13 enero

1.2. La figonera

El figón o taberna del Conejo Blanco está situado en el centro de la calle de Fèves, y ocupa el piso bajo de una casa alta, en cuya fachada hay dos ventanas de cierta construcción llamada a la guillotina.

Sobre el dintel de la puerta está colgado un farol oblongo, en cuyo vidrio hendido se leen estas palabras: Aquí se hospeda de noche.

En esta taberna entraron el desconocido y sus dos compañeros.

Figurémonos una sala espaciosa de techo bajo, ahumado y cruzado de vigas negras, alumbrada a penas por la triste luz de un mal quinqué; las paredes llenas de hendiduras, revocadas aquí y allí con cal y cubiertas de dibujos groseros y de sentencias y palabras en caló; el piso desigual, gastado y cubierto de lodo; y un haz de paja colocado, a manera de tapiz, al pie del mostrador o tablero de la figonera, situado a la derecha de la puerta, bajo el quinqué.

A cada lado de esta sala hay seis mesas, con bancos asegurados por un extremo a la pared. En el fondo se ve una puerta que da paso a la cocina, y a la derecha y cerca del tablero, otra que da salida a los zaquizamies, en donde se duerme de noche por tres sueldos.

Diremos algo de la figonera y de sus huéspedes.

Llamábase aquélla la tía Pelona. Su triple profesión consistía en dar posada en cuartos amueblados, tener una taberna y alquilar vestidos a las míseras criaturas que pululan en aquellas calles inmundas.

Tenía cuarenta años; era alta, corpulenta, de color subido y algo barbuda. Su voz era ronca y varonil, sus brazos gordos y sus anchas manos indicaban una fuerza poco común. Llevaba sobre el gorro o papalina un pañuelo viejo de color encarnado y amarillo, y por los hombros un chal de piel de conejo, que cruzaba sobre el pecho y se anudaba en la espalda. El vestido de lana le bajaba hasta los zuecos, mugrientos y quemados por la lumbre del brasero. Finalmente, su color estaba arrebatado por el abuso de los licores.

Adornaban el tablero emplomado algunas vasijas con aros de hierro, y diversas medidas de estaño, y sobre un estante pegado a la pared se veían varias botellas de vidrio, dispuestas de manera que representaban la figura del emperador en pie. Contenían estas botellas diversos brebajes verdes y color de rosa, conocidos por los nombres de Espíritu de los valientes, Ratafia de la columna, y otros títulos pomposos y raros.

Un gato gordo, negro y de ojos amarillos, acurrucado junto a la figonera, parecía el diablo familiar de aquel sitio; y por un contraste peregrino, se veía detrás de la caja de un antiguo reloj de cuco un ramo de mirto bendito, que la tía Pelona había comprado en la iglesia el domingo de Ramos.

Dos hombres de aspecto siniestro, de barba erizada y cubiertos de andrajos, apenas tocaban al jarro de vino que tenían delante, hablaban en voz baja con señales manifiestas de inquietud.

Uno de ellos, sobre todo, descolorido y lívido, calaba con frecuencia hasta los ojos un mal gorro griego que llevaba en la cabeza, y casi siempre tenía escondida la mano izquierda, sacándola a veces con el mayor disimulo cuando tenía precisamente que servirse de ella.

Más allá se veía un joven como de dieciséis años, de rostro imberbe, descarnado, macilento, los ojos hundidos y amortiguados, y con largas melenas negras que le caían alrededor del pescuezo. Este joven, símbolo del vicio desenfrenado y precoz, fumaba en una pipa blanca de tubo corto. Arrimado de espaldas a la pared, las manos metidas en los bolsillos de la blusa, las piernas tendidas sobre el banco, sólo dejaba la pipa y alteraba su postura para beber de cuando en cuando un trago del aguardiente que tenía delante.

Nada singular había en los demás huéspedes de la taberna; aquí, algunos semblantes feroces y brutales; allá, alegría torpe y licenciosa; en otra parte, silencio estúpido y sombrío.

Tal era la concurrencia de la taberna del Conejo Blanco, cuando entraron en ella el desconocido, el Churiador y la Cantaora, de quienes haremos una descripción especial porque ocupan un lugar muy importante en esta historia.

El Churiador era alto, de proporciones atléticas; pelo rubio muy claro, cejas pobladas y enormes y patillas color de fuego. Los rigores del tiempo, la miseria y el duro trabajo del presidio habían bronceado su cutis, dándole el tinte aceitunado que se observa en cada presidiario. A pesar del nombre terrible que llevaba, sus facciones no indicaban ferocidad, sino cierta franqueza brutal y una audacia indomable.

Hemos dicho que el Churiador llevaba un pantalón y una blusa de tela azul ordinaria, y en la cabeza un gran sombrero de paja, como los que usan comúnmente en París los oficiales de carpintero y los leñadores.

La Cantaora apenas había cumplido dieciséis años. Una frente blanca y pura coronaba el óvalo perfecto de su rostro: largas cejas, algo rizadas, cubrían en parte sus grandes ojos azules, llenos de melancolía. El vello suave de la primera juventud poblaba sus mejillas, teñidas apenas de un matiz encarnado. Pequeña boca de púrpura, que casi nunca sonreía, nariz fina y recta, contorno angelical de la parte inferior, con la nobleza y suavidad de las líneas de Rafael. Por cada una de sus sienes, tersas como el raso, baja una trenza hermosísima de pelo rubio ceniciento, y desde la mejilla vuelve a subir por detrás de la oreja, para perderse de nuevo en los pliegues de un pañuelo de algodón con cuadros azules.

Rodea su blanco cuello una sarta de corales, y el amplio vestido de alepín oscuro ciñe una cintura delicada, flexible y redonda como un junco. Un pequeño chal naranja con cenefa verde cubre su seno blanco, está sujeto con un nudo a la espalda.

Con razón había sorprendido la voz de la Cantaora a su incógnito defensor. Era, en efecto, tal el encanto irresistible de esta voz dulce, argentina y armoniosa, que la turba de malvados y mujeres perdidas entre quienes vivía le rogaba con frecuencia que cantase, y la escuchaban con indecible deleite.

La Cantaora había recibido otro nombre, debido sin duda al candor virginal de sus facciones.

Llamábanla Flor de María, palabras que en el caló francés significan la Virgen.

Podrá concebir el lector qué impresión habremos sentido al hallar en el odioso vocabulario del robo, de la sangre y del homicidio metáfora de tan dulce poesía y de piedad tan tierna y delicada: ¡Flor de María!

Nos parece un blanco lirio que alza su oloroso cáliz en medio de un campo cubierto de sangre y carnicería.

¡Contraste singular y peregrino! ¿Cómo han podido realzar este castísimo pensamiento y elevarlo a poesía tan santa los inventores de tan odioso dialecto? ¿A qué hombre pensador dejará de ofrecerse aquí la posibilidad de los contrastes que rompen muchas veces la monotonía de las existencias más criminales, manifestándose con principios de moralidad o con rasgos piadosos, innatos, digámoslo así, que arrojan vivos resplandores en las almas más tenebrosas?

Los malvados de una sola pieza, si me permiten la expresión, son fenómenos muy raros.

El defensor de la Cantaora, a quien llamaremos Rodolfo, contaba unos treinta y seis años de edad. Su mediana talla y su contextura delgada, esbelta y bien proporcionada, no indicaban el prodigioso vigor que acababa de manifestar en la lucha con el formidable y atlético Churiador.

Sería complicado determinar los rasgos de su fisonomía. Algunos pliegues de la frente indicaban a un hombre meditabundo; pero por la firmeza de su rostro y el ademán imperioso y atrevido se descubría al hombre de acción, cuya fuerza física y cuya audacia ejercen sobre la muchedumbre ascendiente irresistible.

No había dado señales de odio ni de cólera en la pelea con el Churiador; pues, confiado en su propia fuerza y en su destreza y agilidad, no manifestó en ese lance más que desprecio hacia la especie de bestia brava que se había propuesto domar.

Terminaremos el retrato de Rodolfo agregando que sus facciones parecían demasiado regulares y hermosas para un hombre. Ojos grandes, rasgados y de un pardo brillante, nariz aguileña, barba algo saliente y cabello castaño claro, del mismo color que las grandes cejas arqueadas y que su bigote tan fino y suave como la seda.

Por lo demás, en nada se distinguía de los otros huéspedes; tal era la increíble facilidad con que hablaba la lengua y fingía los modales nativos. En el cuello erguido y bien formado, como el del Baco indio, llevaba una corbata negra atada con desaliño, cuyas puntas caían por delante sobre la blusa azul. Dos hileras de clavos rodeaban las suelas de sus anchos y groseros zapatos. Finalmente, a excepción de las manos, que eran de una rara belleza, nada lo distinguía de los demás concurrentes del figón; no obstante, su aire resuelto, audaz y sereno ponía entre ellos y él distancia infinita.

Al entrar en la taberna tocó el Churiador con una de sus enormes manos el hombro de Rodolfo, y dijo con voz estrepitosa:

—¡Viva el maestro del Churiador!… Amigos, este mocito acaba de sacudirme el polvo… Sépanlo cuantos estén a mal con sus muelas y costillas, sin excluir al Maestro de Escuela ni al Esqueleto, que por esta vez no se las arriendo… ¡Lo dicho, dicho; y el que quiera apostar, a ello!

Miraron todos con tímido respeto al vencedor del Churiador, desde la figonera hasta el último huésped de la taberna.

Unos retiraron los vasos y jarros a un extremo de la mesa, apresurándose en hacer sitio a Rodolfo; otros se levantaron como tocados por un resorte; y algunos se acercaron al Churiador y le preguntaron quién era este desconocido que tan victoriosamente hacía su entrada en el gran mundo.

La figonera, dirigiendo por fin a Rodolfo una sonrisa del modo más gracioso que pudo, cosa inaudita y fabulosa en los anales del Conejo Blanco, se levantó de su sitio y fue a tomar la comanda de su admirable huésped; atención que jamás había tenido con el Maestro de Escuela ni con el Esqueleto, terribles facinerosos que hacían temblar al mismo Churiador.

Uno de los dos hombres de aspecto siniestro (el que escondía la mano y calaba a cada instante el gorro griego hasta las cejas) se inclinó hacia la tabernera, que limpiaba con el mayor cuidado la mesa de Rodolfo, y le dijo con socarronería:

—¿No ha venido hoy el Maestro de Escuela?

—No —respondió la tía Pelona.

—¿Y ayer?

—Ayer vino con su nueva amiga.

—¿Estaba acaso con Calabaza, la hija de Marcial el guillotinado? Ya sabes… Marcial el de la isla…

—¡Vaya unas preguntas de hombre! ¡Si pensarás que soy algún guro y que ando al lado de mis parroquianos para saber la vida que hacen! —dijo la tabernera con tono áspero.

—Tengo cita esta noche con el Maestro de Escuela —añadió el bandido—; tenemos negocios pendientes.

—¡Buenas cosas hablaréis! ¡Valientes rufianes!

—¡Rufianes! —exclamó irritado el bandido—; con ellos sacas tú la barriga de mal año.

—¿Quieres dejarme en paz? —repuso la figonera, amenazando al bandido con la medida que tenía en la mano.

El hombre descolorido volvió a sentarse, refunfuñando entre dientes.

Flor de María al entrar en la taberna había saludado amistosamente con un movimiento de cabeza al parroquiano de rostro pálido.

El Churiador dijo a este último:

—El Cojo Gordo se detuvo acaso para ajustar la cuenta a ese mocito llamado Germán, que vive en la calle del Temple…

Y luego:

—¡Qué tal, Barbillón! ¡Siempre a vueltas con tu aguardiente, eh!

—Siempre; más quiero andar con zuecos y en ayunas, que me falten el peñascaró y la pipa —respondió el joven con una voz ronca y amortiguada, sin mudar de postura y echando nubes de humo por la boca.

—Buenas noches, Flor de María —dijo la tía Pelona acercándosele y mirando con atención la ropa que ella misma le había alquilado; hecho este examen, añadió con una especie de satisfacción brutal:

—Me gusta alquilarte a ti mis cosas… Eres limpia como los oros… Y a fe que no hubiera confiado este rico chal a unas perdularias como la Saltona y la Bolera. Mas para eso te estoy educando desde hace tres semanas que entraste en mi casa; y hablando en plata, no hay persona mejor que tú en toda la Cité, aunque pecas de melindrosa… ¿Quién parará contigo de aquí a cuatro años? Después que tomes la tierra como las otras, no habrá moza más salerosa que tú en todo el barrio.

Dio un suspiro la Cantaora y bajó la cabeza sin responder.

—¡Calla!… —dijo Rodolfo a la figonera—. ¿Está bendecido el ramo de mirto que tenéis junto a vuestro cuco? —Y señaló con el dedo el santo ramo colocado detrás del reloj.

—Pues qué, ¿hemos de vivir como los perros? —respondió hipócritamente la horrible mujer; y dirigiéndose luego a Flor de María, continuó:

—Dime tú, melindrosa, ¿no nos guillabarás alguna de tus coplas?

—Después de cenar, tía Pelona —dijo el Churiador.

—¿Qué queréis que os sirva, señor valiente? —preguntó la tabernera a Rodolfo, con aire de querer agradarle y de ganar su protección a todo trance.

—Preguntad al Churiador, que es quien nos obsequia. Yo no hago más que pagar.

—¡Oyes tú, vinagre! —dijo la Pelona volviéndose al bandido—. ¿Qué quieres cenar?

—Dos chuletas a la parrilla, un arlequín, tres rebanadas de manró y dos azumbres de vino de a doce sueldos —dijo el Churiador después de haber pensado un momento en la combinación de este amasijo.

—Ya sé yo que eres hombre de gusto, y que guardas siempre tus ganas para los arlequines.

—¿Vas teniendo hambre, Cantaora? —dijo el bandido.

—No.

—¿Queréis otra cosa que el arlequín, hija mía? —dijo Rodolfo.

—¡Oh no, señor, gracias!… No tengo hambre.

—¡Pero mira de frente a mi maestro, paloma! —gritó el Churiador, riendo con estrépito—. Parece que ni de medio lado te atreves a mirarlo.

Encendióse el rostro de la Cantaora y bajó los ojos sin mirar a Rodolfo.

Al cabo de algunos momentos vino la misma tabernera a poner en la mesa un jarro de vino, el pan y el arlequín, del cual no procuraremos dar una idea al lector, aunque el Churiador parece que lo halló muy de su gusto, porque al verlo exclamó:

—¡Qué plato! ¡Santo Dios! ¡Qué plato! Parece un ómnibus. Hay para todos los gustos del mundo; para los que mezclan y para los que comen de vigilia; para los que quieren azúcar y para los que quieren pimienta. Pedazos de ave y de galleta, colas de pescado, huesos de costilla, hojaldre de pasteles, criadillas, cabezas de alabancos, legumbres, queso, ensalada… ¡Jesús!… Pero tú no comes, Cantaora… Mira que es cosa buena… ¡Apuesto a que hoy has estado de boda!

—Lo mismo que los demás días. Esta mañana he comido como siempre mi sueldo de leche y mi sueldo de pan.

La entrada de un nuevo huésped interrumpió las conversaciones y se levantaron a un mismo tiempo todas las cabezas.

Era éste un hombre de mediana edad, activo al parecer y robusto, vestido con chaqueta y gorra. Acostumbrado a los usos del Conejo Blanco, empleó el lenguaje común de sus parroquianos para pedir de cenar.

Colocóse de manera que podía observar a los dos individuos de cara siniestra, uno de los cuales había preguntado por el Cojo Gordo y por el Maestro de Escuela. No apartaba la vista de ellos; y la postura en que estaban no les permitía observar la vigilancia de que eran objeto.

Al cabo de un rato de silencio recomenzaron las conversaciones. El Churiador, a pesar de su audacia, manifestaba la atención más deferente hacia Rodolfo, y no se atrevía a tutearlo.

—A fe de hombre —le dijo—; aunque ha sido a costa de mi pellejo, no por eso me alegro menos de haberos encontrado.

—Porque te gusta el arlequín, ¿verdad?

—Eso sí… Y después, porque deseo veros agarrado con el Maestro de Escuela, que siempre me puso las peras a cuarto… También él las llevará ahora… ¡Rabio por verlo entre vuestras uñas! ¡Qué gusto sería para mí!

—Te parecerá que por divertirte me voy a echar como un mastín sobre el Maestro de Escuela.

—Eso no; pero él os echará la zarpa al instante que llegue para saber si sois más fuerte que él —respondió el Churiador frotándose las manos.

—Tengo con que pagarle en buena moneda —dijo Rodolfo con aire indiferente; y luego continuó—: ¡Cáspita! Hace un tiempo de perros… ¿Tomaremos un jarro de aguardiente azucarado?

—Nos vendrá como una misa a un alma en pena —dijo el Churiador.

—Y para conocernos, nos diremos quiénes somos —añadió Rodolfo.

—¿Yo...? Soy el Albino; presidiario cumplido, descargador de leña y maderas en el muelle de San Pablo; helado en invierno, frito en verano; doce o quince horas por día en el agua: medio hombre y medio rana; ahí está mi vida y mi retrato —dijo haciendo un saludo militar con la mano izquierda—. Veamos ahora —añadió—; ¿y vos, señor amo? Ésta es la vez primera que se os ve en la Cité. No es por echároslo en cara, pero habéis entrado triunfante marchando sobre mí y a tambor batiente sobre mi pellejo… ¡Qué terremoto!… Parece que lo estuviera sintiendo… Sobre todo, los martillazos de despedida… ¡Vaya nube! ¿Y no tenéis más oficio que aporrear al Churiador?

—Soy pintor de abanicos, y me llamo Rodolfo.

—¡Pintor de abanicos! Por eso tenéis las manos tan blancas —dijo el Churiador—. Si todos vuestros compañeros tienen el mismo brío, parece que es necesario ser de buenos puños para ese oficio… Pero ya que sois artista, ¿cómo venís a una taberna de la Cité en donde no se encuentra más que gente de poco más o menos, como yo, porque no podemos ir a otra parte? Ésta no es vuestra tierra; los artistas honrados tienen sus tabernillas fuera de la Cité, y no hablan caló.

—Vengo aquí porque me gusta la buena sociedad.

—¡Quia! —dijo el Churiador meneando la cabeza con aire de incredulidad—. Os he encontrado en el portal de Brazo Rojo. En fin…, adelante… ¿Decís que no le conocéis?

—¿Hasta cuándo me vas a fastidiar con tu Brazo Rojo o con tu diablo?

—Desconfiáis de mí, y en verdad que no tenéis razón. Si queréis os contaré mi historia; pero con la condición de que me habéis de enseñar el arte de dar aquellos puñetazos de añadidura… Cuento con eso…

—Concedido. Bien, dinos ahora tu historia, y la Cantaora nos contará después la suya.

—Manos a la obra —dijo el Churiador—. ¡Qué tiempo! Se hielan las uñas… Apuesto a que no anda un solo corchete por las calles… Con vuestro plan nos vamos a divertir… ¿Qué te parece, Cantaora?

—A mí bien; pero por mi parte poco tendré que contar.

—También nos contaréis vuestra historia, camarada Rodolfo —añadió el Churiador.

—Sí, yo empezaré.

—Pintor de abanicos… Es un oficio muy bonito —dijo Flor de María.

—¿Y cuánto ganáis por ese trabajo? —dijo el Churiador.

—Cuando da bien, cuatro francos, y a veces cinco; pero esto en los días de verano, que son largos.

—¿Y andáis mucho a la que salta, perillán?

—Mientras tengo barro a manos, no lo gasto mal. Pago diez sueldos diarios por mi cuarto.

—¡Oh! Perdonad, Monseñor… ¡Pagáis diez sueldos por cada noche!… ¡Vos pagáis diez sueldos, eh! —dijo el Churiador llevando la mano al sombrero.

El título de Monseñor, dicho con ironía, excitó en Rodolfo una sonrisa casi imperceptible, y continuó:

—Sí, me gusta la comodidad y el aseo.

—¡Aquí tenemos a un par de Francia! ¡Un banquero! ¡Un ricachón! ¡Paga diez sueldos por su cuarto!

—Y cuatro de tabaco, hacen catorce; cuatro el almuerzo, son dieciocho; quince la comida y uno o dos de aguardiente, suma todo treinta y cuatro o treinta y cinco sueldos diarios. No necesito trabajar toda la semana, y paso como puedo el tiempo que me sobra.

—¿Y vuestra familia? —preguntó la Cantaora.

—Se la llevó el cólera.

—¿Y qué oficio tenían vuestros padres? —volvió a preguntar la Cantaora.

—Prenderos de los portales del mercado: ropavejeros.

—¿Cuánto habéis heredado?

—Era aún muy muchacho, y mi tutor lo vendió todo. Cuando llegué a ser mayor de edad le debía ya treinta francos… Ésta fue toda mi herencia.

—¿Cómo se llama vuestro patrón? —preguntó el Churiador.

—Mr. Gautier, calle de Bourdonnais; muy tonto, muy brutal, y tan ladrón como avaro. Se dejaría sacar los ojos por no pagar a los oficiales. Si se lo lleva el río, no le des la mano. Aprendí el oficio con él a la edad de quince años. Me tocó un buen número en la conscripción y me llamo Rodolfo Durand… Ésta es mi historia.

—Veamos ahora la tuya, Cantaora —dijo el Churiador—. La mía queda para postre.

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