29 enero

1.6. Tomás Seyton y la condesa Sara

Las dos personas que acababan de entrar en el Conejo Blanco no pertenecían a la clase de los parroquianos de la taberna. Uno de ellos era alto y delgado, tenía el pelo blanco, cejas y patillas negras, la tez morena y el aspecto grave. Llevaba una levita larga abotonada militarmente hasta el cuello. Su nombre era Tomás Seyton.

Su compañero era de buena presencia y parecía tener treinta y tres o treinta y cuatro años; el cabello, las cejas y los ojos negros realzaban la pálida blancura de su semblante; y en su ademán, en lo bajo de su estatura y en lo delicado de sus facciones era fácil reconocer a una mujer disfrazada de hombre.

Se trataba de la condesa Sara Mac-Gregor. El lector sabrá más adelante los motivos que llevaron a la Condesa y a su hermano a la taberna de la Cité.

—Tomás, pide de beber y pregunta por él a esas gentes, que acaso nos dirán algo —dijo Sara en buen inglés.

El hombre cano y de cejas negras se sentó a una mesa mientras que Sara se enjugaba la frente, y dijo a la Pelona en buen francés:

—Señora, haced que nos sirvan algo de beber.

La entrada de estas dos personas había excitado la curiosidad de todos: traje y modales indicaban que eran del todo extraños en ese sitio, y por su fisonomía inquieta y turbada se veía que algún motivo importante les había conducido allí.

El Churiador, el Maestro de Escuela y la Lechuza los observaban con extraordinaria curiosidad.

Tomás Seyton dijo por segunda vez y con impaciencia a la Pelona, quien, llena de sorpresa, participaba también en la admiración general:

—Señora, hemos pedido algo de beber; tened la bondad de servirnos.

Muy hueca la tabernera al oír tan cortés y para ella desusado lenguaje, salió del mostrador, y apoyándose con afabilidad en la mesa de sus nuevos parroquianos, les preguntó:

—¿Queréis un azumbre de vino o una botella lacrada?

—Traednos una botella de vino, vasos y agua.

Sirvió al punto lo que le habían pedido. Tomás Seyton le dio un napoleón, y, rehusando tomar el cambio que le devolvía, le dijo:

—Guardadlo, buena amiga, y echad con nosotros un trago.

—Muchas gracias, caballero —respondió la tía Pelona mirando al hermano de la Condesa con un aire lleno de gratitud y admiración.

—Habíamos citado a un amigo —dijo Seyton— para una taberna de esta misma calle; creo que nos hemos engañado.

—Éste es el Conejo Blanco para lo que gustéis mandar, caballero.

—Pues no hay duda de que es aquí —dijo Seyton haciendo a Sara una seña de inteligencia—. Sí, en el Conejo Blanco es donde debía esperarnos…

—Y, por cierto, que no hay dos Conejos Blancos —dijo con orgullo la Pelona—. Pero decidme, ¿qué señas tiene vuestro camarada?

—Alto y delgado, cabello y bigote castaño claro.

—Ya, ya caigo: es el mismo que estaba aquí hace un momento… Un carbonero muy alto entró a decirle no sé qué, y se marcharon juntos.

—Pues a los dos buscamos precisamente.

—¿Estaban solos? —preguntó Sara.

—Distingo; el carbonero sólo estuvo aquí un instante; pero el otro amigo vuestro ha cenado con la Cantaora y el Churiador —y señaló con una mirada al convidado de Rodolfo, que permanecía aún en la taberna.

Tomás y Sara se volvieron hacia él, y después de algunos momentos de examen dijo Sara en inglés a su compañero:

—¿Conoces a ese hombre?

—No. Carlos había perdido la pista de Rodolfo al entrar en estas calles del infierno; y viendo a Murph rondar la taberna disfrazado de carbonero y mirar a cada paso por los vidrios, creyó que había alguna novedad y fue enseguida a avisarnos… Pero Murph lo echó de ver sin duda.

