19 enero

1.4. Historia del Churiador

No habrá olvidado el lector que un huésped recién llegado a la taberna observaba con atención a otros dos que en ella estaban.

Uno de éstos, como llevamos dicho, tenía un gorro griego en la cabeza, escondía la mano izquierda y había preguntado con insistencia a la figonera si no habían llegado aún el Maestro de Escuela y el Cojo Gordo.

Mientras la Cantaora contó su historia, que no pudieron oír, hablaron uno con otro en voz baja, y a cada paso miraban hacia la puerta con manifiesta inquietud.

El del gorro griego dijo a su compañero:

—El Cojo Gordo no viene, ni tampoco el Maestro de Escuela.

—¡Como el Esqueleto no lo haya asesinado para robarle lo robado!

—Eso no nos vendría mal a nosotros, que hemos preparado el negocio y que debemos tener nuestra parte —repuso el otro.

El desconocido estaba demasiado lejos de ellos para oír lo que decían. Después de haber consultado con suma precaución un papel que llevaba en el fondo de la gorra, pareció satisfecho de su perspicacia, se levantó de la mesa y dijo a la tabernera, que dormitaba en el tablero con los pies sobre el calentador y el gato negro en el regazo:

—Adiós, Pelona, hasta luego. Cuidado con mi jarro y con mi plato… No confíes en tus parroquianos.

—No tengas cuidado, gachón —dijo la tía Pelona—; si tu jarro y tu plato quedan vacíos, nadie los tocará.

Rióse del chiste de la figonera y desapareció sin que nadie lo observase.

En el momento en que salió este hombre, y antes de que la puerta se hubiese cerrado, percibió Rodolfo allá en la calle al carbonero de estatura colosal y cara tiznada. Manifestóle con un gesto cuán importante le era su vigilancia; pero el carbonero, sin atender a esta insinuación, no se apartó de la inmediación del Conejo Blanco.

El semblante de la Cantaora se entristecía por momentos: arrimada de espaldas a la pared, la cabeza caída sobre el pecho, giraba alrededor de sí sus grandes ojos y parecía sumergida en negros pensamientos.

Había apartado dos o tres veces la vista al encontrarse con la mirada fija de Rodolfo, sin poder explicarse la singular impresión que le causaba. Turbada y hasta cohibida con su presencia, casi se arrepentía de haberle referido tan sinceramente su vida miserable.

El Churiador, por el contrario, estaba muy alegre. Se había comido solo todo el arlequín, y el vino y el aguardiente lo volvían hablador y comunicativo. La vergüenza de haber encontrado a su maestro, como él decía, había desaparecido por el generoso proceder de Rodolfo, en quien reconocía un grado tal de superioridad física que su humillación había dado lugar a un sentimiento compuesto de admiración, temor y respeto.

El carácter no rencoroso que había manifestado, y el orgullo salvaje con que se alababa de no haber robado nunca, probaban que no era un hombre enteramente endurecido en la perversidad. Observación que no se escapó a la sagacidad de Rodolfo, el cual deseaba con impaciencia oír su historia.

—Vamos, Churiador, ahora tú. Ya te escuchamos —le dijo.

El Churiador echó otro trago y empezó de esta manera:

—Tú por lo menos, pobre Cantaora, tuviste una Lechuza que te recogiese… ¡Malos diablos la lleven!… Tuviste dónde dormir desde que te prendieron por vagabunda… En cuanto a mí, puedo asegurar que no supe lo que era cama hasta los diecinueve años, cuando senté plaza de soldado.

—¿Has servido, Churiador? —dijo Rodolfo.

—Durante tres años; pero eso vendrá a su tiempo. Las piedras del Louvre, los hornos de yeso de Clichy y las canteras de Montrouge, he aquí las posadas de mi juventud. Ya veis…, tenía casa en París y en el campo…, nada más…

—¿Cuál era tu oficio?

—A decir verdad, no conservo más que un recuerdo muy oscuro de haber andado cuando niño con un trapero que me hundía a palos. Esto debe de ser verdad, porque jamás he encontrado a uno de esos hombres revolviendo basura sin que me entrasen ganas de caerle encima a garrotazos. Mi primer oficio ha sido el de ayudar a los desolladores a matar y desollar caballos en Montfaucon. Tenía entonces diez o doce años. Cuando empecé a matar y desollar caballos viejos me daban alguna lástima; pero al cabo de un mes estaba ya tan corriente y me gustaba el oficio. Nadie tenía cuchillos tan afilados como los míos: solo por verlos daban ganas de cortar con ellos… Después que desollaba algunos caballos, me arrojaban un pedazo del anca de algún vejestorio que había muerto de enfermedad; porque los que nosotros matábamos se vendían a los figoneros del barrio de la Escuela de Medicina, que los convertían en carne de vaca, de carnero, de ternera, o de caza brava, al gusto y placer de los golosos… ¡Cáspita! Cuando yo me veía con mi rebanada de carne de caballo entre las uñas, ¿qué rey ni qué roque era mejor que yo?… Entonces me largaba a mi horno como un lobo a su cueva, y con permiso de los horneros asaba en las brasas mi rica tajada. Cuando los hornos no trabajaban, cogía leña en el bosque de Romainville, sacaba fuego con la piedra y la yesca y hacía mi asado en un rincón de los muros del cementerio. ¡Rayos! Entonces sí que lo comía sangrando y casi crudo; pero tampoco comía tanto como otras veces.

—Dinos tu nombre, Churiador —interrumpió Rodolfo.

—El color de mi cabello era aún más claro que ahora; siempre tenía los ojos encarnados como sangre, y por eso me llamaban el Albino. Los albinos son los conejos blancos de los hombres, y tienen los ojos encarnados —añadió gravemente a manera de paréntesis fisiológico.

—¿Y tus padres y familia?

—¿Mis padres...? Viven en la misma calle y número que los de la Cantaora… ¿Dónde he nacido...? En el primer rincón de la primera calle, a derecha o izquierda, bajando o subiendo hacia el Sena.

—¿No has maldecido nunca a tus padres por haberte abandonado?

—¡Eso sí que me hubiera sacado de mal año!… ¡Vaya una pregunta!… Con todo, no me hicieron mucho favor cuando me trajeron a este mundo… Si al menos me hubieran hecho como Dios debe hacer a los pobres, es decir, sin hambre, ni sed, ni frío… Poco costaría esto; y entonces los pobres que no roban andarían algo mejor.

—¿Tuviste hambre y sed y no has robado?

—A fe que no, y por eso he pasado tanta miseria. Hubo dos días seguidos en que no comía ni un mendrugo, y esto sucedía más veces de lo que me tocaba. Pero no importa… No he robado nada a nadie, y se acabó.

—Por causa de la cárcel… ¿verdad?

—¡Vaya una salida! —dijo el Churiador alzando los hombros y soltando una carcajada—. ¿Con que no hubiera robado por temor de tener pan?… Sin robar, me moría de hambre; robando, me mantendrían en la cárcel a boca de cardenal… Pero no he robado porque…, porque…, en fin, no me cuadraba a mí eso, y se acabó.

Esta hermosa respuesta, cuyo valor no comprendía el Churiador, impresionó a Rodolfo. Vio que el pobre honrado en medio de la miseria era con doble motivo digno de respeto; siendo así que el castigo de su crimen podía convertirse en un recurso cierto de subsistencia. Alargó la mano a este infeliz salvaje, a quien la miseria no había depravado enteramente.

El Churiador miró asombrado y casi con respeto a su favorecedor: apenas se atrevía a tocarle la mano. Un pensamiento vago le hacía entrever un abismo que lo separaba de él.

—¡Bueno! —le dijo Rodolfo—; ya vemos que tienes corazón y honor.

—¿Corazón?… ¿Honor?… ¿Yo?… ¡Ca! ¿Os chanceáis? —respondió con sorpresa.

—Sufrir miseria y hambre antes que robar es tener honra y corazón —dijo Rodolfo gravemente.

—¡Sí!… pero… ¿Quién sabe?… Pudiera ser…

—¿Te espantas de eso?

—¿Pues no?… Si no tengo costumbre de oír esas palabras: siempre me han tratado como a un perro sarnoso… ¡Vaya efecto me ha hecho lo que acabáis de decir!… ¡Corazón!… ¡Honor! —repitió con aire pensativo.

—Pero, ¿qué tienes?

—Por Dios que no lo sé —dijo el Churiador conmovido—; pero esas palabras… Vea usted… Me revuelven el magín… y me agradan más que si me dijesen que soy más fuerte que el Esqueleto y que el Maestro de Escuela. Lo cierto es que esas palabras…, y los puñetazos que me habéis dado por remate de fiesta…, tan bien ribeteados…; sin contar con que me pagáis la cena… y que me decís unas cosas que… En fin, adelante —gritó de repente, como si le fuera imposible expresar su pensamiento—. Lo cierto es que en la vida y en la muerte podéis contar con el Churiador.

—¿Has servido mucho tiempo a los desolladores? —preguntó Rodolfo con más frialdad, no queriendo descubrir la emoción que sentía.

—Ya lo creo… Al principio me daba alguna lástima matar aquellos vejestorios, que ni capaces eran de largarme una coz; pero luego que llegué a los dieciséis años y fui siendo más hombre, se convirtió en rabia, en pasión, en necesidad, en furor, esta afición de matar y desollar. Dejaba de comer y beber… ¡No pensaba en otra cosa! Era de ver cuando estaba con las manos en la obra: a no ser un pantalón viejo que tenía, no me ponía otra cosa. Cuando tenía alrededor de mí quince o veinte caballos encadenados esperando su vez, con mi gran cuchillo bien afilado en la mano… Cuando me ponía a matar, no sé lo que me pasaba…; me volvía loco; me zumbaban los oídos; veía el mundo encarnado; la sangre se me subía a los ojos, y mataba y desollaba hasta que se me caía el cuchillo de la mano. ¡Rayos! ¡Qué gusto! Si hubiera tenido millones, los hubiera dado por hacer aquel oficio.

—De ahí te habrá venido el gusto de dar puñaladas —dijo Rodolfo.

—Bien puede ser; pero cuando pasé de los dieciséis años el furor aquel creció de tal manera que cuando empezaba a desollar perdía el juicio y echaba a perder toda la obra… Destruía las pieles a fuerza de dar cuchilladas por aquí y por allá, y tanto me encarnizaba que no sabía lo que hacía. En una palabra, me despidieron del osario. Me ofrecí a algunos carniceros, porque siempre tuve amor al oficio; pero se hacían de pencas… ¡Qué señores! Me despreciaron como los de la obra prima desprecian a los remendones. Entonces me di a buscar el pan por otro camino; pero no lo hallé. ¡Qué hambre pasé todo aquel tiempo! Por fin hallé trabajo en las canteras de Montrouge; pero al cabo de dos años me aburrí de romperme el espinazo dando a la rueda para sacar piedra, sin más jornal que veinte sueldos diarios. Era de buena talla y robusto, y senté plaza en un regimiento. Me preguntaron por mi nombre, mi edad y mis papeles. «¿Mi nombre? —dije yo— Soy el Albino. ¿Mi edad? Miradme el diente. ¿Mis papeles? Ahí está el certificado de mi amo el cantero». Como vieron que podía hacer un buen granadero, me alistaron sin más ni más.

—Con tu fuerza, tu valor y tu manía de cortar, si hubiera habido guerra acaso habrías llegado a ser oficial.

—¡Ojalá! ¡Cuánto más me agradaría degollar ingleses y prusianos que rocines viejos!… Pero ahí estaba el mal: no había guerra, y había disciplina. Un jornalero puede dar una manta de palos a su amo: si es más fuerte los da, si es más flojo los recibe. Le plantan en la calle, coge las de Villadiego y se acabó la fiesta. En la milicia es cosa diferente. Un día mi sargento me echó una bronca para hacerme andar más deprisa. Tenía razón porque yo me hacía el maula. Sin embargo, esto me incomodó. Me dio un empujón y yo le di otro. Me echó la mano al gañote, y yo le largué un puñetazo. Cayeron sobre mí, y entonces sí que hubo la de Dios es Cristo. Bramaba de rabia…, tenía toda la sangre en los ojos y no veía más que sangre… ¡Sangre!… Y como tenía el cuchillo en la mano porque estaba de rancho, empecé a matar…, a matar…, a clavar como en una carnicería… Tendí frío al sargento, herí a dos soldados… ¡Qué horror!… ¡Once puñaladas a los tres!… Sí, once puñaladas… ¡Todo era sangre como en Montfaucon!… Yo también chorreaba sangre.

Bajó la cabeza con aire torvo y abatido, y permaneció un rato silencioso.

—¿En qué piensas, Churiador? —dijo Rodolfo observándolo con interés.

—En nada… —le respondió bruscamente, y luego prosiguió con su brutal indiferencia—. Por último me sujetaron, y fui juzgado y sentenciado a muerte.

—¿Y cómo has salvado la vida? ¿Huiste?

—No; en lugar de quitarme el resuello, me sentenciaron por quince años al presidio. Se me pasó deciros que había salvado la vida a dos compañeros que estaban para ahogarse en el Maine. Nos hallábamos de guarnición en Melun. En otra ocasión…, vais a reíros y a decir que soy un animal del fuego y del agua, que así salva hombres como mujeres… En otra ocasión, estando de guarnición en Rúan, prendió el fuego en un barrio. Allí todas las casas son de madera como barracas. Me hicieron acudir al fuego, y al llegar al sitio oí decir que una vieja no podía bajar de su cuarto, donde ya entraban las llamas. Subí. ¡Cáspita, qué caliente estaba aquello!… ni los hornos de yeso. Finalmente, salvé a la vieja, pero salí con las plantas de los pies abrasadas. En una palabra, gracias a estos servicios mi procurador se puso de puntillas y habló, y se estiró tanto que me conmutaron la pena; y en lugar de ir al patíbulo me mandaron a galeras por quince años… Al ver que no me mataban y que me mandaban a presidio, me entraron ganas de echarme al cuello de mi charlatán para ahogarlo… Cuando se vino a mí haciendo de persona para decirme que me había salvado la vida… ¡Poder de Dios!… ¡Si no me hubiera contenido!…

—Luego, no te gustó la conmutación de pena.

—¡Qué me había de gustar?… El que con hierro mata justo es que con hierro muera, así como es justo que el ladrón calce grillos… A cada cual su merecido… Pero obligar a uno a vivir entre galeotes cuando tiene derecho a ser ahorcado sobre la marcha, es una infamia. No se mata a un hombre sin que quede de ello alguna memoria… Pero eso de vivir en galeras…

—Luego, has tenido remordimientos.

—¿Remordimientos? No… Yo no hice más que lo que pude; pero en mis primeros años de presidio ni una noche pasaba sin ver en sueños al sargento y a los soldados que había despachado; es decir…, no estaban solos —añadió con terror—. Aguardaban su vez por docenas, por centenares, por millares, como en un matadero…, como con los caballos que degollaba en Montfaucon… Y entonces no veía más que sangre, y empezaba a matar…, a matar…, a degollar como hacía en otro tiempo con los caballos viejos… Pero sucedía que cuantos más soldados mataba, más soldados aparecían… Y al expirar volvían hacia mí unos ojos de piedad, que yo me maldecía por haberles quitado la vida… Pero ya no podía contenerme. Además, aunque no tuve nunca hermano ninguno, sucedía que todos se volvían mis hermanos… Y los quería con el alma… Por fin, cuando ya no podía más me despertaba cubierto de sudores fríos.

—¡Sueños crueles eran esos, Churiador!

—¡Ah! Sí… ¡Qué sueños!… Era cosa de perder el juicio… Así es que quise matarme por dos veces: una de ellas tomando cardenillo, y la otra ahorcándome con una cadena; pero, ¡rayos! Soy más fuerte que un toro. El cardenillo no hizo más que darme sed, y la cadena me dejó alrededor del cuello una corbata natural. Andando el tiempo, venció la costumbre de vivir. Los sueños y las pesadillas me atormentaron cada día menos, y me fui dando de alta como los demás compañeros.

—¡Buena escuela has tenido en la cárcel para aprender a robar!

—Cierto, pero faltaba la inclinación; y aunque algunas bromas me daban por eso los demás, también les costaba caro, porque andaba la cadena por rebenque. Allí fue donde conocí al Maestro de Escuela. En cuanto a éste…, es decir…, en cuanto a cosa de puñetazos, me dio mi ración correspondiente, como vos me la disteis ahí fuera hace un minuto.

—¿Es galeote cumplido el Maestro de Escuela?

—Era penado eterno; pero se libró como un gavilán, dando por cumplida la condena.

—¡Huyó de presidio y no lo denuncian!

—No seré yo quien lo denuncie, por vida mía.

—¿Cómo no da con él la policía? ¿No tiene su filiación?

—¿Filiación?… ¡Buen pájaro es el Maestro! Hace mucho tiempo que se quitó de la cara lo que Dios le había dado, y el diablo que lo reconozca ahora.

—¿Pero cómo ha podido hacer eso?

—¿Cómo...? Carcomiéndose poco a poco las narices con vitriolo. Tenían medio palmo de largo.

—Vamos, te chanceas sin duda.

—Si viene esta noche lo veréis: tenía unas narices de papagayo descomunales, y ahora es un chato como una loma. Los labios son como puños, y tiene la cara llena de costurones como sayo de trapero.

—¿Será posible que se haya desfigurado hasta el punto de que nadie lo conozca?

—Hace seis meses que huyó de Rochefort. Mil veces lo encontraron los alguaciles y pasan de largo sin conocerlo.

—¿Por qué ha estado en presidio?

—Por falsario, ladrón y asesino. Le llaman Maestro de Escuela porque escribe muy bien y sabe mucho.

—¿Le temen mucho por ahí?

—No le temerán, no, cuando le hayáis sacudido la pavana como a mí; ¡qué ganas tengo de que le llegue el día!

—¿De qué vive?

—Vive en compañía de una vieja tan mala como él, y tan fina como la pólvora. Pero no se la ve jamás. Sin embargo, le ha dicho a la tía Pelona que un día la traería a la taberna.

—¿Toma parte esa mujer en los robos que hace?

—Y en los asesinatos también. Dicen por ahí que se alaba de haber cometido con ella dos o tres últimamente. Entre los despachados se cuenta un boyero, a quien robaron y quitaron la vida en el camino de Poissy.

—Él caerá tarde o temprano.

—Muy diestro es preciso ser: lleva siempre debajo de la blusa dos pistolas cargadas y un puñal. Dice que sólo perderá la vida una vez y que para escaparse matará cuanto se le ponga delante. Y como es dos veces más fuerte que vos y que yo, no podrán cogerlo así a dos por tres.

—¿A qué te has dedicado después de salir de la cárcel?

—Me ajusté con un descargador del muelle de San Pablo, y gano la vida en este oficio.

—¿Por qué vives en la Cité no siendo ladrón?

—¿Y a dónde iría yo con mi cuerpo? ¿Quién se acompañaría de un presidiario? Yo no puedo estar solo; me gusta la sociedad y aquí vivo entre mis iguales. Me meto en algunas pendencias; me temen como al fuego en la Cité; y el comisario no tiene por qué decirme esta boca es mía, fuera de algunos lances de poca monta que me valen algunas horas de corrección.

—¿Cuánto ganas por día?

—Treinta y cinco sueldos; y para eso tomo en el río pediluvios hasta la cintura de diez a doce horas cada día, así en verano como en invierno. Cuando no pueda más con la fatiga tomaré un gancho y una canasta de mimbres, y volveré al oficio de trapero, como en mis primeros años.

—Y sin embargo, parece que no eres infeliz.

—Otros hay en peor situación. A no ser por los sueños del sargento y de los soldados muertos, sueños que perduran aún, esperaría tranquilo la última hora y moriría al pie de un muro, como acaso habré nacido. Pero los sueños… Vaya, hablemos de otra cosa —dijo el Churiador, vaciando la pipa contra una esquina de la mesa.

Mientras contaba su historia, Flor de María permaneció distraída, absorta y silenciosa. Rodolfo le había escuchado con aire pensativo.

Un accidente trágico recordó por fin a los tres el lugar en que se hallaban.

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