26 enero

1.5. La prisión

El hombre que poco antes había salido después de haber encargado a la figonera su plato y su jarro, volvió a entrar acompañado de otro hombre de espaldas anchas y ademán enérgico, a quien dijo:

—Feliz casualidad, amigo, la de habernos encontrado. Entra y echaremos un trago.

El Churiador dijo en voz baja a Rodolfo y a la Cantaora:

—Vamos a tener jarana… Es un agente de policía. ¡Alerta!

Los dos bandidos, uno de los cuales tenía el gorro griego calado hasta las cejas y había preguntado por el Maestro de Escuela y por el Cojo Gordo, cambiaron una mirada rápida, y levantándose a un mismo tiempo de la mesa se dirigieron hacia la puerta. Pero los agentes les cortaron el paso arrojándose sobre ellos.

Abrióse de repente la puerta de la taberna, entraron con precipitación en la sala otros agentes, y relumbraron en la calle algunos fusiles.

El carbonero de quien hemos hablado se adelantó hasta el umbral del Conejo Blanco, aprovechándose del tumulto. Dirigió a Rodolfo una mirada y llevó a los labios el índice de la mano derecha.

Rodolfo le indicó con un gesto rápido e imperioso que se alejase.

El hombre del gorro griego bramaba como un león, y medio tendido sobre un banco daba tales respingos que apenas podían sujetarlo otros tres hombres.

Su compañero, aterrado, inclinada la cabeza, lívido el semblante y con la mandíbula inferior abierta, no hizo la menor resistencia y presentó las manos para que lo atasen.

La tabernera, sentada en el mostrador y acostumbrada a tales escenas, permaneció tranquila con las manos en los bolsillos del mandil.

—¿Qué han hecho esos hombres, mi querido señor Narciso? —preguntó la Pelona a uno de los agentes.

—Asesinaron ayer a una vieja para robarle en la calle de San Cristóbal. Antes de morir declaró la infeliz que había mordido la mano de uno de los agresores. Hace tiempo que seguimos la pista de estos bribones; y como mi compañero se informó cumplidamente de su identidad, hemos entrado a prenderlos.

—Gracias a que han pagado ya su azumbre, que si no… —dijo la figonera—. ¿Queréis tomar alguna cosa, señor Narciso? Una copita; vamos…

—Gracias, tía Pelona. Es preciso asegurar a estos pícaros. ¡Mira cómo se retuerce el asesino!

En efecto, el ladrón del gorro griego espumaba y retorcía los miembros con increíble furor; y cuando llegó el momento de introducirlo en un coche que aguardaba a la puerta, se defendió de tal manera que fue preciso transportarlo en brazos.

Su cómplice apenas podía sostenerse: temblaba como un azogado, y sus labios cárdenos y entreabiertos se movían como si estuviese hablando. Echaron también en el coche a esta masa inerte.

Antes de salir de la taberna miró el agente con atención a los demás huéspedes, y dijo al Churiador con un tono casi afectuoso:

—¿También estás por aquí, perillán? Hace tiempo que no se habla de ti. Te vas dejando de quimeras, ¿eh?

—Estoy hecho un santo. Ya sabéis que sólo rompo la cabeza al que lo solicita.

—Sólo faltaría que te metieses también a provocar a nadie con esos puños de hierro.

—Aquí está mi maestro —dijo el Churiador tocando el hombro de Rodolfo.

—¡Hola! No conozco a ése —dijo el agente mirando a Rodolfo.

—Ni creo que haya motivo para que nos conozcamos.

—Así sea para vuestro bien —dijo el agente; y dirigiéndose luego a la tabernera, continuó—: Buenas noches, tía Pelona. Es una ratonera vuestra taberna; con éste van ya tres asesinos cogidos en ella.

—Y espero que no será el último, señor Narciso. siempre estaré a vuestra disposición —dijo con toda su gracia la Pelona, haciendo una reverente cortesía.

Luego que salió el agente, volvió a cargar su pipa el joven de rostro grave que fumaba y bebía aguardiente, y dijo al Churiador en tono socarrón:

—¿No has conocido al del gorro griego? Es el tío Tenaza. Cuando vi entrar a los agentes dije para mi sayo: «Aquí hay gato encerrado». ¿No habías notado cómo escondía la mano izquierda el tío Tenaza?

—De buena se han librado el Maestro de Escuela y el Cojo Gordo con no estar aquí. El del gorro griego preguntó por ellos tres veces, y dio a entender que era para un negocio en el que tenían que ver todos… Pero yo no vendo nunca a mis parroquianos. Está bien que los prendan si hay motivo… A cada cual lo suyo… ¿Pero yo...? ¡Dios me libre! Con su pan se lo coman —dijo la tía Pelona al tiempo que entraban en la taberna un hombre y una mujer; y al verlos añadió—: Justamente, allí viene el Maestro de Escuela con su mujer. ¡Jesús! Razón tenía para no sacarla a la luz… ¡Qué hocico de bruja tiene!

Al oír el nombre del Maestro de Escuela, circuló un movimiento de terror por todos los huéspedes del Conejo Blanco.

El mismo Rodolfo, a pesar de su natural intrepidez, no pudo contener una ligera emoción al ver al terrible bandido, y le miró por algunos instantes con una curiosidad mezclada de horror.

El Churiador había dicho verdad, pues el Maestro de Escuela estaba espantosamente mutilado. Nada más horrible que el rostro de aquel hombre, surcado en todas direcciones por cicatrices lívidas y profundas. La acción corrosiva del vitriolo había abultado monstruosamente sus labios y, cortados los cartílagos de la nariz, dejaban ver dos agujeros disformes. Los ojos pardos y muy claros, pequeños y redondos, brillaban con ferocidad. La frente, chata como la de un tigre, desaparecía casi enteramente bajo un gorro de piel; los cabellos, largos y erizados… Parecía la melena de un monstruo.

La estatura del Maestro de Escuela no pasaba de cinco pies y dos o tres pulgadas. Su cabeza, desmesuradamente grande, salía apenas de entre dos hombros anchos y carnosos, cuya forma se distinguía bajo los pliegues de una blusa de tela cruda y grosera. Los brazos eran largos y musculosos; las manos cortas, gordas y velludas hasta el extremo de los dedos; y las piernas, algo arqueadas y con enormes pantorrillas, que indicaban fuerza atlética. Finalmente, eran las formas de este hombre una exageración del tipo corto, doble y rechoncho del Hércules Farnesio. La expresión feroz de su máscara espantosa, el mirar inquieto, variable y tan fogoso como el de una bestia salvaje, eran tales que no admiten descripción.

La mujer que lo acompañaba era vieja. Llevaba un vestido oscuro, un chal de fondo negro y cuadros encarnados, y en la cabeza una especie de papalina o cofia blanca.

Rodolfo la veía de perfil; pero el ojo verde, la nariz de gancho, los labios delgados y hundidos, la barba saliente y una fisonomía maliciosa y astuta, le recordaron involuntariamente a la horrible vieja de quien había sido víctima Flor de María.

Después de haber dicho algunas palabras en voz baja a Barbillón, el Maestro de Escuela se acercó lentamente a la mesa que ocupaban Rodolfo y el Churiador, y dirigiéndose a Flor de María le dijo con voz ronca y escabrosa:

—Oye, saladita, a ver cómo dejas a ese par de golondrinos y te vienes conmigo…

La Cantaora no respondió una sola palabra. Se estrechó contra Rodolfo, y su temblor y el sonido de los dientes indicaban el espanto que se había apoderado de ella.

—Yo prometo no tener celos de mi querido tortolillo —dijo la Lechuza soltando una carcajada.

No había conocido aún a su víctima, la Chillona de otro tiempo.

—¿Me has oído tú, palomita? —dijo el monstruo acercándose a la mesa—. Si no te meneas pronto te sacaré un ojo para que hagas pareja con la Lechuza. Y tú, el de los mostachos… —dirigiéndose a Rodolfo—, si no me echas acá ese pimpollo por encima de la mesa, te daré los postres de la cena…

—¡Dios mío! ¡Misericordia! ¡Defendedme! —gritó la Cantaora a Rodolfo, juntó las manos con movimiento de angustia y asombro. Mas, creyendo luego que lo exponía a un gran peligro, añadió en voz baja—: No, no os mováis, señor Rodolfo. Si se acerca, yo gritaré y pediré socorro; y la tía Pelona tomará también nuestro partido por temor de que acuda la policía.

—No temas, hija mía —dijo Rodolfo mirando fríamente al Maestro de Escuela—. A mi lado, estás segura. Y como te da asco la cara odiosa de ese bribón, y a mí también, verás cómo lo echo a la calle.

—¡Tú!… —dijo el Maestro de Escuela.

—¡Yo!… —respondió Rodolfo levantándose de la mesa, a pesar de los esfuerzos de la Cantaora para contenerlo.

La fisonomía de Rodolfo tomó en aquel momento un aire tan firme y amenazador que el Maestro de Escuela dio un paso atrás, desmintiendo por primera vez su audacia invencible. Hay miradas que tienen un poder mágico irresistible; y por eso cuentan que algunos duelistas célebres deben su triunfo a esta virtud fascinadora que desmoraliza y aterra a sus adversarios.

El Maestro de Escuela dio otro paso atrás, y no confiando ya en su vigor prodigioso, buscó bajo la blusa el puñal que llevaba siempre consigo.

Un homicidio hubiera ensangrentado acaso la taberna del Conejo Blanco, si la Lechuza cogiendo en aquel momento el brazo del Maestro de Escuela, no hubiera gritado:

—Aguarda…, palomo mío… Escucha una palabra: deja, que ya te comerás a esos dos palominos… No se escaparán, no…

El Maestro de Escuela miró a la tuerta con asombro.

Hacía algunos minutos que la horrible vieja observaba con atención a Flor de María, como para recordar un objeto olvidado; y no quedándole por último la menor duda, reconoció en la joven que tenía delante a su antigua víctima, la Chillona.

—¡Podré creer a mis ojos! —gritó la tuerta, asombrada—. Es la misma… La Chillona; la ladrona de mis buñuelos. Pero, ¿de dónde sales tú, mala correa? Sin duda el diablo te me pone delante —añadió enseñando el puño cerrado a la tímida criatura—. Conque siempre has de venir a caer en mis uñas, ¿eh?No tengas cuidado, que yo te arrancaré los dientes uno a uno, y no te dejaré una sola lágrima en el cuerpo. Ya sé que vas a rabiar… Pero mira; no sabes lo que hay, ¿eh? Yo conozco a los que te criaron antes de venir a mi poder. El Maestro de Escuela conoció en presidio al hombre que te llevó a mi desván cuando eras pequeñita. Tiene pruebas de que es gente rica la que te ha criado.

—¡Mis padres!… ¡Dios mío!… ¿Conocéis a mis padres? —exclamó la Cantaora.

—Nunca lo sabrás de mi boca. Es un secreto de los dos, y antes arrancaría la lengua a mi palomo que consentir que te lo revelara… Anda, llora… Llora y rabia, Chillona, que nunca lo sabrás.

—¡Dios mío! Ahora… Después de esto, no conocer a mis padres…

Mientras hablaba la Lechuza, fue recobrando alguna serenidad el Maestro de Escuela, y mirando a Rodolfo de soslayo no podía convencerse de que un hombre de estatura tan mediana y de formas tan esbeltas fuese capaz de medirse con él. Seguro, pues, de su vigor hercúleo, se acercó al defensor de la Cantaora y dijo a la Lechuza con tono y ademán severo:

—Basta de charlas. Déjame ahora despabilar a este mozalbete para que la linda rubia me tenga por mejor mozo que él.

Rodolfo saltó de un bote por encima de la mesa.

—¡Cuidado con mis platos! —gritó la Pelona.

El Maestro de Escuela se puso en defensa con las manos delante, el cuerpo inclinado hacia atrás, doblando la cintura y apuntalado en una de sus enormes piernas que parecían postes.

Abrióse con violencia la puerta de la taberna en el momento en que Rodolfo se arrojaba sobre él. El carbonero, de quien hemos hablado y que medía casi seis pies de alto, se precipitó en la sala, apartó rudamente al Maestro de Escuela y acercándose a Rodolfo le dijo al oído en alemán:

—Monseñor, la Condesa y su hermano están en la esquina.

Efectuó Rodolfo un movimiento de impaciencia y de cólera al oír estas palabras. Echó un luis de oro sobre el tablero de la Pelona y corrió hacia la salida.

El Maestro de Escuela intentó cerrarle el paso; pero volviéndose a él, le descargó con tal fuerza dos o tres puñetazos que el bandido perdió el equilibrio y cayó de lado sobre un banco.

—¡Viva la patria! Ahí están…, esos, esos son los puñetazos que me dio por remate de fiesta —gritó el Churiador—. Con otra lección como ésta, quedo hecho un profesor.

Volvió en sí el Maestro de Escuela al cabo de algunos instantes, y se arrojó a la calle en persecución de Rodolfo. Pero éste había desaparecido ya con el carbonero en el obscuro laberinto de las calles de la Cité.

Cuando volvió a entrar echando espumarajos por la boca, corrían dos hombres hacia la taberna por el camino opuesto al que llevaba Rodolfo, y se precipitaron en ella tan agitados como si hubiesen dado una larga carrera.

Su primer impulso fue mirar a todos los ángulos de la sala.

—¡Fuerte desgracia! —exclamó uno de ellos—. Se ha marchado. Otra vez hemos errado el golpe.

Los recién venidos hablaban en inglés.

La Cantaora, aterrada por el encuentro con la Lechuza y temiendo las amenazas del Maestro de Escuela, se aprovechó del tumulto y de la sorpresa general, y abandonó el tugurio deslizándose por la puerta entreabierta.

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