Mientras pasaba esta conversación en voz baja y lengua extranjera, el Maestro de Escuela dijo a la Lechuza:

—El simple ha dado una moneda de plata. Llueve y el viento sopla que rabia. Cuando se marchen les echaremos el guante. Yo robaré al rufián velis nolis, que como va con su manceba seguro que no dará un grito.

Aun cuando Tomás y Sara hubiesen oído este odioso lenguaje, nada hubieran comprendido de él.

—Bien pensado, tienes unos vientos como un perdiguero —repuso la Lechuza—. No tengas cuidado, porque si el mandria bramase, ya sabes que llevo en la faltriquera el vitriolo, y le rompería el frasquillo en la boca… Es preciso dar de beber a los niños para que no lloren… Dime, palomo, cuando hallemos a la Chillona nos la hemos de llevar, ¿verdad? Me parece que la tengo entre las uñas… Ya le untaremos el hocico con vitriolo para que no ande tan soberbia con su linda cara.

—Mira, Lechuza, tanto me vas prendando que al final voy a casarme contigo. En valor y destreza no hay quien te ponga el pie delante… Bien te he marcado la noche del boyero. Entonces dije para mi coleto: «Esta mujer es capaz de trabajar mejor que un hombre».

—Por cierto que sí, palomito. Si el Esqueleto hubiera tenido una mujer como yo para observar no le habrían cogido el puñal en la gargante del muerto.

—Buena china le tocó: no saldrá de la trena hasta que no vaya a la horca. Un bulto menos y un claro más.

—¿Qué lenguaje extraño hablan esos dos? —dijo Sara, que había oído involuntariamente las últimas palabras del Maestro de Escuela. Y luego añadió señalando al Churiador:

—Acaso sabremos algo de Rodolfo preguntando a este hombre.

—Vamos a ver —dijo Seyton; y dirigiéndose al Churiador—: Buenas noches, camarada. Debíamos hallar aquí a un amigo con quien habéis cenado; y puesto que le conocéis, ¿podríais decirnos adónde ha ido?

—Demasiado le conozco: hace dos horas que me santiguó la cara por causa de la Cantaora.

—¿No le conocíais antes?

—Jamás… Nos encontramos en el portal de la casa de Brazo Rojo.

—¡Patrona!, otra botella de lo bueno —gritó Tomás Seyton.

Apenas habían tocado ellos el vino, pues seguían con los vasos llenos. Mas la tía Pelona, sin duda para hacer los honores de su taberna, había apurado distintas veces el suyo.

—Nos serviréis en la mesa del señor, si no lo lleva a mal —añadió Seyton dirigiéndose con Sara a donde estaba el Churiador, quien atónito y alegre al verse tratar de un modo para él tan extraño, miraba sin pestañear a los desconocidos.

La otra pareja seguía hablando en voz baja y en caló de sus proyectos siniestros.

Servida la botella, continuaron la sesión Sara y su hermano en compañía del Churiador y de la tabernera, que había creído superflua una segunda invitación.

—¿Conque habéis encontrado al amigo Rodolfo en el portal de Brazo Rojo? —dijo Tomás Seyton brindando con el Churiador.

—Sí —respondió éste; y vació el vaso con presteza admirable.

—Vaya un nombre raro ese de Brazo Rojo. ¿Quién es?

Tomaor del dos —dijo con indiferencia el Churiador; y luego añadió—: ¡Qué vino tan asombroso, tía Pelona!

—Por eso no debéis permitir que bostece el vaso, camarada —repuso Seyton llenando otra vez el del Churiador.

—A vuestra salud —dijo éste— y a la de vuestro amiguito, que no parece sino que… En fin, adelante… Si mi tío fuera hembra sería mi tía, como dice el refrán… Vaya que sois ladino, ¿eh?… Ya caigo en la cuenta…

Un color casi imperceptible se asomó a las mejillas de Sara. Su hermano continuó:

—No he entendido bien lo que me habéis dicho de ese Brazo Rojo. ¿Salía de su casa Rodolfo?

—Os he dicho que Brazo Rojo es tomaor del dos.

Tomás miró con sorpresa al Churiador.

—No entiendo. ¿Qué quiere decir tomaor al… del…?

—¡Toma! tomaor del dos quiere decir contrabandista. Parece que no echáis de la oseta.

—Amigo, no comprendo una jota.

—Quiero decir que no habláis caló como el señor Rodolfo.

—¿Caló? —dijo Tomás sorprendido y mirando a Sara.

—Vaya, está visto; sois unos mandrias… Pero el amigo señor Rodolfo, ese sí que es un buen jorgolín. Aunque pintor de abanicos, pudiera enseñarme a mí el caló… Vaya pues, ya que no entendéis el habla de la gente honrada, os diré en buen romance que Brazo Rojo es contrabandista y que tiene un jabardillo en los Campos Elíseos. Y no se crea que vendo a nadie con decir que Brazo Rojo es contrabandista. Él mismo lo dice en las barbas del resguardo…; pero el diablo que lo coja: es más ladino que un zorro.

—¿Qué tenía que hacer ese hombre con Rodolfo? —preguntó Sara.

—Por mi abuelo, señor…, o señora…, o como gustéis, que nada sé: tan cierto como este trago. Esta noche me estaba chanceando con la Cantaora, y aún me parece que tenía ganas de zurrarle. Se metió en el portal de la casa de Brazo Rojo. La seguí… La noche estaba como boca de lobo… En lugar de coger a la Cantaora, me cogió a mí el camarada Rodolfo y me sacudió el polvo. Sobre todo, los puñetazos de despedida… ¡Cáspita, qué bordados!… Tiene un brazo de hierro… Pero con algunas lecciones que me dé, también saldré maestro del arte.

—¿Qué clase de hombre es Brazo Rojo? ¿En qué se ocupa? —preguntó Tomás.

—¿Quién? ¿Brazo Rojo...? Vende todo lo que no se puede vender, y hace todo lo que no se puede hacer. Ése es su comercio. ¿Verdad, tía Pelona?

—¡Oh, sí!, la cueva donde se meta tendrá más salidas que una sola —dijo la tabernera—. También es dueño de una casa en la calle del Temple… Buen tugurio, por cierto… Pero, nada: A quien Dios se la dio… —añadió temiendo haber dicho demasiado.

—¿Qué señas tiene la casa de Brazo Rojo en esta calle? —preguntó Seyton al Churiador.

—Número 13.

—Puede ser que algo averigüemos allí. Mañana enviaré a Carlos —dijo Seyton a su hermana.

—Puesto que conocéis al señor Rodolfo —dijo el Churiador—, podéis alabaros de tener un amigo excelente…, un buen muchacho. Si el carbonero no hubiese entrado a tiempo, se hubiera roto la jeta con el Maestro de Escuela, que está allá en el rincón con la Lechuza… ¡Rayos! No sé cómo no la mato al acordarme de lo que le hizo a la Cantaora… Paciencia…, a su tiempo maduran las uvas, como dice el otro.

Se oyó dar las doce en el reloj del ayuntamiento.

La luz del quinqué de la taberna expiraba por momentos. Los huéspedes del Conejo Blanco habían desfilado uno a uno; sólo quedaban el Churiador, sus dos compañeros, el Maestro de Escuela y la Lechuza.

Éste dijo a la tuerta:

—Desde el portal de enfrente veremos salir a estos dos polluelos. Si tuercen a la izquierda les aguardaremos en la esquina de la calle de San Eloy; y si tuercen a la derecha, en los escombros de junto a la tripería. Allí hay una cueva bien a propósito, tengo arreglado mi plan.

El Maestro de Escuela y la Lechuza se dirigieron a la puerta.

—¿Conque nada bebéis ni coméis esta noche? —les dijo la tabernera.

—No, tía Pelona… Sólo hemos entrado para abrigarnos —repuso el Maestro de Escuela; y salió al momento con la otra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario