12 enero

1.1. La gazapera

Novela del autor francés Eugenio Sue, Los misterios de París, publicada en 1846. Versión en español corregida a partir de la edición que encontrarás en el sitio epublibre.org

PRIMERA PARTE

En el vocabulario especial de la gente de mal vivir, un tapis-franc significa una gazapera o reunión de gente de la más baja estofa. Licenciados de presidio, estafadores, ladrones, asesinos, son los que constituyen esos antros donde se agita la escoria de la sociedad parisiense.

Cuando se ha cometido un crimen, rara vez deja la policía de dar con los culpables si se dirige a buscarlos en ese fango social.

Este exordio anuncia al lector que debe prepararse para asistir a siniestras escenas. Si a ello se aviene penetrará en regiones horribles para él desconocidas, en las cuales verá tipos repugnantes, espantosos, agitándose en esas inmundas cloacas, como los reptiles se revuelcan en el cieno.

Todos conocen las admirables páginas en que Cooper, el Walter Scott americano, ha descrito las feroces costumbres de los salvajes, su pintoresco y poético lenguaje y los miles de ardides que emplean para matar o perseguir a sus enemigos, y todos habrán sentido estremecimientos al pensar qué sería de los cultos habitantes de las ciudades si esos pueblos sanguinarios no estuvieran alejados de los centros de civilización.

Pues bien, nosotros vamos a relatar algunos episodios de otros bárbaros que están tan lejos de toda cultura como los pueblos salvajes hábilmente descritos por Cooper.

Hay, sin embargo, una diferencia. Los bárbaros de que vamos a ocuparnos viven entre nosotros. Podemos codearnos con ellos acudiendo a los sitios que frecuentan, donde se reúnen para concertar sus crímenes y para repartirse los despojos de sus víctimas.

Tales hombres tienen costumbres propias, mujeres que no se parecen a las demás, idioma especial y misterioso, fecundo en imágenes espantosas y en metáforas que parece que brotan sangre.

Como los salvajes, se conocen entre sí por apodos que denotan su energía, su crueldad, su desarrollo físico o sus deformidades físicas.

Con doble desconfianza haremos el relato de tales escenas.

Tememos, por un lado, que se nos acuse de buscar episodios repugnantes y por otro, que se considere superior a nuestras fuerzas esta empresa de referir fiel y vigorosamente costumbres tan excéntricas.

Al describirlas, nos hemos sentido poseídos de una especie de espanto y no hemos podido sustraernos a cierto estremecimiento del corazón… Y no decimos a una ansiedad dolorosa porque no parezca la frase pretenciosa. Al pensar que nuestros lectores experimentarán las mismas sensaciones, hemos vacilado entre detenernos o seguir por la vía en que nos habíamos lanzado.

No hemos resuelto la duda. Si las exigencias de la narración no fueran tan imperiosas, seguramente no hubiéramos situado el lugar de la escena en tales sitios; pero lo hacemos contando con esa especie de curiosidad que los espectáculos terribles suscitan.

Aún más, creemos en el poder de los contrastes.

Desde este punto de vista del arte, puede aceptarse la reproducción de ciertos caracteres, de ciertas existencias, de ciertas figuras cuyos sombríos y enérgicos rasgos, presentados con toda su crudeza, sirven a las veces como de descanso.

Confiamos en que el lector, advertido del tipo de excursión que en su compañía nos proponemos hacer, querrá seguirnos.

Este género de investigaciones será nuevo para él; pero nos apresuramos a advertirle que si pone el pie en el más bajo peldaño de la escala social, a medida que suba irá purificándose la atmósfera.

Al anochecer de un día frío y lluvioso de diciembre de 1838, cruzó el Puente del Cambio un hombre vestido con blusa azul, pantalón del mismo color y un sombrero de paja usado y de ala ancha. Un momento después desapareció en la Cité, laberinto de calles estrechas, oscuras y tortuosas, que se extiende desde el Palacio de Justicia hasta el antiguo templo de Nuestra Señora.

Este barrio de París, aunque pequeño y muy vigilado por la policía, sirve de madriguera a un sinnúmero de malhechores de la ciudad, los cuales celebran en las tabernas sus citas y reuniones.

Bramaba el viento en la noche referida por los callejones oscuros de la Cité, y los reverberos agitados reflejaban su luz pálida e incierta en la humedad fangosa de las calles.

Eran éstas tan angostas que casi se tocaban los tejados de las casas opuestas, todas de color negruzco, y con algunas ventanas de marcos viejos y carcomidos. Los portales, sucios y asquerosos, daban entrada a escaleras fétidas, negras y tan perpendiculares que apenas se podía subir por ellas asiéndose a una cuerda sujeta a la pared con garabatos de hierro.

Ocupaban el piso bajo de algunas de estas tristes mansiones tiendas de carboneros, traperos y revendedores de malos comestibles; y a pesar del poco valor de las mercancías, era tal el temor que inspiraba a sus dueños la audacia de los ladrones que todas las tiendas daban al exterior con fuertes rejas de hierro.

El hombre de que hemos hablado acortó el paso al entrar en la calle de Fèves, situada en el centro de la Cité: estaba sin duda en su elemento.

La obscuridad de la noche era profunda y las ráfagas de viento azotaban con ímpetu furioso las paredes. Se oyó dar las diez en el reloj del tribunal de Justicia.

Había en los portales abovedados, obscuros y profundos como cavernas, algunas mujeres, de las cuales cantaban unas a media voz letrillas populares, otras hablaban entre sí, y otras, calladas e inmóviles, tenían maquinalmente fija la vista en el agua que caía a torrentes. El hombre de la blusa azul se paró de repente delante de una de ellas, que permanecía silenciosa y triste. La asió bruscamente del brazo y le dijo:

—Buenas noches, Cantaora.

Ésta retrocedió, contestando con voz tímida:

—Buenos noches, Churiador. No me lastimes.

Era el Churiador un penado ya cumplido, a quien habían dado este apodo en presidio.

—Ya que estás aquí, dijo el hombre, me vas a pagar el peñascaró… ¡porque si no te hago bailar el zapateado! —añadió soltando una gruesa risotada.

—¡Si no tengo dinero! —respondió temblando la Cantaora, porque aquel hombre era el terror de todo el barrio.

—Si no habitas parneles te fiará la Pelona por tu buena cara.

—No, no me fiará… Le debo ya el alquiler de la ropa que traigo puesta.

—¡Hola!, ¡parece que replicas!… —dijo el Churiador alzando la voz y corriendo en pos de la Cantaora, quien se había refugiado en un portal angosto y obscuro.

—¡Ya te cogí! —gritó el Churiador al cabo de algunos momentos.

Y dijo después de lanzar un terrible juramento:

—Me has arañado con tus tijeras.

Se abalanzó en seguida en persecución de la Cantaora, que huía hacia el fondo del pasillo.

—No té acerques o ahora sí que te saco los ojos con las tijeras —dijo ella con tono resuelto, y añadió—: Si no te he hecho nada, ¿por qué me pegas?

—Yo te lo diré —exclamó el bandido lanzándose en la obscuridad—. ¡Ah!, ya te cogí. Ahora sí que vas a bailar —añadió al coger con sus nervudas manos un brazo suave y delicado.

—¡Tú sí que vas a bailar! —dijo una voz firme y amenazadora.

—¡Un hombre! ¿Eres tú, Brazo Rojo? Responde y no aprietes tanto… Me había metido aquí en el portal de tu casa… Sepamos quién eres.

—No soy Brazo Rojo… —respondió la voz.

—¡Bueno está! Pues ya que no eres un amigo, tendremos jarana y temblará el mundo. Pero, ¿de quién diablos es este brazo que tengo cogido? ¡Si parece la mano de una mujer!…

—Ahora lo sabrás, compañero —repuso la voz. Y el Churiador sintió que el delicado cutis de esa mano que lo cogió súbitamente por la garganta cubría unos músculos de hierro.

La Cantaora, habiendo huido al fondo del portal y subido algunos escalones, se detuvo un momento y dijo a su protector:

—¡Oh, gracias, señor, gracias!… Me queréis defender… ¡Pero mirad que es el Churiador!… Dijo que me pegaría si no le pago el aguardiente… Pero se chanceaba. Ahora que estoy segura, dejadle. ¡Cuidado, Señor!… Mirad que es el Churiador.

—Si es el Churiador, también yo soy un nicabao que no es blando ni longares —dijo el desconocido; y todo quedó en silencio.

Momentos después se oyó en las tinieblas el ruido de una encarnizada pelea.

—¿Tú quieres que te mate? —gritó el bandido haciendo un violento esfuerzo para desprenderse de su enemigo, en quien notó desde luego un vigor extraordinario—. ¡Aguarda! —le dijo con voz terrible y rechinando los dientes—. ¡Aguarda, que las vas a pagar por ti y por la otra!

—¡Y en buena moneda de puñetazos! No tengas cuidado —repuso el desconocido.

—Si no sueltas mi garganta, te como las narices —murmuró el Churiador con voz sofocada.

—Las tengo muy pequeñas, amigo; y además apuesto a que no las ves.

—Pues acerquémonos al farol.

—Vamos —dijo el desconocido—; allí nos veremos las caras.

Y empujando al Churiador, a quien tenía aún cogido por la garganta, le hizo retroceder hasta la salida del portal y lo echó a la calle, alumbrada apenas por el reverbero.

El bandido perdió el equilibrio; mas recobrando luego una actitud firme, se arrojó con furor sobre el desconocido, cuya figura esbelta y delicada no revelaba el vigor prodigioso que había manifestado. Después de algunos minutos de combate, el Churiador, aunque de contextura atlética y muy hábil en echar la zancadilla, halló, como quien dice, a su maestro… El desconocido le pasó el pie con una destreza maravillosa, y lo echó a tierra dos veces.

No queriendo reconocer aún la superioridad de su adversario, volvió a la carga el Churiador rugiendo de cólera. Pero cambió entonces de método el defensor de la Cantaora, y descargó sobre la cara del bandido una lluvia de puñetazos, tan recios y terribles como si fueran dados con un guante de hierro.

Estos puñetazos, dignos por cierto de la envidia y admiración de Jack Turner, uno de los pugilistas más famosos de Londres, eran tan ajenos a las reglas de la zancadilla, que aturdido el Churiador cayó en tierra como un saco, murmurando entre dientes:

—Me doy por vencido; basta.

—¡Ay, Dios mío!, ¡tened compasión, dejadlo! —dijo la Cantaora, que durante la pelea se había adelantado hasta el umbral de la puerta, y luego añadió con asombro—: Pero, ¿quién sois? A no ser el Maestro de Escuela o el Esqueleto, nadie hay desde la calle de San Eloy hasta Nuestra Señora capaz de luchar con el Churiador. ¡Ah, cuánto os lo agradezco, señor! A no ser por vos, me mata.

El desconocido escuchó con atención aquella voz de mujer. Jamás había oído un acento más dulce, más sonoro y angelical. Quiso distinguir las facciones de la Cantaora, pero la noche era obscura y muy escasa la luz del reverbero.

Después de haber permanecido algunos minutos sin movimiento, el Churiador empezó a dar muestras de impaciencia, y por último se levantó.

—¡Cuidado! —gritó la Cantaora refugiándose de nuevo en el portal y tirando del brazo a su protector—: ¡Cuidado!, se querrá vengar.

—No temas, prenda mía; si quiere más, aún tengo para darle.

El rufián oyó estas palabras y dijo:

—Gracias… Tengo la cabeza deshecha y un ojo no sé cómo. Por hoy, ya basta. Otra vez será otra cosa… Si te vuelvo a encontrar…

—¿Te quejas de poco? Si no estás contento aún… —dijo el desconocido en tono amenazador.

—No por cierto, no me quejo. Me regalaste a manos llenas… Eres pájaro de cuenta… —dijo el Churiador con voz áspera y mohína, pero con aquella atención respetuosa que la fuerza física impone siempre a la gente de su clase—. Cierto, me apretaste de firme. Pero mira, a no ser el Esqueleto, que es tan flaco y tan fuerte que nadie diría sino que tiene los huesos de hierro, y el Maestro de Escuela, que se comería a tres gigantes en un almuerzo, nadie hasta la fecha se puede alabar de haberme pisado las costillas.

—Bien, ¿y qué?

—¿Y qué? nada; que encontré por fin a mi maestro. ¡Cáspita! También hallarás el tuyo con el tiempo… Todos lo tenemos. Lo cierto es que ahora que has pateado al Churiador, podrás meter en un puño a todo el barrio. Todas las mujeres serán tus esclavas; los taberneros y taberneras te fiarán de miedo que se les caiga encima el mostrador; ¡serás un verdadero rey, y todo lo que quieras! Pero, al grano, ¿quién eres tú que chimullas caló como la gente? Si eres siempre tan bravo, confieso que no soy hombre para ti. Es cierto que he dado algunas puñaladas, porque cuando la sangre se me sube a la cabeza pierdo el sentido y allá va el golpe caiga donde cayere… Pero he pagado mis mojadas con quince años de presidio. Mi tiempo se cumplió; estoy libre; puedo vivir en la capital. No debo nada a los avisados y nunca he robado nada a nadie. Pregúntaselo a la Cantaora.

—Es verdad lo que dice; no es ladrón —repuso la joven.

—Entonces, vamos a beber un vaso de peñascaró y sabrás quién soy —dijo el desconocido—. Vamos, camarada, y pelillos a la mar.

—Por mí, tierra a lo pasado. Eres mi maestro, lo confieso; meneas bien los puños… Sobre todo la última andanada. ¡Santa María, qué chubasco! Nunca me cogió otro igual… Aprenderé ese modo de endinar.

—Volveré a empezar cuando quieras.

—¡No sobre mí! —contestó riendo el Churiador—. Aquello parecía un mazo de fragua… Aún me parece que lo estoy sintiendo. Pero tú debes conocer a Brazo Rojo, que por algo estabas en el portal de su casa.

—¿Brazo Rojo? —repitió inmutado el desconocido; y luego añadió con indiferencia—: No sé quien es. Llovía; he entrado un momento en ese portal para abrigarme; quisiste hacer daño a esa chica; yo te lo hice a ti… Y nada más.

—Brazo Rojo tiene un cuarto aquí, pero pocas veces viene a él; está siempre en su jabardillo de los Campos Elíseos. No hablemos más del asunto… —Y volviéndose luego a la Cantaora, continuó—: En verdad que eres una guapa muchacha. Yo no quería zurrarte porque sabes que no soy capaz de hacer daño a una niña. Es cierto que todo fue pura broma; pero sin embargo diste pruebas de buen corazón al no haber azuzado contra mí a este rabioso; ya no podía más cuando me tenía debajo de los pies. Ven a beber con nosotros; el señor paga. Pero a todo esto, camarada —continuó dirigiéndose al desconocido—: ¿No sería mejor que en lugar de beber peñascaró fuésemos a cenar a la taberna del Conejo Blanco?

—Dicho y hecho… Yo pago la cena. ¿Quieres venir tú, Cantaora? —dijo el desconocido.

—Gracias, Señor. Me puse mala al veros pelear y no tengo ganas de comer.

—¡Qué importa! Las ganas vienen comiendo —dijo el Churiador—. La mesa del Conejo Blanco es de lo bueno que hay.

Y se dirigieron los tres a la taberna en la mejor armonía.

Durante la anterior pelea, un carbonero de talla colosal había observado con inquietud, emboscado en un portal, los trances del combate, sin prestar el menor auxilio a ninguna de las partes, como hemos visto. Y cuando el desconocido, el Churiador y la Cantaora se dirigieron a la taberna, los siguió sin perderlos de vista.

El bandido y la mujer entraron primero en la taberna, y los seguía el desconocido, cuando se le acercó el carbonero para decirle en voz baja, en inglés, y con aire respetuoso:

—¡Ande Vuestra Alteza con cuidado!

El desconocido encogió los hombros y se reunió con sus compañeros.

El carbonero no se separó de la puerta de la taberna. Escuchaba con la mayor atención, y miraba de cuando en cuando por un pequeño claro del espeso baño de greda que cubre los vidrios de estas tabernas por el lado exterior.

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