05 enero

El horla

8 de mayo.— ¡Magnífica jornada! Me he pasado toda la mañana acostado en la hierba, frente a mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la protege y le da sombra. Me agrada esta región, me gusta vivir aquí porque es donde tengo mis raíces, profundas y delicadas raíces, que ligan a un hombre con la tierra donde nacieron y vivieron sus ancestros, que lo mantienen en contacto con las formas de pensar y de comer, usos y costumbres locales, modalidades lingüísticas, acentos típicos, olores del terruño, los pueblos y el mismo aire.

Adoro la casa donde he crecido. Desde mi ventana veo el Sena, que corre a lo largo de mi jardín, detrás de la carretera, casi en mi casa, el vasto y ancho Sena, que va desde Rouen hasta Le Havre cargado de barcos.

Más allá, a la izquierda, Rouen, la extensa villa con tejados azules, donde abundan los agudos campanarios góticos. Numerosos, frágiles o anchos, dominados por la flecha de hierro forjado de la catedral. Cantidad de campanas que tocan en el aire azul durante las frescas mañanas, arrojando hasta mí el dulce y lejano bordoneo de cobre, el sonido de bronce que aporta la brisa, ya sea nítido, ya sea difuso, depende de la fuerza con que empuja.

¡Deliciosa jornada!

Hacia las once desfiló frente a mi reja un largo convoy de barcazas arrastradas por un remorcador, tan grueso como una mosca; suspiraba con rabia vomitando un humo espeso.

Tras dos goletas inglesas con el pabellón rojo ondeando al viento, un magnífico barco brasileño de tres mástiles, blanco, limpio y brillante. Tanto me gustó atisbarlo que, sin saber por qué, lo saludé con la mano.

12 de mayo.— Desde hace varios días tengo fiebre; siento que sufro, mejor dicho, me siento algo triste.

¿De dónde proceden estas influencias misteriosas, que transforman en descorazonamiento nuestra pretendida felicidad, y en angustia nuestra confianza? Diríase que el aire, el aire invisible está colmado de ignoradas Potencias, cuyos efectos llegan hasta nosotros. Me despierto alegre, con la garganta que arde en deseos de cantar. ¿Por qué? Desciendo a la orilla del río y, de repente, tras un corto paseo, regreso asolado, como si en casa me esperase la peor de las noticias. ¿Por qué? ¿Se trata de un estremecimiento provocado por el frío que, al rozar mi piel, me destroza los nervios y ensombrece mi alma? ¿Se trata de la forma de las nubes, o del color del día, el color de las cosas, tan variables que perturban mis sentidos? ¿Cómo saberlo? Todo cuanto nos rodea, todo cuanto vemos sin prestar atención, todo lo que rozamos sin reparar en ello, todo lo que tocamos sin advertirlo, todo lo que encontramos sin que lo adivinemos, ejerce sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, a través de ellos, sobre nuestras ideas y nuestro mismo corazón, efectos espontáneos, sorprendentes e inexplicables.

¡Cuánta profundidad hay en el misterio de lo invisible! Imposible de sondear con nuestros pobres sentidos, con nuestros ojos que no aprecian lo demasiado pequeño, ni lo demasiado grande, ni lo que está demasiado cerca, ni lo que está demasiado lejos, ni los habitantes de un cuerpo celeste, ni los habitantes de una gota de agua...; con nuestro oído, que nos engaña al no convertir las vibraciones del aire en notas musicales. Son hadas que realizan el milagro de cambiar la vibración en ruido, y mediante esta metamorfosis surge la música, que otorga sonoridad a la muda agitación de la naturaleza...; con nuestro olfato, más débil que el de un perro...; con nuestro gusto, que apenas es capaz de distinguir la edad de un vino.

¡Ah!, si dispusiéramos de otros órganos capaces de realizar más milagros, ¡cuántas cosas podríamos descubrir a nuestro alrededor aún!

16 de mayo.— No cabe duda de que estoy enfermo. ¡Con lo bien que me encontraba el mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o mejor dicho, una crispación febril, que atormenta lo mismo al alma que al cuerpo. Me parece que un peligro constante me acecha, siento la aprensión de una desgracia que se aproxima, o la muerte, y este presentimiento significa la espera de un mal desconocido, latente en la sangre y en la carne.

18 de mayo.— Como ya no podía dormir, he consultado a un médico. Ha descubierto que mis pulsaciones estaban aceleradas, el ojo dilatado, los nervios alterados, pero no ha visto nada de alarmante. Tengo que ducharme con agua fría y beber bromuro de potasio.

25 de mayo.— Ningún cambio. Me siento raro. En cuanto se aproxima la noche, me invade una inquietud inexplicable, como si la noche me reservara una amenaza terrible. Ceno rápidamente, luego trato de leer; pero el sentido de las palabras se me escapa, apenas si distingo las letras. Recorro entonces mi salón a grandes zancadas, oprimido por un temor confuso e irresistible, el temor por acostarme y soñar.

A eso de las diez subo a mi cuarto. Nada más entrar, doy dos vueltas a la llave, echo los cerrojos. ¿De qué tengo miedo?... Hasta el presente nada me había asustado... Abro los armarios, miro debajo de la cama; escucho, escucho... ¿Qué es lo que escucho? ¿Es posible que una simple indisposición, una circulación sanguínea quizá defectuosa, algún nervio irritado, un poco de congestión, una pequeña alteración en el funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra maquinaria interna, puedan convertir al más alegre de los hombres en un ser melancólico, y al más bravo en un cobarde...? Luego me meto en la cama y espero el sueño como alguien esperaría la llegada del verdugo. Su aparición me espanta, mi corazón late, mis piernas tiemblan; todo mi cuerpo se sobrecoge bajo el calor de las sábanas, hasta que caigo de golpe en el reposo, como quien cae para ahogarse en un pozo de agua oscuro. A diferencia de otras ocasiones, no siento venir este sueño pérfido, al acecho, que me espía para atraparme la cabeza, cerrarme los ojos, arrastrarme al vacío.

Durante dos o tres horas duermo; después un sueño, no, una pesadilla que atenaza el espíritu. Noto que estoy acostado y que duermo... No hay duda... Pero siento también que alguien se acerca, me mira, me toca, se sube a la cama, se pone de rodillas encima de mi pecho, estrecha mi cuello entre sus manos y aprieta, aprieta al máximo con el fin de estrangularme.

Yo me debato, pese a que una impotencia total me maniata, la impotencia típica de los sueños; quiero gritar, no, no es lo que quiero; quiero agitarme, no, no es lo que quiero; intento, con gran derroche de energía, jadeante, dar media vuelta, arrojar esta criatura que me aplasta y me asfixia; ¡imposible!

Y de pronto me despierto, sobresaltado, asustado, empapado en sudor. Enciendo una vela. Estoy solo.

Después de esta crisis, que se repite cada noche, me duermo por fin, sereno, hasta la aurora.

2 de junio.— Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que me pasa? El bromuro no ha dado efectos; tampoco las duchas de agua fría. Hace un rato, para fatigar mi cuerpo, aunque ya de por sí lo suficientemente fatigado, fui a dar un paseo por el bosque de Roumare. Al principio pensé que el aire fresco, ligero y dulce, repleto de olores aromáticos y de hojas, renovaría la sangre de mis venas, y daría a mi corazón una nueva energía. Tomé una avenida ancha, luego giré en dirección de La Bouille por un sendero estrecho, entre dos filas de árboles altos que otorgaban al cielo un techo verde, espeso, casi oscurecido.

Un temblor me asaltó de pronto; no es que temblara de frío, era más bien un temblor de angustia.

Aceleré el paso, inquieto por el hecho de hallarme solo, asustado sin razón alguna; la profunda soledad me oprimía incomprensiblemente el pecho. De pronto, me pareció que alguien me seguía, me pisaba los talones, estaba a punto de alcanzarme.

Me volví de golpe. No había nadie. Solo vi el camino amplio y recto, vacío, largo, terriblemente vacío; en el otro sentido se extendía igualmente más allá de la vista, fiel a sí mismo, espantoso.

¿Por qué motivo cerré los ojos? Me puse a girar muy rápido sobre mis talones, como si fuera una peonza. Casi me caigo; reabrí los ojos; los árboles danzaban, la tierra flotaba; tuve que sentarme. Después, ¡ah!, ¡ignoraba por dónde había venido! ¡Qué raro! ¡Qué raro! Lo ignoraba todo. Tomé hacia la derecha y volví a la avenida que me había conducido hasta lo más profundo del bosque.

3 de junio.— La noche ha sido horrible. Pienso ausentarme durante varias semanas. Un pequeño viaje me sentará bien.

2 de julio.— Estoy de vuelta. Curado. He hecho una excursión encantadora. He visitado el Monte Saint-Michel, que no conocía aún.

¡Qué panorama vimos al llegar a Avranches, hacia el final de la jornada! Se sitúa sobre la colina. Me llevaron al jardín público, a un extremo de la ciudad. Di un grito de sorpresa. Una bahía de grandes dimensiones se extendía a mis pies, la vista se perdía en ella, entre dos salientes confundidos por la bruma, en lontananza. Y, dentro de esta inmensa bahía amarilla, bajo un cielo dorado y nítido, se alzaba un extraño monte, sombrío y puntiagudo, en medio de las arenas. El sol acababa de ponerse y en el horizonte aún llameante se dibujaba el perfil de esta fantástica roca, que porta en su cumbre un increíble monumento.

Me dirigí a él cuando amanecía. Como la víspera, la mar estaba baja. Miraba levantarse delante de mí, conforme me aproximaba, la sorprendente abadía. Luego de varias horas de caminata, alcanzaba el enorme bloque de piedra que hay en la pequeña ciudadela dominada por la gran iglesia. Tras recorrer la calle estrecha y rápida, entraba en la más admirable construcción gótica, tan amplia como una ciudad, repleta de salas bajas, aplastadas por las bóvedas; las galerías, sostenidas por frágiles columnas. Entraba en esta gigante joya de granito, tan ligera como un delantal, cubierta de torres, esbeltos campanarios, hasta donde llegan las retorcidas escaleras, que elevan al cielo azul de los días, al cielo negro de las noches, sus extrañas cabezas adornadas de quimeras, diablos, animales fantásticos, flores monstruosas. Elegantes arcos labrados los unen entre sí.

Una vez en la cumbre, dije al monje que me acompañaba: «Padre, ¡qué a gusto debe sentirse en estos parajes!»

Contestó: «Sopla el viento, señor». Y nos pusimos a charlar mientras observábamos cómo subía la mar corriendo por encima de la arena y cubriéndola con un caparazón de acero.

Y el monje me narró historias, las viejas historias de la región, leyendas, siempre leyendas.

Una de ellas me impresionó. La gente de aquí, la que vive en el monte, asegura que por las noches se oye hablar en la extensión de arena, después se oye el balar de las cabras, una de ellas posee fuerte voz, las otras, más débil. Los incrédulos afirman que se trata de los gritos de las aves de mar, que se parecen lo mismo a balidos que a lamentos humanos; pero los pescadores que regresan tarde juran haber encontrado, rodando en las dunas, entre dos mareas, alrededor de la pequeña ciudad que está tan alejada del mundo, a un viejo pastor con la cabeza cubierta con su abrigo, el cual pastor conduce, marchando delante de él, a un macho cabrío con figura humana y a una cabra con figura de mujer, ambos con largos cabellos blancos y hablando sin cesar, discutiendo en una lengua desconocida, pero de repente cesan la discusión para ponerse a balar con todas sus fuerzas.

Le pregunté al monje: «¿Se lo cree?». Y él murmuró: «No sabría qué decir».

Repuse: «Si existieran en la Tierra seres diferentes a nosotros, ¿por qué seguimos ignorándolos?, ¿cómo se explica que todavía nadie los haya visto?».

Me contestó: «¿Acaso vemos la milésima parte de lo que existe? Por ejemplo, el viento, uno de los mayores prodigios de la naturaleza, capaz de tumbar a los hombres, derribar edificios, arrancar árboles, convertir el mar en montañas de agua, destruir acantilados y volcar pesados navíos, este viento que derriba, silba, gime y muge, ¿lo ha visto usted alguna vez? Y sin embargo, existe».

Guardé silencio ante este razonamiento. Una de dos, o era un sabio, o era un simple. No hubiera sabido qué escoger. Lo que acababa de decirme lo había pensado yo muchísimas veces.

3 de julio.— He dormido mal. No cabe duda de que en este lugar hay una influencia maligna, mi cochero experimenta el mismo desasosiego que yo. Al entrar ayer, había notado cómo palidecía. Le pregunté: «¿Qué te ocurre, Jean?».

—Ya no puedo descansar, señor, durante el día siento acumularse la fatiga. Desde que el señor se había ido, esta situación se había ido agravando.

Los otros criados se encuentran bien; por mi parte, temo una nueva caída.

4 de julio.— ¡Fatalidad! Vuelvo a tener las mismas pesadillas de antes. Esta noche he sentido cómo alguien se doblaba sobre mí para juntar su boca con la mía y absorber mi vida lentamente. La sacaba de mi garganta como lo hubiera hecho una sanguijuela. Una vez saciado, se ha erguido y yo me he despertado tan dolorido, roto y vacío por dentro, que no podía ni moverme. Si esto se repite nuevamente, seguro que vuelvo a marcharme.

5 de julio.— ¿He perdido la razón? Lo que ha pasado esta última noche es tan extraño que mi cabeza apenas si consigue darle algún crédito.

Según lo acostumbrado, había cerrado mi puerta con llave; luego me había bebido medio vaso de agua y en ese momento advertí que la garrafa estaba llena hasta el tapón de cristal.

Me acosté acto seguido y fui presa de uno de esos sueños horribles, del que un estremecimiento más horrible aún me sacó al cabo de dos horas.

Imaginaos un hombre que duerme, a quien alguien asesina, y que se despierta con un cuchillo en el pulmón, pronuncia estertores todo cubierto de sangre, ya no puede respirar, va a morir en la total incomprensión; así fue.

Habiendo recuperado la calma, volví a tener sed; encendí la vela y me dirigí a la mesa donde estaba la garrafa.

La volqué para llenar mi vaso; ni una gota. ¡Estaba vacía! ¡Completamente vacía! Al principio no entendía nada; luego, de repente, sentí una emoción tan viva que tuve que sentarme o, mejor dicho, me dejé caer en una silla. Luego me levanté de un salto para mirar a mi alrededor. Volví a sentarme, desconcertado y temeroso, ante el recipiente vacío. No apartaba la vista de él, trataba de comprender. Mis manos temblaban. Alguien había bebido esta agua. ¿Quién? ¿Yo? ¿Cabía otra posibilidad? Así pues, era un sonámbulo, vivía, ignorándolo, esta doble vida misteriosa que nos hace sospechar si hay dos seres en nosotros, o si un ser extraño, desconocido e invisible, se activa, en ocasiones, cuando nuestra alma reposa, y nuestro cuerpo, cautivo, obedece a ese otro con la misma eficacia que a nosotros mismos, más aún que a nosotros mismos.

¡Ah! ¿Quién podrá comprender tal angustia abominable? ¿Quién comprenderá la emoción de un hombre sano de espíritu, despierto, con los sentidos en alerta, que mira aterrorizado a través del cristal de la garrafa, cómo ha desaparecido el agua que contenía mientras él dormía? Así estuve, de pie, hasta el alba, sin osar meterme de nuevo en la cama.

6 de julio.— Me estoy volviendo loco. De nuevo han vaciado la garrafa esta noche. O, más bien, he sido yo quien la ha vaciado.

¿Es posible? ¿He sido yo? ¿Quién iba a ser si no? ¿Quién? ¡Oh, Dios mío, me estoy volviendo loco! ¿Quién me salvará?

10 de julio.— Acabo de realizar ensayos sorprendentes.

No cabe duda de que he perdido el juicio. Pero, no obstante...

El 6 de julio, antes de acostarme, había puesto en la mesita vino, leche, agua, pan y fresas.

Alguien se ha bebido —¡bebido!— toda el agua y un poco de leche. No ha tocado ni el vino, ni el pan, ni las fresas.

El 7 de julio he repetido la experiencia, con el mismo resultado.

El 8 de julio suprimí el agua y la leche y ese «alguien» no tocó nada.

Por último, el 9 de julio puse sólo leche y agua, habiendo cubierto las garrafas con tejidos de muselina blanca y protegido con hilo los tapones. Después froté mis labios, barba y manos con extracto de plomo, y me acosté.

El sueño invencible me atrapó, pero hubo el acostumbrado despertar atroz. No me había movido. Las sábanas estaban impecables. Me precipité hacia la mesita de noche. Los tejidos de muselina seguían intactos. Deshice los cordones con el pulso alterado. ¡Ese «alguien» se había bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah, Dios mío...!

No tardo en marcharme a París.

12 de julio.— París. Así pues, había perdido últimamente la cabeza. Habré sido el juguete de mi imaginación desbocada; o quizás soy verdaderamente un sonámbulo; o quizás he sufrido una de esas claras influencias, si bien inexplicables, que denominan «sugestiones». En todo caso, era presa de un pánico que rozaba la demencia, y han bastado veinticuatro horas en París para que me restablezca.

Ayer, una vez concluidas las compras y las visitas, que han refrescado y revitalizado mi alma, pasé una buena velada en el Teatro Francés. Sacaban a escena una pieza de Alejandro Dumas, hijo. La atención prestada terminó de curarme. Por supuesto que la soledad representa un peligro para los intelectuales que trabajan aislados. Necesitamos estar rodeados de personas que piensan y conversan. Cuando permanecemos demasiado tiempo solos, rellenamos el vacío con fantasmas.

Regresé al hotel contento, a través de los bulevares. Me codeaba con la muchedumbre, pensaba, no sin ironía, en mis temores y suposiciones de la otra semana, pues había creído, en efecto, que una criatura invisible habitaba bajo mi techo. ¡Qué débil es nuestra mente y de qué manera se deja sorprender en cuanto un hecho insólito llama a la puerta!

En vez de concluir de forma tajante: «No lo entiendo porque ignoro la causa», nos imaginamos enseguida terroríficos misterios y fuerzas sobrenaturales.

14 de julio.— Es la fiesta de la República. He paseado por las calles. Los petardos y las banderas me divertían como a un niño. Sin embargo, qué simpleza eso de sentirse alegres en una fecha fijada por un decreto del gobierno. El pueblo es como un rebaño imbécil, en ocasiones muestra una paciencia infinita, en ocasiones una feroz rebeldía. Le ordenan: «Diviértete». Y él se divierte. Le ordenan: «Vota al emperador». Y él vota al emperador. Y luego le mandan: «Vota a la República». Y él vota a la República.

Los dirigentes son igual de simples; pero en lugar de obedecer a otros hombres, obedecen a principios, los cuales solo pueden ser ingenuos, banales y falsos, por el hecho mismo de que representan principios, ideas que son tenidas por ciertas e inmutables, en un mundo donde de nada estamos completamente seguros, puesto que la luz es una ilusión, puesto que el ruido es una ilusión.

16 de julio.— Ayer vi cosas que me impresionaron profundamente.

Cenaba en casa de mi prima, la señora Sablé, cuyo marido dirige el 76º regimiento de cazadores de Limoges. También estaban dos mujeres jóvenes, la una esposa de un médico, el doctor Parent, especialista de enfermedades nerviosas y de los síntomas extraordinarios a que dan lugar las experiencias del hipnotismo y la sugestión.

Durante un largo rato estuvo contándonos los resultados prodigiosos obtenidos por sabios ingleses y por médicos de la escuela de Nancy.

Los datos que aportó me parecieron tan extraños que me costó darles crédito alguno.

«Estamos —afirmaba—, a punto de desvelar uno de los más importantes secretos de la naturaleza, me refiero a uno de los más importantes secretos que hay en la tierra, aunque habrá otros igual de importantes allá, en las estrellas. Desde que el hombre dispone de la facultad de pensar, desde que sabe cómo decir y escribir sus pensamientos, siente la presencia de un misterio que sus sentidos groseros e imperfectos no pueden discernir, y trata de paliar la impotencia de sus órganos con el esfuerzo de su inteligencia. Cuando esta inteligencia permanecía en estado rudimentario, el hechizo de los fenómenos invisibles se ha traducido en formas y comportamientos banales. De ahí proceden las creencias populares acerca de lo sobrenatural, las leyendas de los espíritus merodeadores, las hadas, los nomos, los aparecidos, añadiría también la leyenda de Dios, pues nuestra concepción del obrero-creador, no importa a qué religión aludamos, constituyen invenciones mediocres, estúpidas, inaceptables líneas de fuga de los cerebros asustadizos de las criaturas. Cuánto de cierto hay en estas palabras de Voltaire: «Dios ha hecho el hombre a su imagen, pero el hombre se la ha devuelto con creces».

«Desde hace poco más de un siglo, parece que estamos a punto de presentir algo nuevo. Mesmer y otros han abierto una nueva vía, y desde hace cuatro o cinco años hemos obtenido resultados verdaderamente sorprendentes».

Mi prima, tan incrédula como yo, sonreía. El doctor Parent le propuso: «¿Quiere que intente dormirla, señora?».

—¿Por qué no?

Se sentó en un sillón y él se puso a mirarla fijamente hasta que quedó fascinada. Yo experimenté algo de embarazo, mi corazón latía, la garganta me apretaba. Notaba cómo los ojos de la señora Sablé adquirían el matiz del plomo, su boca se crispaba, su pecho se agitaba.

Al cabo de diez minutos, ya estaba dormida.

«Póngase detrás de ella», ordenó el doctor.

Y yo me senté detrás de ella. Le puso en las manos una tarjeta de visita, al mismo tiempo que le decía: «Esto es un espejo; ¿qué ve en él?».

Ella respondió:

«Veo a mi primo».

—¿Qué hace?

—Se retuerce el bigote.

—¿Y ahora?

—Saca de su bolsillo una fotografía.

—¿Qué vemos en esta fotografía?

—Lo vemos a él.

Así era. Me la habían sacado aquella misma noche en el hotel.

«¿Cómo aparece?»

—Está de pie, con el sombrero en la mano.

Por consiguiente veía en esa tarjeta, un cartón de color blanco, como si hubiese visto a través de un espejo.

Las jóvenes, asustadas, exclamaban: «¡Ya es suficiente! ¡Ya es suficiente!».

Pero el doctor prosiguió: «Mañana se levantará a las ocho; irá a encontrarse con su primo en el hotel y le suplicará que le preste cinco mil francos, pues su marido sospecha cosas y se los reclamará en el próximo viaje que haga».

Después la despertó.

Al regresar al hotel, pensé en esta curiosa sesión, me asaltaron dudas, no acerca de la absoluta, la insobornable buena fe de mi prima, a quien estimaba desde la infancia como si fuera una hermana, sino que temí que se tratara más bien de alguna trampa del doctor. ¿No había disimulado en su mano un espejo que mostraba a la joven adormecida, al mismo tiempo que la tarjeta? Un truco idéntico a los que suelen ejecutar los prestidigitadores profesionales.

No tardé en acostarme.

Para mi sorpresa, a eso de las ocho y media de la mañana siguiente, el criado me despertó diciendo:

«La señora Sablé desea hablarle lo antes posible».

Me vestí rápidamente y la hice pasar al salón.

Se sentó, con gesto incómodo desde el principio, la vista puesta en el suelo, y, sin retirar el velo de la cara, me dijo:

«Querido primo, tengo un favor muy importante que pedirle».

—¿Cuál, prima?

—Me da apuro decirlo, pero no queda otro remedio. Necesito urgentemente cinco mil francos.

—¿Usted...?

—Sí, yo, o mejor, mi marido, que me ha encargado la misión de encontrarlos.

Estaba tan estupefacto que apenas si lograba balbucir mis respuestas. Me preguntaba si no se estaba burlando de mí con la complicidad del doctor Parent, si no era una simple comedia, planeada con antelación e interpretada a las mil maravillas.

Pero al mirarla con atención se disiparon las dudas. Temblaba a causa de la angustia, pues una petición de esa naturaleza la incomodaba en extremo; comprendía que retenía los sollozos en la garganta.

Sabía que era una persona afortunada, así que dije:

«¡Cómo! ¿Su marido no dispone de cinco mil francos? Reflexione. ¿Está segura de que le ha encomendado tal misión?».

Vaciló durante unos segundos, como si hubiera rebuscado en sus recuerdos, pero contestó:

«Sí... Sí... Completamente segura».

—¿Le ha dejado un mensaje escrito?

Dudó todavía, reflexionó. Adivinaba hasta qué punto se martirizaba con el pensamiento. Ella no lo sabía. Solo sabía que debía pedirme cinco mil francos para su marido. Así que no le quedó otro remedio que mentir:

«Sí, me ha escrito».

—¿Cuándo? Ni una palabra acerca de todo esto me ha dicho la víspera.

—He recibido su carta esta mañana.

—¿Me la puede mostrar?

—No... No... No... Contiene revelaciones íntimas... Demasiado personales... La he... La he quemado.

—En conclusión, su marido ha contraído deudas.

Vaciló de nuevo y murmuró:

«No lo sé».

Declaré con cierta brusquedad:

«Lamentablemente, no dispongo de cinco mil francos en estos momentos, querida prima».

Dio un grito de dolor.

«¡Oh! ¡Oh! Se lo suplico, encuéntrelos...»

Se había exaltado, juntaba las manos como si rezara.

Le había cambiado el tono de la voz; lloraba y tartamudeaba; intimidada, empujada por la orden incontestable que había recibido.

«¡Oh! ¡Oh! Se lo suplico... No puede figurarse cuánto dolor me causa esta situación... Los necesito para hoy».

Me apiadé de ella.

«De aquí a poco los tendrá, se lo aseguro».

Exclamó:

«¡Oh! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué buena persona es usted!».

Le pregunté: «¿Se acuerda de lo que pasó ayer por la noche en su casa?».

—Sí.

—¿Recuerda que el doctor Parent la había dormido?

—Sí.

—Pues bien, le había dado la orden de que viniera esta mañana a pedirme prestados cinco mil francos; y usted en estos momentos no hace otra cosa que obedecer.

Reflexionó algunos segundos y dijo:

«Puesto que es mi marido el que me pide ese dinero...».

Durante una hora intenté que recapacitara, pero no hubo manera.

Cuando se hubo ido, corrí a casa del doctor. Estaba a punto de salir; me escuchó con una sonrisa en los labios. Luego dijo:

«¿Cree ahora?».

—¡Qué remedio!

—Diríjase a casa de su prima.

Dormitaba en un sillón largo, en extremo fatigada. El médico le tomó el pulso, la miró con atención, una mano puesta frente a sus ojos, que ella iba cerrando bajo el influjo insoportable de esta potencia magnética.

Una vez dormida:

«Su marido ya no necesita cinco mil francos. Olvide, pues, que ha solicitado a su primo que se los preste; si acaso él mencionara el asunto, usted no comprenderá nada».

Después la despertó. Saqué del bolsillo mi cartera:

«Aquí tiene, querida prima, lo que me ha pedido esta mañana».

Se mostró tan sorprendida que no quise insistir. Intenté sin embargo hacerla recordar, pero ella negó rotundamente, supuso que me burlaba de ella y estuvo, por último, a punto de enfadarse conmigo.

Eso fue lo que ocurrió. Acabo de entrar en casa y no he podido comer, hasta ese punto me había trastornado la experiencia.

19 de julio.— Muchas de las personas a quienes conté esta aventura se burlaron de mí. Ahora no sé qué pensar. El sabio se dice: «Tal vez».

21 de julio.— He cenado en Bougival y después he pasado la velada en el baile de los canotiés. No hay duda de que el lugar y el ambiente influyen considerablemente. Hubiera carecido de sentido creer en lo sobrenatural en la isla de la Grenouillère. Pero, ¿en la cumbre del monte Saint-Michel...? ¿Y en las Indias? Todo cuanto nos rodea ejerce una poderosa influencia sobre nosotros. La semana que viene regreso a casa.

30 de julio.— Ya estoy de vuelta. Todo marcha bien.

2 de agosto.— Sin novedad; el tiempo es magnífico. Me paso los días mirando las aguas del Sena.

4 de agosto.- Los criados se pelean entre sí. Tiene que ver con vasos que se rompen, durante la noche, en los armarios. El criado acusa a la cocinera, la cual acusa a la muchacha de la lencería, la cual acusa a los otros dos. ¿Quién será el culpable? ¡Agudo el que lo descubra!

6 de agosto.— Esta vez no me he vuelto loco. He visto... He visto... ¡He visto!... Ninguna duda al respecto... ¡He visto!... Todavía siento frío hasta en las uñas... Pánico hasta la médula... ¡He visto!

Me paseaba a eso de las dos, bajo un sol templado, rodeado de mis rosales de otoño, en el senderillo donde comienzan a florecer.

Me detuve a contemplar un «gigante de las batallas», con tres flores magníficas, cuando vi, distintamente, muy cerca de mí, cómo se doblaba el tallo de una de esas rosas, parecía que una mano invisible la hubiese torcido, hasta que se rompió, ¡era igual que si esa mano invisible la hubiese recogido! Luego la flor se alzó describiendo la curva que hubiera trazado un brazo al llevarla a la boca, y permaneció suspendida en el aire transparente, única, inmóvil, conmovedora mancha roja a tres pasos de mis ojos.

Desorientado, me arrojé hacia ella para atraparla. Nada pude encontrar: había desaparecido. Entonces me enfadé conmigo mismo, pues un hombre razonable y serio no debería sufrir tales alucinaciones.

¿Pero acaso lo era? Me volví para buscar el tallo y lo encontré al instante en el arbusto, recién cortado entre las dos otras rosas que seguían en la rama.

Entonces volví a casa con el alma encogida. Estaba seguro, tan seguro como de la alternancia de los días y las noches, de que había un ser invisible a mi lado, el cual se alimentaba de leche y agua, podía tocar las cosas, cogerlas y ponerlas en otro sitio; por consiguiente, dotado de una naturaleza física, aunque no la pudiéramos percibir con los sentidos; y este ser, como yo, habitaba bajo mi techo.

7 de agosto.— He dormido tranquilamente. Se ha bebido el agua de mi garrafa, pero no ha perturbado mi sueño.

Me pregunto si no he perdido la cabeza. Durante mi reciente paseo bajo el sol, a lo largo de la orilla, me asaltaban dudas de una naturaleza precisa, absoluta, al contrario de las anteriores dudas, que eran confusas. He conocido a personas que han perdido el juicio; la mayoría conservaba su inteligencia, seguían siendo lúcidas, clarividentes incluso en todos los aspectos de la vida, salvo en uno. Abordaban cualquier tema de conversación con claridad, ligereza, hondura, y de repente su pensamiento, si tocaba el «tema» de su locura, se rompía en mil pedazos, se esparcía y se introducía en un océano terrible y furioso, repleto de olas saltarinas, nieblas, borrascas, al cual denominan «demencia».

Ciertamente, me hubiera creído loco, completamente loco, si no hubiera estado consciente, si no hubiese conocido claramente mi estado, si no lo hubiera sondeado mediante el análisis lúcido. Entonces, yo no era sino un alucinado que razonaba. Un desajuste desconocido se habría producido en mi cerebro, uno de esos que buscan y tratan de anotar los psicólogos actuales; y ese desajuste habría sido la causa en mi espíritu, en el orden y la lógica de mis ideas, de una profunda grieta. Fenómenos semejantes acontecen en el sueño que atraviesan nuestras fantasmagorías más inconcebibles, dentro de las cuales no nos sorprendemos porque la facultad de verificar y los sentidos del control permanecen adormecidos, en tanto que la facultad imaginativa persiste y trabaja. ¿Es posible que una de las teclas de mi cerebro haya sido paralizada? Tras un accidente, hay hombres que pierden la memoria de los nombres propios, o de los verbos y las cifras, o quizás no recuerdan las fechas. Se ha localizado hoy cada parcela de nuestro pensamiento. Luego, ¿y si mi facultad de controlar la irrealidad de ciertas alucinaciones se encuentra en estos momentos paralizada, entorpecida?

Mientras caminaba al borde del agua reflexionaba acerca de todo eso. El sol otorgaba claridad a la orilla, daba a la tierra un sabor y aspecto deliciosos, colmaba mi mirada de amor a la vida, a las golondrinas, cuya agilidad inconmensurable supone un regocijo para la vista, o a las hierbas de la ribera, cuyo estremecimiento representa una delicia para el oído.

Poco a poco, sin embargo, me invadía un malestar inexplicable. Tenía la impresión de que una fuerza oculta me entorpecía, me detenía, me impedía avanzar y me mantenía rezagado. Experimentaba la misma dolorosa necesidad de volver a casa de quien ha dejado en ella a un ser querido enfermo, y presiente la agravación de la enfermedad.

Así pues, regresé a mi pesar, convencido de que me iba a encontrar con una mala noticia, una carta o un telegrama... Nada; lo cual me sorprendió e inquietó más que si de nuevo hubiera tenido visiones fantásticas.

8 de agosto.— Ayer pasé una noche horrorosa. Ya no se manifiesta, pero lo siento cerca de mí. Al ocultarse, espiarme, observarme y dominarme en la distancia, se vuelve más temible que si señalase a través de fenómenos sobrenaturales su presencia invisible y constante.

No obstante, logré conciliar el sueño.

9 de agosto.— Nada que señalar, pero tengo miedo.

10 de agosto.— Nada. ¿Qué pasará mañana?

11 de agosto.— Sin novedades. No puedo seguir en mi casa, con este temor y pensamiento introducidos en el alma. Partiré.

12 de agosto, a las 22 horas.— Me he pasado el día queriendo marcharme; no he podido. Quería realizar este gesto de libertad tan fácil, tan simple —salir—, subir a mi carruaje para dirigirme a Rouen. Pero no he podido, ¿por qué?

13 de agosto.— Cuando os afecta cierto tipo de enfermedades, todos los resortes físicos parecen haberse roto, las energías evaporadas, los músculos relajados, los huesos tan blandos como la carne y la carne, tan líquida como el agua. Así se siente mi ser moral, de una forma extraña y desoladora. No me quedan fuerzas, coraje, ningún poder sobre mí mismo, soy incapaz de hacer valer mi voluntad. Ya no puedo «querer». Hay alguien que quiere en mi lugar; y yo solo obedezco.

14 de agosto.— ¡Estoy perdido! ¡Mi alma ha sido poseída por alguien y ese ser la gobierna! Dirige mis actos, mis movimientos, mis pensamientos. Ya no pinto nada para mí mismo, no soy más que un espectador aterrorizado por los actos que ejecuto. Si deseo salir, no puedo. Él no quiere; y yo permanezco en casa, aturdido, temblando, sentado en el sillón donde me tiene atrapado. Si deseo nada más que levantarme con el fin de probarme que aún dispongo de fuerzas, ¡no lo consigo! Estoy atado a mi asiento, el cual se adhiere al suelo de manera que ningún medio físico podría movernos de allí.

Más tarde, de golpe, se me hace imperativo, primerísima necesidad, que vaya hasta el fondo del jardín para recoger fresas y comérmelas. Y eso es lo que hago. Las recojo y me las como. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Acaso es como un dios? Si lo fuera, ¡libradme de él, salvadme, socorredme! ¡Yo le pido perdón, piedad, gracia! ¡Oh, salvadme de él! ¡Cuánto sufrimiento, tortura, condena!

15 de agosto.— Mi pobre prima había sido poseída y dominada cuando había venido para que le prestase cinco mil francos. Ahora soy yo quien está sometido a una voluntad ajena a la mía, como si otra alma me parasitase y dominara. ¿Se acabará, pues, el mundo?

¿Pero quién es, o qué es este ser invisible que me gobierna? ¿Desconocido, merodeador que pertenece a una especie sobrenatural?

En todo caso, ¡los invisibles existen! Entonces, ¿por qué no se han manifestado a lo largo de los siglos de una manera más precisa, como en cambio lo están haciendo ahora conmigo? Nunca he leído nada que cuente algo comparable a lo que está sucediendo en mi hogar. ¡Si solo pudiera irme, darme a la fuga para no regresar nunca más! Entonces estaría a salvo; pero no puedo hacerlo.

16 de agosto.— Durante dos horas he podido escaparme. Parecía un prisionero que encuentra casualmente abierta la puerta de su calabozo. De pronto me sentí libre y lejos de allí. Ordené enseguida que engancharan los caballos y me marché a Rouen. ¡Oh, qué inmensa alegría al poder decirle a un hombre obediente: «¡Rápido, a Rouen!».

Me he detenido delante de la biblioteca y he pedido el préstamo del tratado del doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos en el mundo antiguo y moderno.

Después, cuando subía al cupé, quise decir: «¡A la estación!», pero grité tan fuerte que los transeúntes giraron la cabeza: «¡A casa!»; y me dejé caer, angustiado, en el cojín del carruaje. Me había localizado y se había vuelto a apoderar de mí.

17 de agosto.— ¡Vaya noche! ¡Vaya noche! Y sin embargo, debería estar contento. He leído hasta la una de la madrugada. Hermann Herestauss, doctor en filosofía y teogonía, escribió la historia y las manifestaciones de los seres invisibles que merodean en torno al ser humano, o que han sido soñados por él. Describe sus orígenes, su dominio, su poder. Pero ninguno de ellos se parece al que me hechiza. Diríase que el hombre, desde que posee la facultad de pensar, ha presentido y temido un ser nuevo, más fuerte que él, quizás el que tomará el relevo en este mundo. Como ha ignorado desde siempre su naturaleza, ha creado toda una población fantástica de criaturas ocultas, fantasmas de siluetas difusas producidos por el miedo.

Así pues, habiendo leído hasta la una de la madrugada, fui a sentarme al lado de la ventana abierta a fin de refrescar mi frente y mis pensamientos con el viento tranquilo de la oscuridad.

Hacía bueno, la temperatura era tibia. Me hubiera gustado disfrutar del mismo clima cada noche.

No había luna. Las estrellas centelleaban al fondo de un cielo negro. ¿Quién habitaría esos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivos, qué animales, qué plantas surgirían allá? Los seres que reflexionan acerca de este universo desconocido, ¿saben más que nosotros? ¿Pueden más que nosotros? Un día cualquiera, uno de ellos, tras haber cruzado el espacio, ¿no aparecerá en la tierra para conquistarla, como hicieron los normandos cuando atravesaron el mar y sometieron a otros pueblos más débiles?

Somos tan poca cosa, estamos tan desarmados, somos tan ignorantes, tan diminutos en este grano de barro que gira diluido en una gota de agua.

Me adormecí con estos pensamientos, el viento fresco de la noche me acariciaba.

Al cabo de unos cuarenta y cinco minutos abrí despacio los ojos, no sabría decir qué emoción confusa y extraña me había despertado.

Al principio no distinguí nada, cuando de repente me pareció que una página del libro abierto sobre la mesa se había vuelto ella sola. Ningún soplo de aire había entrado por la ventana. Sorprendido, aguardé. Pasados unos cuatro minutos, vi, vi, sí, vi con mis propios ojos cómo se levantaba otra página y volvía a caer sobre la precedente, como si un dedo la hubiese dirigido. Mi sillón permanecía vacío, así lo parecía; pero comprendía que él estaba ahí, sentado en mi lugar, en plena lectura. De un salto furioso, de un salto de animal furibundo, que se dispone a destripar a la persona que lo domestica, atravesé la habitación con el propósito de atraparlo, estrecharlo en mis brazos, matarlo... Pero antes de llegar, el asiento se volcó como si alguien se hubiera dado a la fuga precipitadamente. Osciló la mesa, la lámpara cayó y se apagó, y la ventana se cerró de golpe, como si el malhechor, pillado in fraganti, se hubiese arrojado al vacío tras haberse servido de los postigos.

Así pues, se había dado a la fuga: ¡había tenido miedo de mí, de mí!

Entonces..., entonces..., al día siguiente, o al otro, o cualquiera de estos días, lo atraparía y lo aplastaría contra el suelo. ¿Acaso no muerden a veces los perros y estrangulan a sus amos?

18 de agosto.— Me he pasado todo el día pensando. Sí, voy a obedecerle, seguir sus impulsos, cumplir su voluntad, darme aires humildes, aparentar cobardía sumisa. Él es más fuerte; pero llegará el día en que...

19 de agosto.— ¡Lo sé... Lo sé todo! Acabo de leer esto en la Revue du Monde scientifique: «Una noticia bastante curiosa procedente de Río de Janeiro. Una locura, una epidemia de locura comparable a las demencias contagiosas que afectaron a los pueblos de la Europa medieval, se produce en estos momentos en la provincia de San Pablo. Aterrorizados, los habitantes abandonan sus hogares, sus tierras de cultivo, dejan vacíos los pueblos; afirman que los persiguen, que están poseídos, gobernados, como si se tratara de un rebaño humano, por seres invisibles, aunque palpables, especie de vampiros que se alimentan de sus vidas, mientras los lugareños duermen, y que también beben agua y leche, sin que ningún otro alimento les llame la atención.

»El profesor Pedro Henríquez, rodeado de varios de sus colegas más sabios, se ha dirigido a la zona afectada con el fin de estudiar los orígenes y manifestaciones de esta sorprendente locura. Propondrá al Emperador las medidas adecuadas para restablecer la cordura en estas poblaciones delirantes».

¡Ah! ¡Recuerdo el hermoso tres-mástiles brasileño que pasó delante de mis ventanas al remontar el curso del Sena, el pasado 8 de mayo! ¡Me había parecido tan bonito, tan blanco, tan alegre! El Ser se encontraba a bordo, procedía de allá, donde ha nacido esta especie. ¡Y entonces me vio! Observó mi hogar de fachada blanca, y saltó del navío a la orilla. ¡Oh, así fue como ocurrió!

Ahora lo sé todo, lo adivino. El reino de los hombres toca a su fin.

Ha llegado aquel que tanto temían los primeros pueblos ingenuos, aquel que exorcizan a veces los sacerdotes inquietos, aquel que invocan las brujas en noches oscuras, si bien permanece oculto en la sombra, aquel a quien los presentimientos pasajeros de los artistas del mundo otorgaron toda suerte de formas monstruosas, o la gracia de los nomos, de los espíritus, de los genios, de las hadas, de los duendes. Después de las torpes concepciones del terror primitivo, los hombres más perspicaces han llegado a presentirlo. Mesmer lo había adivinado y los médicos, desde hace ya diez años, descubrieron de forma precisa la naturaleza de su poder, antes incluso de que hiciera uso de ella. Utilizaron esta arma del recién llegado, el control de un misterioso apoderamiento del alma humana, convertida así en esclava. Y llamaron a eso «magnetismo», «hipnotismo», «control»... ¿Qué más da? Vi cómo se divertían igual que niños imprudentes al hacer uso de este poder. ¡Infelices! ¡La desgracia cae sobre el ser humano! Ha venido el... el... ¿cómo llamarlo?... El... Siento que grita su nombre. No lo oigo... El... Sí... Lo grita... Escucho... No puedo... Lo repite... El... Horla... ¡Lo oí!... El Horla... Es él... El Horla... ¡Y ha venido!

¡Ah! El buitre se comió a la paloma; el lobo se comió la oveja; el león devoró al búfalo de agudos cuernos; el hombre mató al león con la flecha, con la espada, con la pólvora; pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros hicimos con el caballo y con el buey: será su propiedad, su servidor y su alimento, por su sola voluntad. ¡La desgracia cae sobre nosotros!

Sin embargo, a veces el animal se rebela y mata a quien lo ha domesticado. Yo también quiero... podría... Pero necesito conocerlo, tocarlo, verlo. Los sabios afirman que el ojo del animal no es como el nuestro, no distingue de la misma manera. Mi ojo es incapaz de distinguir al recién llegado que me oprime.

¿Por qué? ¡Oh!, recuerdo ahora las palabras del monje del monte Saint-Michel: «¿Acaso vemos la centésima parte de lo que existe? El viento es la más formidable fuerza de la naturaleza, tumba a los hombres, derriba edificios, arranca árboles, transforma el mar en montañas de agua, destruye los acantilados y arroja contra los escollos los grandes navíos, ese viento que mata, silba, gime, muge, ¿lo ha visto alguna vez, puede verlo...? Y sin embargo, existe».

Y todavía pensaba: mi ojo es tan débil e imperfecto que no distingue los cuerpos duros, si son transparentes como el cristal. Un espejo sin azogue se cruza en mi camino, y entonces me golpearía como si fuera un pájaro que entra en una habitación y se choca la cabeza contra los cristales. ¡Hay tantas cosas que confunden al ojo! ¿Por qué extrañarse, entonces, de que no pueda percibir un cuerpo nuevo y translúcido?

¡Un ser novedoso! ¿Por qué no? Tarde o temprano iba a surgir. ¿Por qué íbamos a ser nosotros los últimos? No podemos distinguirlo, como tampoco a los otros seres que nos precedieron. Su naturaleza es más perfecta, su cuerpo mejor concebido que el nuestro; el nuestro es de hechura débil y torpe, con órganos que lo fatigan y que están a punto de saltar como si fueran resortes delicados, vive como una planta o como un animal, alimentándose penosamente de aire, hierba y carne; máquina orgánica, susceptible de atrapar cualquier enfermedad, deformaciones, putrefacciones; permanece siempre mal ajustada y nos azota; es ingenua y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y delicada, esbozo de una criatura que podría llegar a ser inteligente y magnífica.

No somos tantos en este mundo, desde la ostra hasta el hombre. ¿Por qué no uno más, una vez cumplido el período que separa las apariciones sucesivas de las diferentes especies?

¿Por qué no iba a ser así? ¿Por qué no otros árboles con flores inmensas, relucientes y capaces de perfumar regiones enteras? ¿Por qué no otros elementos además del fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Solo son cuatro! Y están en el origen de todo cuanto existe. ¡Cuánta pobreza! ¿Por qué no serán cuarenta, cuatrocientos, cuatro mil? ¡Todo lo que hay es escaso, mezquino, miserable! Entregado con avaricia, inventado con austeridad, fabricado con torpeza. ¡Ah, cuánta gracia en el elefante, en el hipopótamo! ¡Y cuánta elegancia hay en el camello!

Alegaréis a esto exclamando: ¡La mariposa! ¡La flor que el aire levanta! Sueño con que sea tan grande como cien universos, con alas de forma, color y movimiento inimaginables... De estrella en estrella, las refrescaría y embalsamaría con el soplo ligero y armonioso de su carrera. Y los pueblos de allá arriba la miran pasar, extasiados y colmados de alegría.

¿Qué me ocurre? ¡Es él, él, el Horla, que me hechiza y provoca delirios en mi mente! Se ha introducido en mí, es mi alma. ¡Lo mataré!

19 de agosto (más tarde).— Lo mataré. Lo he visto. Ayer por la noche me instalé en la mesa del despacho, disimulaba estar escribiendo con gran concentración. Sabía que se aproximaría a mí, se pondría tan cerca que a lo mejor podría tocarlo, atraparlo. ¿Y entonces...? Entonces acudiría a mí la fuerza del desesperado; dispondría de mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente y mis dientes para estrangularlo, aplastarlo, morderle y desgarrarlo.

Y espiaba y aguardaba el momento con los cinco sentidos en alerta.

Había encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la chimenea, como si esta claridad me hubiese ayudado a descubrirlo.

Enfrente de mí, la cama, una vieja cama con patas de roble; a la derecha, la chimenea; a la izquierda, la puerta cerrada con cuidado, después de haber estado un buen rato abierta para atraerlo; detrás de mí, un armario alto con luna, delante de la cual me afeitaba cada día, me vestía, solía mirarme de la cabeza a los pies cada vez que pasaba por allí.

Así pues, fingía estar escribiendo para engañarle, pues él también me espiaba. Y de repente lo noté, sentí que se había puesto a leer por encima de mi hombro, estaba ahí, casi rozando el lóbulo de mi oreja.

Me levanté, con las manos tensas, de forma tan brusca que a punto estuvo de caer. ¿Y...? Parecía que estuviésemos en pleno día, no me vi en el espejo. ¡Aparecía vacío, despejado, profundo y repleto de luz! Mi imagen no estaba dentro de él. Y sin embargo, me había puesto delante. De arriba abajo, el cristal estaba límpido. No daba crédito a lo que veía. No osé dar un paso, no me atreví a moverme, pese a que lo adivinaba a mi lado; una vez más, se me había escapado, su cuerpo intocable había devorado mi reflejo.

¡Cuánto miedo sentí! De pronto noté que me hallaba dentro de una bruma, en el fondo del espejo, una bruma como a través de una cortina de agua; me parecía que esta agua se deslizaba de izquierda a derecha, lentamente, precisando mi imagen conforme pasaban los segundos. Recordaba el final de un eclipse. Lo que me ocultaba no parecía poseer contornos precisos, sino algo así como una transparencia opaca, que poco a poco ganaba en claridad.

Pude por fin apreciarme completamente, como cada vez que acostumbro mirar mi imagen.

¡Lo había visto! Cada vez que pienso en ello me echo a temblar.

20 de agosto.— ¿Cómo matarlo, si no puedo alcanzarlo? ¿El veneno? Vería cómo lo mezclo con agua. Nuestros venenos, por otro lado, ¿afectarían a su cuerpo imperceptible? Seguramente, no. Entonces, ¿qué hacer?

21 de agosto.— He llamado a un cerrajero de Rouen para que instale persianas metálicas en mi cuarto, como las que se ven en París, en las plantas bajas de algunas casas particulares, donde temen a los ladrones. Le pediré que me haga una puerta de iguales características. ¡Qué me importa a mí que luego me llamen «cobarde»!

10 de septiembre.— Rouen, Hotel Continental. Hecho... Hecho... ¿Será verdad que ha muerto? Todavía mi alma experimenta vértigos por la visión que se ofreció a mis ojos.

Ayer, una vez acabado su trabajo el cerrajero, dejé hasta la medianoche todo abierto, por más que hiciera frío.

De repente lo sentí y una insospechada alegría me asaltó. Me levanté despacio y me desplacé mucho tiempo de izquierda a derecha, para despistarlo; luego retiré los botines y me puse con aire distraído las pantuflas; bajé la persiana metálica y, acercándome sin prisas a la puerta, la cerré con doble vuelta de llave. Volví a la ventana y la aseguré con cadenas, la llave del candado la guardé en mi bolsillo.

Comprendí que se agitaba, que comenzaba a asustarse, que me ordenaba abrir inmediatamente. Por poco cedo; me acerqué a la puerta y la entreabrí de manera que solo podía pasar yo, de perfil; y como soy muy alto, mi cabeza rozaba el marco. Estaba seguro de que no había podido escaparse. Lo dejé encerrado, solo, completamente solo. ¡Cuánta alegría! ¡Lo había atrapado! Bajé corriendo las escaleras; cogí en el salón dos lámparas y vertí el aceite sobre la alfombra y los muebles; luego prendí fuego y salí a escape después de haber cerrado con doble vuelta la puerta principal.

Fui a ocultarme al fondo del jardín, tras un macizo de laureles. ¡Qué larga se me hizo! Todo permanecía oscuro, silencioso, inmóvil; no había un soplo de aire, ni una estrella, montones de nubes lo tapaban todo, y estas nubes pesaban sobre mi alma como si fueran cadenas, cadenas.

Miraba mi casa y aguardaba. ¡Qué larga se me hizo! Creía que el fuego se había extinguido solo, o que él lo había extinguido, cuando una de las ventanas de la planta baja estalló a causa del incendio y una gran llama roja y amarilla, larga y dinámica, acariciadora, se puso a remontar la pared blanca hasta alcanzar el tejado. Una luz atravesó los árboles, las ramas, las hojas, y también un estremecimiento a causa del miedo. Los pájaros se despertaban. Un perro se puso a aullar. Parecía que hubiese llegado el día. Otras dos ventanas estallaron igual que la precedente; toda la planta baja no era otra cosa que un enorme brasero. Pero un grito horrible, superagudo, desgarrador, un grito de mujer se dejó sentir en la noche, se abrieron las ventanas de la mansarda. ¡Había olvidado a los criados! Vi sus rostros asustados, mientras agitaban los brazos...

Presa del terror, corrí hacia el pueblo gritando: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!». Los vecinos ya se acercaban y di media vuelta con ellos.

La casa se había convertido en un madero horrible y magnífico, un madero monstruoso, que daba luz a la zona, un madero donde habían ardido hombres y también había ardido Él, Él, ¡mi prisionero! El ser nuevo, el nuevo amo, el Horla.

De repente el tejado se desplomó entre los muros y un volcán de llamas se elevó al cielo. A través de las ventanas abiertas podía verse la lumbre inmensa, el caldero de fuego, y pensaba que él estaba allí, en ese horno, muerto...

«¿Muerto? ¿Era posible? ¿Su cuerpo...?» Su cuerpo, atravesado por la luz del día, ¿no era indestructible con los medios que se utilizan aquí para liquidar a los otros?

»¿Y si no lo estaba? Quizás solo el tiempo ejerce un imperio sobre el Ser Invisible y Temible. ¿Y si ese cuerpo transparente, irreconocible, ese cuerpo de Espíritu, temía, al igual que nosotros, los infortunios, las enfermedades, las heridas, la aniquilación prematura?

»¿La destrucción prematura? ¡Todo el terror humano procede de ella! Y después del hombre, el Horla. Después del ser que puede morir todos los días, en cualquier momento, víctima del accidente más insospechado, ha llegado aquel que no debe morir sino en su día, a su hora y minuto, por haber alcanzado el límite de su existencia.

»No... No... Ninguna duda, ninguna duda... No está muerto... Entonces... Entonces... ¡No me queda otro remedio que matarme, yo!».

FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario