

—Quince sueldos son un jornal muy grande.

—Ya lo creo; por eso la tía Lechuza al ver…

—Con un ojo, ¿verdad? —interrumpió el Churiador.

—Claro; ¡si no tenía más que uno! Pues como iba diciendo, la tuerta tomó por costumbre el darme una zurra para hacerme llorar y aumentar así la caridad de los que pasaban.

—Malo es eso; pero se conoce que era lista.

—Al fin me acostumbré a los golpes. Y como la tuerta se desesperaba cuando no me veía llorar, para vengarme de ella cuanto más me zurraba más reía, aunque tuviese los ojos llenos de lágrimas.

—¡Pobre criatura! Dime, mucho te debían tentar los buñuelos…

—Es claro; y como nunca los había probado, toda mi ambición se reducía a comer algunos. Pero esta ambición me perdió. Un día al volver de Montfaucon, me dieron de golpes y me robaron el cestillo unos muchachos. Ya sabía yo lo que me esperaba al llegar: la tuerta me dio una zurra y no me dio pan. Por la noche antes de ir al puente, furiosa porque no le había vendido los buñuelos la víspera, en lugar de pegarme como tenía costumbre, me martirizó hasta hacerme sangre, me arrancaba los pelos de las sienes, que es por donde duele más.

—¡Ira de Dios! ¡Eso ya pasa de marca! —gritó el Churiador frunciendo las cejas y dando un puñetazo a la mesa—. Azotar a una niña, pase; aunque ya no me hacía buen estómago… ¡Pero, martirizarla!… ¡Bruja de los demonios!

Rodolfo, que había escuchado atentamente a Flor de María, miró con asombro al Churiador, sorprendido por este relámpago de sensibilidad.

—¿Qué tienes, Churiador? —le dijo.

—¿Qué tengo...? ¿Qué he de tener? ¡Cómo! ¿No os llega al alma lo que oís? ¡Ese monstruo de Lechuza, martirizar a esta niña! ¿O sois acaso tan duro como vuestros puños?

—Sigue, hija mía —dijo Rodolfo, sin responder al bandido.

—Iba diciendo que la tía Lechuza me había martirizado hasta hacerme llorar. Me fui al puente con mis buñuelos. La tuerta estaba con su sartén, y de cuando en cuando me amenazaba con el puño cerrado. Entonces, como no había comido desde la víspera y tenía mucha hambre, tomé un buñuelo y lo comí a riesgo de que se enfureciese la Lechuza.

—¡Bravo, hija mía! —exclamó el Churiador.

—Después me comí dos.

—¡Bravo! ¡Viva la libertad!

—¡Qué bien me supieron!… No fue por golosina, no… ¡Tenía hambre!… Pero a todo esto, una naranjera que allí cerca estaba empezó a gritar: «¡Oyes, Lechuza, mira que la Chillona te come los buñuelos!».

—¡Hola! ¡Rayo! Ahora sí que va a haber morena… Ahora sí —dijo el bandido singularmente interesado—. ¡Pobre ratilla mía! ¡Qué temor sentirías entonces! ¿Es verdad?

—¿Cómo saliste del paso? —preguntó Rodolfo, no menos interesado que el Churiador.

—¡Ah!, muy mal; pero eso fue más tarde; aunque la tuerta se había puesto furiosa al verme comer los buñuelos, no podía dejar la sartén.

—¡Ja, ja, ja! Es verdad. ¡Miren ustedes qué posición tan crítica!… —gritó el Churiador soltando una carcajada.

—La tuerta me amenazaba desde su banquillo con el gran tenedor de hierro, y luego que acabó de freír se vino hacia mí. Me habían dado tres sueldos de limosna y yo había comido por valor de seis. Me agarró de la mano sin decirme una sola palabra. Yo no sé cómo no caí muerta de miedo en ese instante. Me acuerdo como si fuera hoy, porque justamente era día de año nuevo. Había muchas tiendas de juguetes en el Puente Nuevo… Toda la tarde se me había estado desvaneciendo la cabeza sólo con mirar tantas muñecas bonitas y tantos juguetes como allí había… Ya sabéis que los juguetes son para una niña el mejor regalo del mundo.

—¿Y nunca habías tenido siquiera uno? —dijo el Churiador.

—¿Yo...? ¡Dios mío! ¿Quién me los había de dar? —respondió con tristeza Flor de María.

Aunque era en pleno rigor de invierno, no llevaba más que un vestidito de tela sin medias ni camisa, y unas almadreñas en los pies. El calor no debía de ahogarme, ¿verdad? Pues, con todo eso, cuando la tuerta me cogió de la mano todo mi cuerpo se cubrió de sudor. Lo que más me espantaba era que en vez de jurar y echar maldiciones, como de costumbre, no hacía más que refunfuñar entre dientes durante todo el camino… No me dejaba de la mano y como iba tan ligera, tan ligera, tenía que correr para seguirla. Se me cayó una almadreña y como no me atrevía a decir palabra, seguí así, con el pie descalzo por las piedras, y cuando llegamos a casa todo el pie me sangraba.

—¡Oh, perra bruja! —volvió a gritar el Churiador, golpeando de nuevo la mesa—. Me quema los hígados el pensar que esta pobre criatura va corriendo tras la vieja ladrona, con su pie sangrando…

—Vivíamos en un desván de la calle de la Mortellería, y al lado de la puerta de abajo había una tienda de bebidas, donde entró la Lechuza sin soltarme la mano. En el mostrador se bebió medio cuartillo de aguardiente.

—¡Cáspita! No lo bebería yo sin caer redondo como una piedra.

—Era la ración ordinaria de la tuerta. Puede ser que por eso me zurrase tanto por las noches. En fin, subimos a nuestro desván. Dio dos vueltas a la llave y yo me eché de rodillas, suplicándole que me perdonase por haber comido los buñuelos. A nada me respondía, y sólo murmuraba pasando furiosa de un lado a otro del cuarto: «¿Qué voy a hacer con esta Chillona, con esta ladrona de mis buñuelos?… Veamos… ¿Qué haré con ella?». Y se detuvo para mirarme con el ojo verde, que parecía una brasa. Yo seguía de rodillas. En esto, la tuerta se arrojó a un estante y agarró unas tenazas.

—¡Unas tenazas! —gritó el Churiador.

—Sí, unas tenazas.

—¿Y para qué?

—¿Para pegarte con ellas? —dijo Rodolfo.

—¿Para pellizcarte? —dijo el Churiador.

—¿Para arrancarte más cabellos?

—No, para arrancarme un diente.

El Churiador prorrumpió en una blasfemia tal, y la acompañó de imprecaciones tan furibundas, que todos los huéspedes de la taberna volvieron asombrados la cabeza.

—¿Qué es eso? ¿Qué tienes? —dijo Rodolfo.

—¿Qué tengo? ¡Oh, tuerta, bruja de Satanás! ¿Dónde está? ¡Dime dónde está, que la voy a asesinar!

—Y por fin, hija mía, ¿te arrancó el diente esa vieja miserable? —preguntó Rodolfo, mientras que el Churiador se entregaba a la explosión de su cólera.

—Sí, señor; pero no fue del primer tirón. ¡Oh, Dios mío! ¡Cuánto he sufrido! Me apretaba la cabeza entre sus rodillas como si fueran un torno. Por último, con las tenazas y los dedos me acabó de arrancar el diente; y luego me dijo: «Ahora, Chillona, te arrancaré otro como éste todos los días; y cuando no tengas ya dientes que arrancar, te echaré al río para que te coman los peces».

—¡Ah, maldita! ¡Romper, arrancar los dientes a una niña desdichada! —exclamó el Churiador más y más enfurecido.

—¿Cómo te has escapado de la tía Lechuza? —preguntó Rodolfo.

—Era tal el miedo que tenía de que me ahogase, que en lugar de ir la mañana siguiente a Montfaucon, me escapé por el lado de los Campos Elíseos. Hubiera corrido hasta el fin del mundo con tal de no caer en sus manos. Tanto anduve que llegué a un barrio lejano. No había encontrado a quien pedir limosna, y además iba tan asustada que no me acordaba de comer. Llegada la noche, entré en un almacén de maderas, y como era pequeñita me metí por debajo de una puerta vieja, me escondí en unas cortezas y virutas que había debajo de un montón de palos, y me quedé dormida. Cuando iba a ser de día sentí ruido, y me introduje más debajo de los maderos. Casi tenía calor y si hubiera tenido que comer nunca habría pasado mejor noche de invierno.

—Como yo en el horno de yeso.

—No me atrevía a salir del almacén porque pensaba que la Lechuza me buscaría por todas partes para arrancarme los dientes y ahogarme.

—¡Vaya, no me hables más de esa bruja, que me revuelves la sangre! Lo cierto es que pasaste mucha miseria; mucha. ¡Pobrecita mía! Por eso me pesa el haberte asustado ahí afuera… No te habría pegado, no…, a fe mía.

—¿Por qué me habías de pegar, si no tengo en el mundo quién vuelva por mí?

—Pues justamente no te pegaría porque no eres como las demás, y porque no tienes quién te defienda. Pero aunque digo que no tienes, es sin contar con el amigo señor Rodolfo…, que no se duerme cuando oye que te quejas.

—Adelante, hija mía —dijo Rodolfo—. ¿Cómo has salido del almacén?

—Al día siguiente, a eso de mediodía, oí ladrar un perro grande debajo de los maderos que me encubrían, y cuanto más escuchaba más sentía que se iba acercando hacia mí; hasta que por último oí una voz de hombre que decía: «El perro ladra; sin duda hay gente en el almacén». «Son ladrones» —repuso otra voz. Y los dos hombres azuzaban el perro y le gritaban: «¡Entra, entra!». Como se acercaba y temía que me mordiese, empecé a gritar pidiendo socorro con todas mis fuerzas. «¡Hola!» —dijo la voz—. «Cualquiera diría que es un niño el que está ahí». Llamaron al perro, salí de entre los maderos, y me hallé cara a cara con un señor y con un muchacho vestido de blusa. «¿Qué haces en mi almacén, ladroncilla?», me dijo el señor muy enfadado; y le respondí juntando las manos: «Por Dios, señor, no me hagáis mal; hace dos días que no como. Me escapé de casa de la tía Lechuza, que me arrancó un diente y quería echarme a los peces. Como no tenía en dónde acostarme, me metí por debajo de la puerta y dormí esta noche sobre las cortezas, entre vuestra madera, creyendo que no hacía daño a nadie». «¿A mí con esas...? Es una ladronzuela que viene a robarme los palos. Anda a buscar la guardia» —dijo el señor a su criado.

—¡Mira el viejo bruto! ¡Llamar a la guardia! ¿Por qué no llamó también a la artillería? —exclamó el Churiador—. ¡Robarle los maderos!… Y no tenías más que ocho años… ¡Qué animal!

—Es verdad, porque el criado le dijo: «¿Cómo había de robar esta criatura, señor, si es mayor que ella el menor de los palos que hay aquí?». «Tienes razón —le contestó el señor—; pero has de saber que no se introdujo en el almacén para robarlo ella, sino para que otros lo robasen. Los ladrones se valen de niños para que se oculten y les abran luego las puertas de las casas. Es preciso llevarla al comisario. Cuidado que no se escape».

—¡Cuerpo de tal! —dijo el Churiador—; ese hombre era más duro que sus palos…

—Me presentaron al comisario —continuó la Cantaora—; dijo que era una vagabunda y me llevaron a la cárcel, de donde fui conducida ante el tribunal y condenada a permanecer hasta la edad de dieciséis años en una casa de corrección. ¡Mucho se lo agradecí a los jueces!… En la prisión tenía que comer y nadie me zurraba: era un paraíso comparado con el desván de la tía Lechuza. Me enseñaron a coser; pero era muy perezosa, y me gustaba más cantar que trabajar, sobre todo cuando veía el sol. ¡Ah!, cuando hacía buen tiempo en el patio de la cárcel, sin poder contenerme, a fuerza de cantar me parecía que no estaba presa; y como cantaba tanto me pusieron entonces el nombre de Cantaora, en lugar del de Chillona que tenía. Por último, me dieron libertad nada más cumplir los dieciséis años. A la puerta de la prisión hallé a la tía Pelona, dueña de esta taberna, y dos o tres viejas de las que visitaban algunas veces a mis compañeras de encierro, las cuales me tenían ofrecido que me darían que hacer cuando saliese de la prisión.

—¡Ya, ya! ¡Ya entiendo! —dijo el Churiador.

—«Prenda mía —me dijeron la Pelona y las viejas—, ¿quieres venirte con nosotras? Te daremos vestidos nuevos y no tendrás más que hacer que divertirte». Como desconfiaba de ellas, rehusé la oferta y me dije a mí misma: «Sé coser y tengo doscientos francos en el bolsillo… Hace ya ocho años que estoy presa; deseo ser libre y feliz, porque con esto no hago daño a nadie. Cuando se me acabe el dinero no me faltará cómo ganarlo…». Así es que me puse a gastar sin precaución mis doscientos francos, y éste fue mi gran pecado. Mejor me hubiera ido de haber buscado desde luego algún trabajo… Pero no tenía quien me aconsejase. Ya se ve…, a la edad de dieciséis años…, sola en medio de París. En fin, lo hecho, hecho: en el pecado llevaba la penitencia. Empecé, pues, a gastar sin tino. Llené de floreros mi cuarto… ¡Me gustan tanto las flores!… Luego compré un vestido y un lindo chal, y me iba de paseo al bosque de Boulogne, a San Germán, a Vincennes, al campo… ¡Ah, me gusta tanto el campo!

—Con un amante, ¿es verdad, paloma? —preguntó el Churiador.

—Nunca he pensado en eso; Dios lo sabe. Lo que yo quería era que nadie me mandase. Andaba siempre con una compañera de prisión, muy buena muchacha, a quien pusieron el nombre de Alegría porque siempre estaba riendo.

—¡Alegría, Alegría! Yo conozco ese nombre —dijo el Churiador con aire pensativo.

—Apostaría a que no la conoces: es una muchacha muy honrada. En la prisión, aunque era la más alegre, era también la más trabajadora; sacó lo menos cuatrocientos francos libres de su trabajo… ¡Luego es tan ordenada y tan económica!… Cuando dije que no tenía con quien acompañarme no tuve razón. ¡Ah!, si hubiera seguido sus consejos otro gallo me habría cantado… Después de habernos divertido por espacio de ocho días, me dijo: «Ya hemos holgado bastante, ahora es menester buscar trabajo y no gastar el tiempo en fruslerías…». Iba a concluir entonces la primavera de este año… ¡Qué tiempo tan hermoso!… Y como me gustaba andar por el campo y por las alamedas, le respondí: «Quiero divertirme un poco más, hasta que no pase algún tiempo no pienso buscar trabajo». Desde entonces no la he vuelto a ver; supe hace algunos días que vive en el barrio del Templo, es muy buena costurera, gana lo menos veinticinco sueldos diarios y vive en un cuarto amueblado por su cuenta… ¡Dios mío, no iría ahora a verla por cuanto hay en el mundo! Me parece que me moriría de vergüenza si me encontrase con ella.

—¡Pobre niña! —dijo Rodolfo—; gastaste todo tu dinero en ir y venir al campo. ¿Te gusta mucho el campo?

—¡Ah, sí, señor! Toda mi ambición es vivir allí. Alegría, por el contrario, prefiere vivir en París y pasearse en los Baluartes… Pero era tan buena y tan complaciente que sólo por darme gusto salía conmigo de la ciudad.

—¿Y no has guardado siquiera algunos sueldos para vivir mientras no encuentras trabajo? —preguntó el Churiador.

—Sí; había reservado unos cincuenta francos… Pero quiso la fortuna que mi lavandera fuese una mujer llamada Loreto, que no tenía amparo debajo del cielo. Tenía entonces la barriga a la boca, y estaba siempre metida con los pies y manos en el agua para ganarse la vida. Llegado ya el caso de no poder trabajar se vio desamparada, próxima la hora de parir y sin tener con qué pagar el cuarto, del cual la echaron por último. Solicitó entrar en la Bourbe y no había vacante. Por fortuna halló una noche junto al puente de Nuestra Señora a la mujer de Gobin, que permanecía oculta desde hacía algunos días en la bodega de una casa medio demolida, detrás del hospital general…

—¿Por qué se ocultaba de día la mujer de Gobin?

—Para huir de su marido, que la quería matar. No salía sino de noche para comprar pan, y así fue como encontró a la pobre Loreto, la cual estaba tan mala que apenas podía andar y esperaba la hora del parto de un momento a otro. Viendo esto, la mujer de Gobin la llevó a la cueva en donde dormía… Por lo menos era un refugio. Partió la paja y el pan que tenía con Loreto, y ésta dio a luz un niño sin tener una triste manta con que abrigarse… La mujer de Gobin, llena de compasión y sin temer que su marido la matase, salió de su cueva ya de día claro y vino a hablarme. Sabía que conservaba aún algún dinero y que era amiga de hacer un favor, y así es que cuando me contó la desdicha de Loreto, le dije que la trajese pronto a mi cuarto, iba a alquilar para ella otro inmediato al mío. Así lo hizo. ¡Qué contenta estaba la pobre cuando se vio acostada en una cama, con su hijito al lado en una cuna de mimbres que yo le había comprado!… La cuidamos mucho Helmina y yo, y cuando pudo levantarse la socorrí con mi dinero hasta que empezó a ganar para mantenerse.

—¿Qué has hecho, hija mía, después de haber gastado el dinero que te quedaba con la pobre Loreto y su hijo? —preguntó Rodolfo.

—Entonces busqué trabajo; pero ya era tarde. Sabía coser bien, tenía buenas intenciones, y pensaba que cuando quisiese trabajar hallaría acomodo en todas partes… ¡Ah, cómo me engañaba!… Entré en un obrador y como por no mentir dije que salía de la prisión, me mostraron la puerta por única respuesta. Supliqué que me diesen trabajo de prueba, y me arrojaron a la calle como si fuese una ladrona… Entonces me acordé de lo que me había dicho Alegría, pero ya era tarde… Fui vendiendo poco a poco la ropa blanca y los vestidos que me quedaban; y por último, cuando ya no tenía más que vender, me echaron del cuarto… No había comido en dos días ni tenía en donde dormir… Entonces volví a encontrar a la Pelona y a una de las viejas, que sabían dónde vivía y no me habían perdido de vista desde mi salida de la prisión… Como me habían prometido buscarme trabajo, me fui con ellas… El hambre me había extenuado tanto que apenas tenía conocimiento… Me hicieron beber aguardiente… Y… Y… ¡No sé! —dijo la infeliz criatura cubriéndose el rostro con las manos.

—¿Hace mucho tiempo que vives con la tía Pelona, hija mía? —la preguntó Rodolfo, conmovido.

—Seis semanas, señor —respondió la Cantaora temblando.

—Ya entiendo, ya —dijo el Churiador—; te comprendo como si estuviera dentro de ti. Vamos, es preciso que lo digas todo.

—Parece que te pesa el habernos contado tu vida —dijo Rodolfo.

—¡Ah, señor! —repuso con tristeza Flor de María—; es la primera vez que traigo a la memoria estas cosas… Y en verdad, no son muy alegres.

—¡Vaya una muchacha! —dijo con ironía el Churiador—. ¿Sientes por ventura no haber sido cocinera en un figón, o criada de alguna vieja regañona?

—No importa… Nunca debe pesarle a una joven ser honrada… —contestó Flor de María dando un profundo suspiro.

—¡Qué puntillosa se ha vuelto su merced!… —gritó el Churiador, soltando una risotada—. ¿No será mejor que te vuelvas de sopetón un angelito con alas, para honra y gloria de tu linaje, que no conoces?

—Mis padres me echaron a la calle como una cosa sobrante… Puede ser que no tuviesen ellos con qué mantenerse… No se lo echo en cara; no, ni me quejo; pero hay fortunas mejores que la mía.

—Y a ti, ¿qué te falta? Eres hermosa como una Venus; no tienes más que dieciséis años; cantas como una calandria; pareces una Nuestra Señora; te llamas Flor de María… ¡Y aún te quejas!… ¿Qué dirás cuando tengas un brasero para calentar los pinreles y una tinaja de pimiento a tu lado, como la tía Pelona?

—¡Ah! Nunca llegaré a su edad.

—Tienes un privilegio de invención para no envejecer, ¿verdad?

—No, pero no soy tan fuerte como ella; y además siento hace tiempo una tos muy maligna.

—¡Oh! Eso sí. Ya me parece que te estoy viendo ir en el carro de los muertos. ¡Qué boba eres! ¡Vaya una muchacha!…

—¿Se te ocurren muchas veces esas ideas? —le preguntó Rodolfo.

—Alguna que otra vez… Mirad, señor Rodolfo, vos me entenderéis mejor: Cuando voy por las mañanas a comprar la leche, con el cuarto que me da la tía Pelona, a la lechera que se pone en la esquina de la calle de la Drapería, y luego la veo volver a su aldea con su carretilla tirada por un pollino…, ¡qué envidia me da, señor Rodolfo! Entonces empiezo a reflexionar, y me digo: «Se marcha al campo a respirar aire libre, a ver a su familia… Y yo me vuelvo sola al desván de la taberna, donde no veo bien ni al mediodía».

—Pues bien, palomita; sé muy honrada y ándate con tonterías, ya que te gusta la farsa —dijo el Churiador.

—¡Honrada! ¡Dios mío! ¿Cómo quieres que lo sea? La ropa que llevo puesta pertenece a la tía Pelona. Le debo el cuarto y la asistencia… No puedo menearme de aquí porque me haría prender por ladrona… Soy suya si no le pago.

Estremecióse la infeliz al pronunciar estas palabras, y brilló una lágrima en sus largas pestañas.

—No andes queriendo otra vida, bobona, ni te compares con una aldeana —dijo el Churiador—. No pierdas el juicio. Acuérdate de que vives en la capital, mientras que la lechera ordeña las vacas, siega la hierba para el ganado y aguanta una somanta de su marido cuando viene enfadado de la taberna. ¡Mira qué fortuna envidias tan brillante!

La Cantaora no respondió. Mantenía la vista fija, el pecho oprimido y su fisonomía revelaba una congoja profunda.

Rodolfo había escuchado con indecible interés este terrible relato. La miseria, el abandono y la ignorancia habían perdido a esta desdichada, sola en la inmensidad de París a la edad de dieciséis años.

Se acordó involuntariamente de una hija que le había arrebatado la muerte a la edad de diez años; habría cumplido dieciséis y medio, como Flor de María. Este recuerdo aumentó su interés por la desventurada cuya historia dolorosa acababa de escuchar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario